Los bajos fondos de Las Vegas, con las violentas pandillas de moteros y los sórdidos clubes de strip-tease, convirtieron a la desgarbada e inocente Jenna Massoli, que aún llevaba aparatos bucales, en la bomba erótica sexual Jenna Jameson. Actualmente, Jenna es la estrella más importante de la industria del cine porno. Pero detrás del glamour y la escalada meteórica a la fama se esconde una historia llena de tragedia y decepción.
Tras superar una adolescencia marcada por la adicción a las drogas, Jenna ingresó en el negocio de las películas para adultos, donde se topó con sádicos directores, actrices rivales que le hicieron la vida imposible y también míticas celebridades, como Marilyn Manson o Tommy Lee. Pero su búsqueda de la felicidad no concluyó cuando empezaron los elogios. Durante años luchó contra su propio resentimiento, el conflicto con su padre, la soledad de crecer sin una madre y su permanente deseo infantil de hallar a un hombre que le proporcionase la seguridad y el amor que nunca había conocido.
Estas memorias sinceras y desgarradas son muchas cosas a la vez: una perturbadora historia sexual, una guía por el mundo secreto de la millonaria industria del cine para adultos y un cautivante thriller que se sumerge en el oscuro pasado de Jenna, pero que también ofrece hilarantes anécdotas sobre las películas porno y comparte ultrajantes consejos de la autora, al tiempo que incluye sus diez mandamientos sobre cómo estar en pareja y obtener mejores resultados sexuales.
Título original: How to Make Love Like a Porn Star (A Cautionary Tale)
Jenna Jameson, 2004
Traducción: Martín Arias
Ilustraciones: Bernard Chang
Fotografías del interior: Cortesía de Clubjenna, www.vivthomas.com, Vivid, Suze Randall, «Dirty Bob» Krotts, Digital Sin, Michael Williams, William Hawkes.
El resto de las fotografías son cortesía de la autora.
Editor digital: Banshee
ePub base r1.2
L lega un momento en toda vida en el cual debe tomarse una decisión entre lo correcto y lo incorrecto, entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad. Tales decisiones se toman en un instante, pero sus repercusiones duran toda la vida. Mis problemas comenzaron el día en que escogí la oscuridad, el día en que elegí a Jack.
Los hombres tienden a buscar el poder. Miden sus vidas de acuerdo a sus logros. Las mujeres tienden a buscar relaciones amorosas, a definir los episodios de su vida según el hombre que las acompañaba en cada momento. Es decir, hasta que aprenden. Jack fue mi primera lección de aprendizaje.
A los dieciséis años, por fin me habían crecido los pechos y jel vello púbico por el cual rezaba desde que estaba en sexto grado. Fue como si aparecieran de la noche a la mañana. Y de pronto pasé de ser un adorno hogareño a transformarme en una mujer íntegra que congregaba las miradas. Es la pesadilla de cualquier padre.
—¡Dios míos, eres como tu madre! —me decía papá negando con la cabeza en señal de incredulidad—. Te ves exactamente como tu madre.
A medida que empecé a sentirme cómoda con mis pechos, también cambió mi vestuario. Los vaqueros desteñidos se volvieron más ceñidos; las camisetas de Flashdance, más transparentes; las botas de cowboy con manchas blancas y negras cedieron su lugar a calzados negros go-go de tacones altos; las camisetas ahora acababan en el abdomen y los pantalones cortos dejaron de ser prendas para dormir. Los usaba fuera de casa, enrollándolos tanto como podía por encima de mis muslos. No tenía ninguna amiga demasiado inteligente, de modo que no había nadie cerca para decirme que parecía una desafiante seductora. Eso sí, una seductora con aparatos en los dientes.
Cuando caminaba por las calles de Las Vegas, adoraba sentir a los hombres gimiendo y volviendo las cabezas para verme, sobre todo cuando andaban tomados del brazo con sus esposas. Adoraba llamar la atención. Pero cada vez que alguien intentaba hablarme me agitaba pues ignoraba cómo interactuar. Ni siquiera me atrevía a mirarlos a los ojos. Si alguien me piropeaba o me hacía una pregunta, no tenía idea de cómo responder. Sencillamente decía que tenía que ir al lavabo y huía tan pronto como me era posible.
Uno de mis conjuntos de vestir favoritos consistía en una blusa diminuta y ajustada, vaqueros Daisy Duke y botas negras con ridículas cadenas alrededor de los talones. Intentaba parecerme a Bobbie Brown, del vídeo Cherry Pie de Warrant. Cuando salí de casa así vestida para ir a un concierto de Little Caesar, papá ni siquiera alzó las cejas. Yo estaba siempre extremadamente celosa de mis amigas, que debían cambiarse en el coche pues sus padres no querían que sus niñitas saliesen de casa vestidas como putas. Desde que tenía cuatro años, papá me dejaba ir libremente por las calles, pero esa libertad tenía su precio: la seguridad.
Mi amiga Jennifer todavía vestía sus pantalones y su sudadera cuando me abalancé sobre su coche. Mientras ella se cambiaba, conduje hasta el show, que era la jornada final de un circuito motero que había durado todo el fin de semana llamado Laughlin River Run. Teníamos que vernos atractivas. Ambas estábamos enamoradas del cantante solista de Little Caesar y queríamos que él nos prestase atención.
No lo hizo.
Pero el show me cambió la mente, al igual que el contacto con el resto de la audiencia. Estábamos rodeadas de cromo, tinta y barbas. Todos los que nos cruzábamos abrían para nosotras sus enfriadores de cerveza, nos ofrecían montar en la parte de atrás de sus motos e intentaban sin éxito hacernos fumar sus porquerías.
Un poco después, algunos moteros nos invitaron a una fiesta en El Hoyo del Conejo, la tienda de tatuajes más respetada del norte de Las Vegas. Estaban allí los Ángeles del Infierno, los Discípulos de Satán y los Fuera de la Ley, además de los integrantes de Little Caesar. Y, por algún motivo, no estaba asustada, aunque probablemente debí haberlo estado. Como era habitual en mí, no hablé demasiado. Sólo observé y me percaté de que estos tipos psicóticos llamaban a sus novias «mi señora» y las trataban como a animales de granja. Me prometí a mí misma que nunca le permitiría a un hombre sentirse tan seguro de poseerme. Por desgracia, no mantuve dicha promesa por mucho tiempo.
Tras la fiesta, volví a casa y le dije a mi hermano:
—Quiero hacerme un tatuaje.
—¿Estás segura? —inquirió él.
—Absolutamente —respondí.
De modo que el sábado siguiente mi hermano me llevó otra vez al Hoyo del Conejo junto a su novia Megan (una morena rechoncha de unos veinte años que por algún motivo me tenía en gran estima, por más que yo no sabía entonces nada de la vida). No bien llegamos a la tienda, vi un enorme letrero sobre el mostrador: PROHIBIDO PARA MENORES DE 18 AÑOS. Lo ignoré y cerré los labios sobre mis dientes para que no se me viesen los aparatos.