Frank Close - Neutrino
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- Libro:Neutrino
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
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Neutrino: resumen, descripción y anotación
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FRANCIS EDWIN CLOSE (Peterborough, Inglaterra, 1945), es físico de partículas y es profesor emérito de física en la Universidad de Oxford y miembro del Exeter College de Oxford. Pertenece a la Orden del Imperio Británico y tiene la beca del Instituto de Física —premio otorgado por el Instituto de Física para físicos que «indica un nivel muy alto de logros en física y una contribución sobresaliente a la profesión».
Es autor de obras de divulgación imprescindibles como Neutrino o Fin: La catástrofe cósmica y el destino del universo. Su obsesión con el vacío le ha llevado a escribir dos libros sobre el tema: The Void y Nothing: A Very Short Introduction, no traducidos al español. Además, publicó en el Reino Unido y Estados Unidos una biografía de Bruno Pontecorvo, científico nuclear italiano cuyos logros quedaron ensombrecidos por las sospechas de espionaje.
De todas las cosas que componen el universo, la más común y la más rara son los neutrinos. Capaces de atravesar la Tierra como una bala atravesaría un banco de niebla, son tan elusivos que medio siglo después de su descubrimiento todavía sabemos menos sobre ellos que sobre cualquier otro tipo de materia que hayamos visto nunca.
Algunos de estos invisibles fuegos fatuos provienen del suelo que hay bajo nuestros pies, pues los emite la radiactividad natural de las rocas, y otros son el resultado de la radiactividad de nuestros propios cuerpos, pero la mayoría de ellos nacieron en el corazón del Sol, hace menos de diez minutos. En solo unos pocos segundos, el Sol ha emitido una cantidad de neutrinos mayor que el número de granos de arena que hay en todos los desiertos y playas del mundo, y mayor que el número de átomos que hay en todos los seres humanos que han existido. Son inofensivos: la vida ha evolucionado bajo esa lluvia de neutrinos.
Los neutrinos pueden pasar a través del Sol casi con tanta facilidad como a través de la Tierra. Pocos segundos después de nacer en el corazón del Sol, esas hordas han salido por la superficie, y han huido al espacio. Si tuviéramos ojos para ver los neutrinos, la noche sería tan brillante como el día: los neutrinos del Sol brillan sobre nuestras cabezas por el día y desde debajo de nuestras camas por la noche, y lo hacen con la misma intensidad.
No solo el Sol, sino también cada una de las estrellas visibles a simple vista, y otras incontables que vemos con los telescopios más potentes, están llenando el vacío con neutrinos. Allá fuera, en el espacio, lejos del Sol y las estrellas, inundan el universo.
Incluso usted los está produciendo. Las trazas de radiactividad del potasio y del calcio de sus huesos y dientes producen neutrinos. Así pues, mientras usted lee esto, está irradiando el universo.
En conjunto, hay más neutrinos que partículas de cualquier otro tipo conocido, y ciertamente muchos más que los electrones y protones que componen las estrellas y toda la materia visible, lo que nos incluye a usted y a mí. En un tiempo se creyó que no tenían masa y que viajaban a la velocidad de la luz; hoy sabemos que tienen una pequeña masa, pero tan diminuta que nadie la ha medido todavía. Todo lo que sabemos es que, si dispusiéramos de unas supuestas balanzas subatómicas, necesitaríamos por lo menos cien mil neutrinos para igualar un solo electrón. Incluso así, y debido a su amplia cantidad, puede que, juntos, superen la masa de toda la materia visible del universo.
Los neutrinos del Sol que lo estaban atravesando cuando usted empezó a leer esto ya estarán viajando hacia Marte y más allá. Dentro de unas horas cruzarán las lejanas fronteras del sistema solar con rumbo al cosmos sin límites. Si usted fuera un neutrino, tendría muchas posibilidades de ser inmortal, y de no tropezar con ningún átomo en miles de millones de años.
Si le preguntara a un neutrino de las profundidades del espacio sobre su historia, es probable que resultara ser tan viejo como el universo. Los neutrinos que nacieron en el Sol y las estrellas, aunque numerosos, son casi unos recién llegados. La mayoría son restos fósiles del Big Bang, y llevan trece mil millones de años viajando a través del espacio, sin que nadie los haya visto.
Los neutrinos están pasando a través de nuestro universo como meros espectadores, como si no estuviéramos aquí. Son tan esquivos que el simple hecho de que conozcamos su existencia es extraordinario. ¿Cómo se revelaron estos fantasmales e invisibles pedazos de la nada? ¿Por qué los necesita la naturaleza? ¿Para qué sirven?
La naturaleza esconde muy bien sus secretos, pero hay pistas; es cuestión de estar preparados para percibirlas y trabajar con ellas. Hace cinco mil millones de años, cuando se solidificó el cóctel de elementos químicos de una supernova y formó las rocas de la Tierra recién nacida, en el interior de esta quedaron atrapados átomos radiactivos. La radiactividad se produce cuando los núcleos de los átomos se transforman de manera espontánea: el granito no es el mismo para siempre. Desde que la Tierra existe, los átomos de uranio y torio de su corteza se han ido transformando en elementos más ligeros, descendiendo por la tabla periódica hasta convertirse en átomos estables de plomo. Y en este cronómetro natural de la radiactividad nacen los neutrinos. Aquí es donde empieza nuestra historia.
El azar desempeña un papel importante en la ciencia, pero para ganar los premios más brillantes no basta con estar en el lugar adecuado en el momento oportuno: además, hay que saber reconocer los dones de la fortuna. Si Röntgen no hubiera mirado por el rabillo del ojo mientras cerraba la puerta de su laboratorio a oscuras en noviembre de 1895, o si no hubiera vuelto a pensar en la luz trémula que había captado su atención durante un instante, no habría descubierto los rayos X. Röntgen descubrió que cuando un flujo de electrones chocaba contra un cristal podía producir unos misteriosos rayos capaces de penetrar la materia sólida, como por ejemplo la piel. Este extraño fenómeno, que permitía ver huesos rotos como sombras en una emulsión fotográfica, fue el inicio de la ciencia moderna de los átomos, e inspiró los trabajos que llevaron al descubrimiento de la radiactividad.
Aquí también intervino la suerte. La novedad de los rayos X revistió un carácter sensacional, y estos fueron el centro de atención cuando la Academia Francesa de Ciencias se reunió el 20 de enero de 1896. En aquella reunión se encontraba Henri Becquerel, quien había conservado el interés de su padre por la fosforescencia, la capacidad de algunas sustancias de brillar tras ser expuestas a la luz, lo que equivale a almacenar radiación. Nadie tenía una idea clara de lo que eran los rayos X, pero se discutió largo y tendido acerca de si estaban relacionados con la fosforescencia que se apreciaba en el cristal del aparato de Röntgen. Becquerel se dio cuenta inmediatamente de que era un enigma hecho a su medida. Tenía algunos cristales fosforescentes que había preparado con su padre unos años antes, por lo que se propuso ver si alguno de ellos emitía rayos X. La muestra era un compuesto que contenía potasio, azufre y uranio.
Ese fue su primer golpe de suerte. El elemento uranio acabó resultando crucial.
Puso la sustancia fosforescente encima de una placa fotográfica, envuelta en papel para protegerla de la luz, y las dejó al sol. La luz del Sol cedió energía al material fosforescente pero no a las placas, así que al revelarlas se entusiasmó al ver una imagen borrosa. Cuando colocó una pieza de metal entre el material y la placa, la silueta de la pieza quedó delimitada con claridad. Su reacción inmediata fue suponer que la luz solar había estimulado la emisión de rayos X, los cuales habían penetrado el papel, pero no el metal: de ahí la sombra.
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