I NTRODUCCIÓN
Vaticano Caput Mundi
U na historia que circula por los pasillos de la Santa Sede cuenta que la diplomacia vaticana nació una noche, en Jerusalén, cuando una prostituta señaló a Pedro y le dijo: «Tú eres un seguidor del nazareno», a lo que Pedro respondió: «¿A qué se refiere?». Esa ambigüedad es lo que marcaría desde entonces las relaciones diplomáticas y políticas del Vaticano durante los siglos venideros con el resto de Estados. La Santa Sede jamás rechazará una petición formal pronunciando la palabra «no», pero dará respuestas escuetas, o no contestará, o sencillamente, como en el caso del apóstol Pedro, lo hará de manera ambigua y parcial.
La muerte de Juan Pablo II, la elección de Joseph Aloisius Ratzinger, la renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco como nuevo sumo pontífice, atrajo a millones de personas a interesarse por la historia del papado y por consiguiente del Vaticano. Lo que está claro de la historia moderna es que la personalidad y la política papal tienen un efecto crucial en la capacidad de la Santa Sede para convencer a los creyentes de que contribuyan generosamente al mantenimiento de la estructura vaticana, y que apoyen sus políticas.
Este libro narra el desarrollo político de una nación —el Vaticano—, pero también de una institución —el papado—, que hasta 1870 se reducía a un pequeño Estado territorial que solo ejercía su autoridad espiritual sobre millones de católicos fuera de Italia, pero que en el siglo siguiente prefirió despojarse de los últimos anquilosados «poderes temporales» para convertirse en un país de solo 44 hectáreas y menos de un millar de ciudadanos, pero con un alcance diplomático cada vez con mayor influencia en el mundo entero. Desde hace décadas, el Vaticano, o todo lo que rodea al mundo de los papas, es objeto de fascinación para creyentes y no creyentes, y motivo de especulación para los medios de comunicación, porque tal y como me dijo un día un experto vaticanista, «Para el Vaticano, todo lo que no es sagrado, es secreto», y en parte tenía razón.
Desde los inicios del pontificado de Pío IX, el papado experimentó un proceso de desarrollo que puede definirse como el «surgimiento del papado moderno», y llegó a su punto culminante con la llegada de Pío XII a la Cátedra de Pedro, en 1939. Sin recurrir al dogma de la Asunción de la Santísima Virgen, como hizo Pío XII, o al dominio temporal universal, como haría Inocencio III (1198-1216) o Bonifacio VIII (1294-1303) a través de la bula Unam Sanctam (1302), los últimos seis papas modernos (sin contar al breve Juan Pablo I) han logrado imponer su autoridad moral y espiritual, pero también su autoridad política en decenas de conflictos políticos y diplomáticos, en casi un siglo de historia. Los papas han logrado imponer su autoridad sobre la Iglesia católica romana y recomendar a creyentes y clero de todos los rincones del mundo cómo debían pensar y actuar, pero también han influido en la forma de pensar y actuar de muchos emperadores, reyes y políticos desde que en el año 1500, bajo el papado de Alejandro VI (1492-1503), se ordenó el establecimiento de la primera nunciatura en la República de Venecia. A esta le seguirían la nunciatura en la España de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, en 1577, y en la Francia del rey Enrique III, en 1583.
La Revolución francesa constituyó un violento toque de atención político para el papa con el establecimiento de la llamada Constitución Civil del Clero, que nacionalizó la Iglesia hasta entonces romana, y que llevaría a secularizar la nueva República francesa. Aunque los papas posteriores, principalmente Gregorio XVI y Pío IX, decidieron presentar batalla a las nuevas doctrinas políticas que iban apareciendo a golpe de bulas y encíclicas. Conceptos como libertad de prensa, libertad de conciencia y mucho más, la libertad religiosa, eran anatemas para el papado. El concordato firmado con el emperador Napoleón, en 1804, aunque en un principio no era del todo satisfactorio para el papa, lo cierto es que proporcionó a la Santa Sede las bases del futuro intervencionismo político en países extranjeros, ya que el tratado entre Roma y París, permitía al pontífice intervenir en «los asuntos locales de la Iglesia». Napoleón había abierto la caja de Pandora a los siguientes quince papas. La autorización al sumo pontífice para nombrar y deponer obispos sería el primer paso para el «intervencionismo exterior vaticano».
Uno de estos famosos intervencionismos, sería el apoyo papal al llamado «ultramontanismo», un movimiento católico francés que perseguía la instauración no solo de la monarquía, sino también del resurgimiento católico galo con obediencia ciega al papa de Roma. El ultramontanismo se extendió por toda Europa, principalmente a Prusia y norte de Italia, y la influencia del movimiento se vio reforzada con la vuelta del papa Pío VII (1800-1823) a Roma, en 1814. El papado y la Santa Sede disfrutaban de un nuevo prestigio político internacional. León XII (1823-1829) y Gregorio XVI (1831-1846) buscaron extender las relaciones e influencias políticas a lo largo de toda Europa y América, una política expansionista continuada por los papas Pío IX (1846-1878), León XIII (1878-1903), Benedicto XV (1914-1922) y Pío XI (1922-1939). Estos cuatro papas se ocuparían de extender la influencia de la Iglesia a África, Asia y Oceanía. Pío IX, por ejemplo, crearía una organización papal tan poderosa y efectiva en cinco continentes que llegó a crear 206 vicariatos apostólicos y obispados, y León XIII, otros trescientos. Gracias a esto, la población católica en el mundo aumentó de forma considerable ampliando de esta forma el poder político de la Santa Sede en esos mismos rincones del mundo.
El historiador Filippo Mazzonis llegó a asegurar, y tenía toda la razón entonces, que «No sería exagerado afirmar que la Iglesia del siglo XX , tal como la conocemos, vio arraigar firmemente sus cimientos, y el surgimiento de sus estructuras institucionales características, en el difícil periodo entre 1850 y 1870, en que comenzó la era contemporánea de su historia». A partir de 1870, los papas asumieron cada vez más la tarea de indicar a la jerarquía eclesiástica en el extranjero las normas y reglamentos referidos no solo a las cuestiones religiosas, sino también a los temas políticos, sociales y económicos. Lo cierto es que con la llegada del siglo XX aparecerían otros conceptos susceptibles de ser condenados por los papas romanos, como el nacionalismo, el industrialismo, el liberalismo, la democracia, el republicanismo, el socialismo, el nacionalsocialismo, el anarquismo, el secularismo y, cómo no, el comunismo y el capitalismo. Todo era preceptivo de ser condenado por el sumo pontífice Romano y, por tanto, perseguido. Sin embargo, la llegada al papado de Benedicto XV (1914-1922) hizo que la Santa Sede descubriera, en plena Primera Guerra Mundial, que la política y la diplomacia iban a ser necesarias para sobrevivir no solo en los sangrientos tiempos que les iba a tocar vivir, sino también en las décadas siguientes.
Dos organizaciones serían la vanguardia política de la Santa Sede: la Secretaría de Estado y los Collegium . En 1487, el papa Inocencio VIII (1484-1492) crearía uno de los aparatos políticos y diplomáticos más poderosos de la Santa Sede, la Secretaría de Estado. Su origen se remontaba exactamente al 31 de diciembre de 1487, cuando fue instituida la Secretaría Apostólica con la figura del Secretarius domesticus, que tenía preeminencia sobre todos los demás dicasterios y departamentos pontificios. Sería el papa León X (1513-1521) el que establecería el llamado Secretarius intimus, que se consolidó en el Concilio de Trento. Con la llegada del papa Inocencio X (1644-1655) se lleva a cabo una unificación de órganos, reforzando la Secretaría de Estado. Pablo VI (1963-1978), en cumplimiento de los acuerdos establecidos en el Concilio Vaticano II, establece que la Secretaría de Estado tome su forma actual, pero el 28 de junio de 1988, mediante la Constitución Apostólica Pastor Bonus, establecida por Juan Pablo II (1978-2005), se regulaba la Secretaría de Estado en dos secciones: Sección de Asuntos Generales y Sección de Relaciones con los Estados. La Segunda Sección sería la encargada de difundir las ideología política pontificia a otros estados.