Las cinco emisiones de radio que aquí se recogen, organizadas y producidas por Paul Buckley, de la sección de Ideas de la CBC Radio Arts Department, fueron ofrecidas en el otoño de 1974 como decimocuarta serie de las Massey Lectures. La CBC inició estas conferencias en 1961 con objeto de que distinguidas autoridades en áreas de importancia e interés general presentaran al público los resultados de sus estudios e investigaciones. Las conferencias recibieron su nombre de Vincent Massey, antiguo gobernador general de Canadá.
Los mesías seculares
La reflexión que quiero proponer en estas conferencias es muy simple.
Historiadores y sociólogos están de acuerdo, y también hay ocasiones en que deberíamos creerlos, a la hora de constatar una apreciable decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos formales, por las iglesias, en la sociedad occidental.
Los orígenes y las causas de este fenómeno pueden ser fechados y argumentados de maneras muy diversas y, en efecto, diversas son las explicaciones ofrecidas. Algunos sitúan su origen en el desarrollo del racionalismo científico durante el Renacimiento; otros lo atribuyen al escepticismo y el secularismo explícito de la Ilustración con sus ironías sobre la superstición de todas las iglesias; otros mantienen que fue el darwinismo y la tecnología moderna de la revolución industrial los que hicieron que las creencias sistemáticas, la teología sistemática y el antiguo centralismo de las iglesias quedaran tan obsoletos. Pero en cuanto al fenómeno en sí se está de acuerdo. Las iglesias y corrientes cristianas (subrayo esta pluralidad) organizaron en gran medida la visión occidental de la identidad humana y de nuestra función en el mundo, y sus prácticas y simbolismo impregnaron profundamente nuestra vida cotidiana desde el final del mundo romano y helenístico en adelante, pero gradualmente, por esas razones diversas y complicadas, fueron perdiendo el control sobre la sensibilidad y la existencia cotidiana. En mayor o menor grado, el núcleo religioso del individuo y de la comunidad degeneró en convención social. Se convirtió en una especie de cortesía, en un conjunto ocasional o superficial de actos reflejos. Para la gran mayoría de mujeres y hombres pensantes –incluso allí donde la asistencia a la iglesia continuaba– las fuentes vitales de la teología, de una convicción doctrinal sistemática y transcendente, se habían agotado.
Este desecamiento, este agotamiento, que hasta tal punto llegó a afectar al centro mismo de la existencia intelectual y moral de Occidente, dejó un inmenso vacío. Y donde existe un vacío, surgen nuevas energías y realidades que sustituyen a las antiguas. A menos que yo lea de manera errónea la evidencia, la historia política y filosófica de Occidente durante los últimos 150 años puede ser entendida como una serie de intentos –más o menos conscientes, más o menos sistemáticos, más o menos violentos– de llenar el vacío central dejado por la erosión de la teología. Este vacío, esta oscuridad en el mismo centro, era debida a «la muerte de Dios» (recordemos que el tono irónico, trágico, de Nietzsche al utilizar esta célebre frase es con mucha frecuencia mal interpretado). Pero pienso que podemos plantearlo con mayor precisión: la descomposición de una doctrina cristiana globalizadora había dejado en desorden, o sencillamente había dejado en blanco, las percepciones esenciales de la justicia social, del sentido de la historia humana, de las relaciones entre la mente y el cuerpo, del lugar del conocimiento en nuestra conducta moral.
Hacia estas cuestiones, de cuya formulación y resolución depende la coherencia de la vida del individuo y de la sociedad, se dirigen las grandes «antiteologías», las «metarreligiones» de los siglos XIX y XX . Son éstos unos términos poco manejables y pido disculpas por ello. «Meta-religión», «anti-teología», «credo sustitutorio», son etiquetas incómodas, pero también útiles. Trataré de agruparlas en estas cinco charlas mediante el empleo de un término general. Quisiera proponerles para ello la palabra «mitologías».
Ahora bien, para habilitar el estatuto de una mitología, en el sentido en que voy a tratar de probarlo y definirlo, una doctrina o cuerpo de pensamiento social, psicológico o espiritual debe cumplir ciertas condiciones. Echémosle un vistazo. El cuerpo de pensamiento debe tener una pretensión de totalidad. Esto parece muy sencillo, y en cierta manera lo es. Tratemos de dar forma a la idea. ¿Qué queremos decir con esa pretensión de totalidad? Ese cuerpo de pensamiento debe afirmar que el análisis que presenta de la condición humana –de nuestra historia, del sentido de la vida de cada uno de nosotros, de nuestras esperanzas– es un análisis total. Una mitología, en este sentido, es un cuadro completo del «hombre en el mundo».
Este criterio de totalidad tiene una consecuencia muy importante. Si la mitología es honrada y seria, permite la refutación o falsación e incluso invita a ello. Un sistema total, una explicación total, se derrumba en el momento en que puede surgir una excepción importante, un contraejemplo realmente poderoso. No vale de nada tratar de poner un pequeño parche acá, añadir un poco de pegamento allí o una cuerdecita más allá. La construcción se desploma a menos que sea un todo. Si cualquiera de los misterios centrales, misterios sacramentales, del cristianismo o de la vida de Cristo o su mensaje fueran totalmente refutados, de nada serviría tratar de hacer una rápida tarea de reparación en un rincón de la estructura.
En segundo lugar, una mitología, en el sentido en el que estoy empleando la palabra, tendrá con seguridad unas formas fácilmente reconocibles de inicio y desarrollo. Habrá habido un momento de revelación crucial o un diagnóstico clarividente del que surge todo el sistema. Ese momento y la historia de la visión profética fundadora se conservará en una serie de textos canónicos. Quienes estén interesados en el movimiento mormón reconocerán fácilmente esta imagen: un ángel que se aparece al fundador del movimiento y le entrega las famosas planchas de oro, o la ley mosaica. Habrá un grupo original de discípulos que estarán en contacto inmediato con el maestro, con el genio del fundador. Pero pronto, algunos de ellos provocarán una ruptura en forma de herejía. Producirán mitologías o submitologías rivales, y entonces se observará algo muy importante. Los ortodoxos del movimiento original odiarán a esos herejes, a los que perseguirán con una enemistad mucho más encarnizada de la que descargarían contra el no creyente. No es la increencia lo que temen, sino la forma herética de su propio movimiento.
El tercer criterio de una mitología verdadera es el más difícil de definir, y pido al lector un poco de paciencia, pues espero que se irá poniendo de manifiesto a fuerza de ejemplos a lo largo de estas cinco charlas. Una mitología verdadera desarrollará un lenguaje propio, un idioma característico, un conjunto particular de imágenes emblemáticas, banderas, metáforas y escenarios dramáticos. Generará su propio cuerpo de mitos. Una mitología describe el mundo en términos de ciertos gestos, rituales y símbolos esenciales. Espero que esto irá quedando claro a medida que avancemos.
Consideremos ahora estos atributos: totalidad, por la que sencillamente quiero expresar la pretensión de explicarlo todo; textos canónicos entregados por el genio fundador; ortodoxia contra herejía; metáforas, gestos y símbolos cruciales. Sin duda todo esto es algo obvio. Las mitologías fundamentales elaboradas en Occidente desde comienzos del siglo XIX no sólo son intentos de llenar el vacío dejado por la decadencia de la teología cristiana y el dogma cristiano. Son una especie de