Cómo el Papa se transformó en el principal líder político global y cuál es su estrategia para cambiar el mundo
Introducción
“Fratelli e sorelle, buonasera!”
Dice que estuvo en paz. Que se sucedían las votaciones, la primera y la segunda del martes, la tercera del miércoles, y mantenía la paz. Dice que en el almuerzo con otros cardenales, en la Casa Santa Marta, le pareció raro que le preguntaran por su salud, y que luego, en la tarde, mientras rezaba el rosario hubo otra votación en la Capilla Sixtina, y algunos cardenales electores lo miraban y ya empezaban a intuir que podía ser la persona que el Señor había elegido; el consenso se fue ampliando y los votos empezaron a converger hacia él. Sintió que se estaba cocinando el pastel, que podía ser irreversible. “No te preocupes, así obra el Espíritu Santo”, le dijo Claudio Hummes, arzobispo emérito de la Arquidiócesis de San Pablo, Brasil, que estaba a su izquierda. Le causó gracia. Se sonrió.
Casi de una manera inconsciente continuaba en paz. Hasta que en otra votación, la segunda de la tarde, la quinta del Cónclave, la que al final de cuentas sería la definitiva, sacaron las papeletas de las urnas, las contaron y dijeron su nombre, y los cardenales se levantaron y aplaudieron, y él también se levantó. El cardenal Hummes lo abrazó y lo besó y le pidió que “no se olvidara de los pobres”.
Le preguntaron si aceptaba su elección canónica como Sumo Pontífice. Se lo preguntó el cardenal italiano Giovanni Battista Re, que presidía el Cónclave, y dijo que sí. El cardenal Re le preguntó cómo quería ser llamado. Le dijo “Francisco”. Francisco. Ese solo nombre ya significaba un programa para la Iglesia. En la pequeña iglesia de San Damián, probablemente en el año 1205, Francisco de Asís recibió el mensaje desde el crucifijo de Jesús: “Ve y repara mi iglesia que está en ruinas”.
Enseguida se cambió la sotana de cardenal en una pequeña sacristía a un costado del Altar Mayor y se puso la sotana blanca. No quiso que le colgaran la cruz de oro ni que le calzaran los zapatos rojos. Mantuvo los mismos que había traído de Buenos Aires. Y avisó que la estola solo la usaría para la bendición. Quería que el pueblo lo bendijera cuando saliera al balcón de la Basílica de San Pedro. Volvió a la Capilla Sixtina vestido de Papa. Lo veían sereno, sereno y expansivo. Se acercó a saludar al cardenal indio Iván Dias, que estaba en un rincón en su silla de ruedas, y le pidieron que se sentara en el trono de Pedro para recibir la obediencia que le empezarían a presentar los cardenales. Pero los esperó de pie y los saludó y abrazó uno por uno de manera amable y espontánea. Cantaron el Te Deum, un canto gregoriano de acción de gracias a Dios por la elección del nuevo Papa. Y mientras se preparaba la procesión de cardenales para acercarse al balcón, se encaminó hacia la capilla Paulina. Llamó al cardenal Agostino Vallini, vicario de la diócesis de Roma, y buscó al cardenal Hummes con la mirada y le pidió que lo acompañara a orar. Quería que estuviera con él en ese momento.
Desde la Plaza, ya habían visto el humo blanco de la chimenea de la Capilla Sixtina. Había dejado de llover. El cardenal francés Jean-Louis Tauran se asomó y anunció que la Iglesia tenía un nuevo Papa, Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio, que había tomado el nombre de Francisco. Fue un momento de sorpresa y algarabía. El Papa dejó que terminara de sonar la banda de música en la explanada. Miraba en silencio a la gente, mezclada entre luces y reflectores, y luego saludó: “Fratelli e sorelle, buonasera!”. Comentó que el deber del Cónclave era dar un obispo a Roma y que sus hermanos cardenales lo fueron a buscar casi al fin del mundo. Le pidió al pueblo que bendijera a su obispo y rezara por él.
—Recen por mí —dijo, y se retiró hacia la Basílica.
Su Pontificado acababa de empezar.
Capítulo 1
La geopolítica de Francisco:
una nueva mirada para el mundo
Hubo un momento de su gobierno de la Santa Sede en que Francisco eligió su destino y cambió el Pontificado. Fue una bisagra. En septiembre de 2013, Estados Unidos amenazaba desde hacía varios meses con un bombardeo a Siria como respuesta al uso de armas químicas del gobierno de Bashar al-Assad contra los insurgentes sobre la zona oriental de Damasco. Francisco decidió escribir una carta al líder ruso Vladímir Putin. Quizás un Papa europeo, o más decididamente occidental, hubiese apelado a Alemania, Francia o Inglaterra para que persuadieran a Estados Unidos, su aliado en la OTAN, de evitar el ataque a Damasco y promover la paz en Medio Oriente. Pero el Papa sorprendió. En su carta a Putin, en ese momento a cargo de la titularidad del G20 que se reunía en San Petersburgo, reclamó a los líderes de las veinte economías más poderosas, que retienen el 90% del PBI mundial, que abandonaran cualquier “vana pretensión de una solución militar” y se empeñaran en “perseguir, con valentía y determinación, una solución pacífica a través del diálogo y la negociación entre las partes interesadas con el apoyo de la comunidad internacional”.
Putin la leyó frente al presidente de Estados Unidos, Barack Obama.
Con esta primera intervención en el escenario internacional, Francisco signó su Pontificado. Marcó el nuevo lugar de la Santa Sede en la geopolítica, junto a las potencias del mundo, y acompañó esa intención con una convocatoria de oración y ayuno global en favor de la paz. Dos días más tarde, la noche del 7 de septiembre de 2013 en Plaza San Pedro, el Papa repitió “Nunca más la guerra”.
Sus palabras resonaron como las de Pablo VI en las Naciones Unidas en 1964, en contra de la Guerra de Vietnam, o las de Juan Pablo II en vísperas de la Guerra del Golfo Pérsico en 1991 o, doce años más tarde, las de la invasión de Estados Unidos a Iraq.
La Guerra Fría había quedado atrás con el papado de Juan Pablo II, y Benedicto XVI había intervenido con una voz apagada, casi inaudible, en el nuevo escenario globalizado.
Después de la caída del Muro de Berlín y de la condena al capitalismo neoliberal en la década del noventa, en los últimos años de Juan Pablo II, la Iglesia, en la práctica, no fue gobernada por nadie. Un poco con humor, pero también con realismo, en el estado Vaticano se decía que estaban atravesando “el cuarto año del Pontificado de monseñor Stanislaw Dziwisz”, el secretario del Papa Wojtyla, quien gran parte del día dormía o descansaba por el tratamiento con barbitúricos contra el mal de Parkinson.
Aun ganado por la enfermedad y el padecimiento —reconocido como un martirio de su ministerio—, Juan Pablo II se manifestó en contra de la intervención militar unilateral de Estados Unidos en Iraq, por la inestabilidad que provocaba en Medio Oriente, además del odio que generaría contra los cristianos en la región. Pero la invasión ocurrió.
Benedicto XVI, por su naturaleza reflexiva, prefirió expresarse a través de encíclicas y libros, y enfrentó el secularismo cultural, el laicismo y el relativismo, por sus consecuencias sociales en la educación o la economía. Pero su concentración en Europa y un equipo de colaboradores directos sin formación en la diplomacia vaticana, hizo que su papado tuviera una influencia geopolítica menor.
Los problemas internos de la Iglesia que Ratzinger heredó de Juan Pablo II, y que la opinión pública de Occidente puntualizó con mayor énfasis —el “lavado de dinero”, la corrupción, el silencio sobre los abusos sexuales y la pedofilia, y las luchas de poder en el interior de la curia romana—, lo condujeron a defender la sacralidad de su papado, ofreciéndole a la Iglesia su producción teológica y pastoral, mientras los cardenales de la curia se enfrentaban entre sí y el gobierno pontificio se desmoronaba.