Gastón Leval - El Estado en la historia
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- Libro:El Estado en la historia
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1978
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El Estado en la historia: resumen, descripción y anotación
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El Estado en la historia es un libro de Gastón Leval, publicado póstumamente en 1978, con la colaboración de Juan Gómez Casas y Florentino Iglesias. Es un análisis sociopolítico e histórico-político del papel que ha jugado el Estado en la sociedad desde su existencia y desde una perspectiva anarquista. Ofrece una importante cantidad de datos histórico-estadísticos referenciados que dimensionan sus tesis. Allí expone cómo el «interés general» bajo el que se justifica el Estado no es más que el interés de la casta del poder y que ésta tiene una dinámica propia. Explica cómo son las clases políticas las fuentes máximas de la opresión, mientras las clases económicas son circunstanciales o resultados de la primera.
Gastón Leval
ePub r1.0
Titivillus 21.07.15
Título original: El Estado en la historia
Gastón Leval, 1978
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
ESTE ensayo sobre el Estado, sus causas, su desarrollo, su influencia en la vida de los pueblos y de las naciones no pretende ser exhaustivo porque se comprenderá que nadie puede vanagloriarse de abarcar suficientemente una parte tan importante de la historia humana.
Por consiguiente no se hallará aquí una ley general, ni una explicación uniforme de ese fenómeno, desarrolladas de manera metódica. El hecho fundamental estriba en que en las regiones o en los períodos históricos más diversos, este agente de la historia aparece como una floración parasitaria que surge en las condiciones más diversas y lo invade, penetra y asfixia todo, tanto en Extremo Oriente como en el Medio Oriente, o en el Occidente europeo, en la América indo-latina, en África del Norte o Central, y ello en épocas diferentes.
A pesar de lo dicho, el análisis atento y el espíritu de síntesis permiten descubrir rasgos comunes esenciales y se llega finalmente a la deducción —como veremos en diferentes capítulos— de que el Estado es en el fondo siempre igual a sí mismo, si tomamos la historia en su conjunto y no nos paramos en este O aquel lapso limitado de tiempo.
Por ejemplo, y no importa cuál sea la forma asumida por él —teocrática militar, absolutista, burocrática—, siempre nos enfrentamos a dos características sin las cuales en lo sustancial no podría haber Estado: predominio de la guerra e imposición ruinosa de los impuestos.
Es necesario tener en cuenta que el Estado es al mismo tiempo un instrumento de dominación y de explotación, tanto de la tierra como de los hombres, sobre todo de estos últimos. Los organizadores o creadores de Estados, que viven del trabajo de las poblaciones conquistadas o sometidas por la fuerza, tienen necesidad de lanzarse a empresas de todo tipo, de despojar a las poblaciones de sus bienes, de sus medios de existencia, de sus riquezas: tales son los dos grandes objetivos que hallamos en la base, o en la cúspide, de esa aplastante fuerza de la historia que Marx denominaba una «superestructura parasitaria» en su comentario sobre la Comuna de la obra «La guerra civil en Francia».
La opinión del autor difiere de la expresada por numerosos teóricos al aceptar las elucubraciones de ciertos filósofos que han llegado a conclusiones muy diferentes. Ya conocemos las hipótesis que jamás debieron ser otra cosa que abstracciones vacías de sentido.
De acuerdo con Hobbes, los hombres primitivos combatían entre sí como lobos, pero una sapiencia infusa los llevaría a unirse voluntariamente bajo la tutela del Estado para dar fin a la guerra que se hacían.
Esto quiere decir que alienaron una parte de su libertad en beneficio del orden necesario en toda sociedad estable. Pero es lógico pensar que si sabían obedecer a la sensatez y al espíritu de comprensión que estaba en ellos, del mismo modo hubieran debido ser sensatos para no disputar como fieras entre sí. Por otra parte, nada prueba en la historia la veracidad de un hecho de semejante importancia, a pesar de que numerosos historiadores han escrutado los siglos y los milenios.
Igualmente desprovisto de elementos probatorios, Jean-Jacques Rousseau, cuya imaginación fue tan fecunda como arbitraria, afirma que en el comienzo (en realidad, ¿qué entiende nuestro personaje por ese término tan vago y a menudo indefinible?) todos los hombres eran buenos, pero fueron corrompidos por la vida en sociedad. Que nadie espere pruebas, pues no las aporta. Pero nosotros pretendemos, en contra de sus afirmaciones, que debido precisamente a la vida social, a las relaciones mutuas organizadas, a su sociabilidad activa, fueron los hombres capaces de salir del estado prehistórico en el que los había dejado la naturaleza. Aquí también se nos presenta la hipótesis de una Asamblea general de la humanidad en la que ésta decide solemnemente renunciar a una parte de su libertad para mantener el orden necesario a la vida colectiva. Admirable resolución, que atribuye a los hombres salidos de las manos de Dios cualidades morales superiores pero que, sin embargo, muestra en el caso precedente el significativo inconveniente de atribuir al Estado un rol liberticida que, de manera especial, depara un punto de partida de los más inquietantes…
Las dos hipótesis precedentes han sido reconsideradas en parte por Frédéric Engels, alter ego de Carlos Marx. Aquél nos ofrece una descripción idílica y tan completa, que parece haber vivido personalmente en ella. En las poblaciones primitivas reinaba la igualdad, la solidaridad era ley general, la justicia económica triunfaba, todo era inmejorable en el mejor de los mundos posibles hasta que se produjeron invenciones, descubrimientos técnicos que alteraron los medios de producción y originaron la propiedad privada de la tierra, fuente esencial de la riqueza. La transformación de los medios de producción completó estos cambios. Entonces aparecieron las clases sociales y, en consecuencia, la lucha de clases. Y con la lucha de clases el desorden generalizado, la desigualdad, y la amenaza de destrucción de la propia sociedad. Para evitar ese peligro se decidió crear un organismo especializado encargado de mantener el orden. Este organismo fue el Estado, que de inmediato se puso al servicio de los privilegiados, de los ladrones de la riqueza social y dio así nacimiento al poder político, convertido en instrumento de la clase expropiadora.
El Estado tenía pues un origen económico. Mas con la realización del socialismo, declarada ineluctable, y con la desaparición del privilegio económico, inevitable según los dictámenes del método dialéctico, el Estado debía desaparecer a su vez, puesto que ya no habría lucha de clases. Entonces se vería relegado al museo de antigüedades «al lado de la rueca de nuestras abuelas y del hacha de bronce».
En el curso de este libro veremos que la realidad histórica demostrada, y no simplemente imaginada, no se aviene con estas explicaciones, indignas incluso de la novela histórica. Por consiguiente, tenemos que buscar la verdad respecto a esa terrible y universal verdad que es el Estado, que adopta todas las formas y que, pese a las afirmaciones de algunos y a las meras apariencias, cuesta económicamente más caro a los pueblos, si tenemos en cuenta las realidades de la historia, que los impuestos de todas clases, las destrucciones y ruinas de ciudades, de regiones, de naciones enteras. El privilegio individual, tanto feudal como burgués, participaba a veces en la producción. El Estado no hacía otra cosa que robar legalmente, en proporciones incalculables y monstruosas.
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