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Greenblatt Stephen - El giro: De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno

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Greenblatt Stephen El giro: De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno

El giro: De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno: resumen, descripción y anotación

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Hace cerca de seiscientos años, en 1417, un humanista italiano emprendió un viaje para visitar conventos alemanes en busca de manuscritos antiguos. En uno de ellos descubrió el único ejemplar que había sobrevivido de una obra escrita en el siglo primero antes de Cristo, De rerum natura, un poema filosófico de Tito Lucrecio Caro que desarrollaba una visión materialista del mundo, destinada a liberar al hombre del temor a los dioses. Lo copió y regresó con él a Italia, donde la difusión de sus peligrosas ideas fue una de las fuentes del giro cultural del Renacimiento, que iba a dar lugar al cambio ideológico del que surgió el mundo moderno. Aquel libro ignorado, que pudo haberse perdido, ejerció una considerable influencia sobre una línea de pensadores que va de Giordano Bruno o Montaigne hasta Freud o Einstein. Stephen Greenblatt, que a su calidad de investigador une la de ser un gran escritor, nos ofrece un apasionante relato de esta aventura de las ideas.

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ÍNDICE

Para Abigail y Alexa

PRÓLOGO

Cuando todavía estaba estudiando en la universidad, solía ir al finalizar el curso a la Cooperativa de Yale a ver qué encontraba para leer durante el verano. El dinero que tenía a mi disposición era muy poco, pero la librería vendía cada año los libros que ya no quería a precios ridículamente bajos. Los volúmenes eran amontonados en cestas en las cuales podía hurgar sin pensar en nada en particular, esperando encontrar algo que me llamara la atención a primera vista. En una de esas incursiones, me sorprendió una portada en rústica particularmente extraña, un detalle de un cuadro del pintor surrealista Max Ernst. Bajo una luna creciente que iluminaba la tierra, podían apreciarse dos pares de piernas entrelazadas —no se veían los cuerpos— en lo que parecía una especie de coito celestial. El libro —una traducción en prosa al inglés de un poema de dos mil años de antigüedad, Sobre la naturaleza de las cosas ( De rerum natura ) de Lucrecio— estaba rebajado a diez centavos, así que lo compré, lo confieso, tanto por la portada como por su contenido, la explicación de lo que era el mundo material por un poeta clásico.

La física antigua no es un tema especialmente prometedor como lectura de vacaciones, pero en algún momento del verano cogí casi sin querer el libro y empecé a leerlo. Enseguida encontré una buena justificación de aquella portada tan erótica. Lucrecio empieza su obra con un ardiente himno a Venus, la diosa del amor, cuya llegada en la primavera disipa las nubes, inunda el cielo de luz y llena el mundo entero de un impetuoso deseo sexual:

Primero te presagian, ¡oh diosa!, y anuncian tu llegada los pájaros del aire, atravesados sus corazones por tu fuerza; luego las manadas salvajes brincan sobre los alegres pastos y cruzan a nado los rápidos torrentes: hasta tal punto cautivos de tu encanto te siguen donde quieras llevarlos. Finalmente, por mares y montes, en las aguas rapaces y en las frondosas moradas de las aves y en los verdes campos, infundiendo en el pecho de todos los seres tu tierno amor, haces que las especies ardan en deseos de reproducirse.

Estimulado por la intensidad de este comienzo, seguí leyendo; venía a continuación una descripción de Marte recostado en el regazo de Venus —«vencido por la eterna herida del amor, echando hacia atrás su delicado cuello, levanta hacia ti la mirada»—, una oración por la paz, un tributo a la sabiduría del filósofo Epicuro, y una decidida condena de los temores supersticiosos. Cuando llegué al comienzo de una larga exposición de los primeros principios filosóficos, pensé que perdería el interés: nadie me había mandado leer el libro, mi único objetivo era el placer de la lectura, y mis diez centavos estaban más que amortizados. Pero, para mi sorpresa, seguí encontrando el libro apasionante.

No era el exquisito lenguaje de Lucrecio lo que me hacía reaccionar así. Hasta más tarde no empecé a ejercitarme en la versión original latina de los hexámetros del De rerum natura y no llegué a comprender mínimamente su rica textura verbal, sus ritmos sutiles, y la ingeniosa precisión y el patetismo de sus imágenes. Pero mi primer encuentro con la obra fue a través de la competente prosa inglesa de Martin Ferguson Smith, clara y sencilla, aunque no particularmente atractiva. No, fue otra cosa lo que me atrajo, algo que estaba y que se movía dentro de las frases de aquellas más de doscientas densas páginas de letra pequeña. Por mi profesión estoy obligado a pedir a la gente que se fije cuidadosamente en el aspecto verbal de lo que lee. Buena parte del placer y del interés de la poesía depende de esa atención. Pero desde luego se puede tener una vigorosa experiencia de lo que es una obra de arte incluso en una modesta traducción, y no digamos si se trata de una traducción excelente. Al fin y al cabo, así es como la mayoría de las personas cultas han entrado en contacto con el Génesis, con la Ilíada o con Hamlet , y aunque por supuesto es preferible leer estas obras en su lengua original, es un error insistir en que, si no es así, no hay manera de acceder a ellas.

En cualquier caso, puedo atestiguar que, aunque fuera en una traducción en prosa, Sobre la naturaleza de las cosas supo tocar en mí una fibra muy honda. Su influencia se debía hasta cierto punto a las circunstancias personales: el arte penetra siempre en la persona a través de las fisuras existentes en su vida psíquica. El núcleo del poema de Lucrecio es una profunda meditación terapéutica acerca del miedo a la muerte, y ese miedo es algo que dominó por completo mi infancia. No era tanto el miedo a mi propia muerte lo que me turbaba; yo tenía la intuición de inmortalidad propia de cualquier niño sano. Se trataba más bien de la seguridad absoluta que tenía mi madre de que estaba destinada a una muerte prematura.

A mi madre no la asustaba la vida de ultratumba: como la mayoría de los judíos, tenía solo una idea vaga y brumosa de lo que podía haber más allá de la tumba, y no pensaba demasiado en ello. Era la misma muerte —el simple hecho de dejar de existir— lo que la aterrorizaba. Pues desde que tengo memoria, no hacía más que darle obsesivamente vueltas a la inminencia de su fallecimiento, evocándolo una y otra vez, de modo especial en los momentos en los que se producía alguna separación. Mi vida estuvo llena de largas y dramáticas escenas de despedida. Cuando se iba de Boston con mi padre a pasar un fin de semana en Nueva York, cuando yo me iba al campamento de verano, incluso —y esos eran los momentos más difíciles para ella— cuando simplemente salía yo de casa para ir a la escuela, me estrechaba entre sus brazos y me hablaba de lo frágil que era y de la clarísima posibilidad de que no volviera a verla nunca más. Si íbamos juntos paseando a alguna parte, a menudo se detenía, como si estuviera a punto de caerse. A veces me enseñaba una vena que palpitaba en su cuello y, tomando mi dedo, lo ponía encima para que la sintiera, pues era el signo de que su corazón latía a una velocidad peligrosísima.

Mi madre debía de tener solo treinta y tantos años cuando empiezo a guardar memoria de esos temores suyos, y evidentemente esos miedos se remontaban a mucho tiempo atrás. Parece que echaron raíces unos diez años antes de que yo naciera, cuando su hermana menor, con apenas dieciséis años, murió de anginas. Este acontecimiento —demasiado habitual antes de la introducción de la penicilina— seguía siendo para mi madre una herida abierta: hablaba de él constantemente, llorando en silencio, y obligándome a leer y releer las patéticas cartas que había escrito su hermana a lo largo de aquella enfermedad fatal.

Comprendí muy pronto que el «corazón» de mi madre —las palpitaciones que la obligaban a ella y a todos los que estábamos a su alrededor a dejar cualquier cosa que tuviéramos entre manos— era una estrategia vital. Era un medio simbólico de identificarse con su difunta hermana y de llorarla. Era una forma de expresar la cólera —«ya ves lo alterada que me has puesto»— y el amor —«ya ves que sigo haciendo lo que sea por ti, aunque tenga el corazón medio roto»—. Era una representación, un ensayo del tránsito que tanto miedo le daba. Era, sobre todo, una forma de llamar la atención y de pedir amor. Pero no por el hecho de saberlo sus efectos sobre mi infancia serían significativamente menos intensos: yo quería a mi madre y tenía miedo de perderla. No tenía los recursos necesarios para discernir entre la estrategia psicológica y el síntoma peligroso. (Tampoco creo que ella los tuviera.) Y, como niño, no tenía medios de calibrar lo extraño de esa machacona insistencia en la inminencia de la muerte y de asociar cualquier despedida con la última hora. Solo ahora que he creado mi propia familia comprendo qué desesperada tendría que ser la necesidad que era capaz de inducir a una madre cariñosa —pues realmente era cariñosa— a imponer a sus hijos una carga emocional tan pesada. Cada día traía consigo una renovación de la oscura certeza de que el fin de su vida estaba cerca.

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