A L LECTOR .— Te presento en estas páginas, amable lector, el relato de un período singular de mi vida: teniendo en cuenta el uso que le doy, confío en que resultará no sólo un relato interesante, sino también útil e instructivo en grado sumo. Con esa esperanza lo he redactado: y ésa ha de ser mi disculpa por romper la delicada y honorable reserva que a casi todos nos refrena a la hora de exponer en público nuestros errores y debilidades. De hecho, nada repugna tanto a los sentimientos de los ingleses como el espectáculo del ser humano que impone a nuestra observación sus llagas o cicatrices morales y desgarra esa «envoltura de decoro» con que el tiempo, o la permisividad ante la fragilidad humana, puede haberlas cubierto; por consiguiente, la mayor parte de nuestras confesiones (es decir, las confesiones espontáneas y extrajudiciales) proceden de personas de dudosa reputación, aventureros o timadores: y si queremos encontrar algún acto de autohumillación gratuito procedente de aquellos que supuestamente aceptan la sociedad decente y respetable, hemos de acudir a la literatura francesa, o a esa parte de la alemana que está manchada con la sensibilidad espuria e imperfecta de la francesa. Hasta tal punto lo creo, y tanto me desasosiega que me reprochen esta manera de pensar, que durante muchos meses he vacilado sobre la conveniencia de que estas páginas, o cualquier otra parte de mi relato, apareciera en público antes de mi muerte (cuando, por muchas razones, se publicará en su totalidad): y no me he decidido a dar este paso hasta después de haber sopesado con cierta desazón los motivos a favor y en contra.
Existe un instinto natural que provoca que la culpa y el dolor se arredren ante la idea de aparecer en público: prefieren la intimidad y la soledad: incluso cuando escogen una tumba, a veces se apartan de las zonas más pobladas del cementerio, como si declinaran la compañía de la gran familia humana, y desearan (en el conmovedor idioma del señor Wordsworth)
humildemente expresar
una soledad penitente.
Y en general, y en interés de todos nosotros, bien está que sea así: tampoco querría yo, por voluntad propia, desdeñar sentimientos tan saludables; y tampoco querría menoscabarlos de palabra ni de obra. Pero, por una parte, como la acusación que hago en mi contra tampoco equivale a una confesión de culpa, es posible que, de ser así, el beneficio que extrajeran los demás del relato de una experiencia adquirida a un precio tan elevado pudiera compensar, con exageradas creces, cualquier violación de los sentimientos a que me he referido y justificar haber roto esa regla general. La debilidad y el sufrimiento no implican necesariamente culpa. Se acercan o alejan de las sombras de esa oscura alianza en proporción a los probables motivos y perspectivas del infractor, y las paliaciones, conocidas o secretas, de la infracción: en proporción a la fuerza que tuvieron las tentaciones en un primer momento y a la resistencia que, con actos o esfuerzos, se presentó hasta el final. Por mi parte, puedo afirmar, sin quebranto de la verdad ni el pudor, que mi vida ha sido, por lo general, la de un filósofo: desde mi nacimiento fui una criatura intelectual: e intelectuales han sido en el sentido más elevado mis actividades y placeres, incluso en mi época de colegial. Si consumir opio es un placer sensual, y si debo confesar que me entregué a él hasta un exceso todavía no confesado por ningún hombre, no es menos cierto que he luchado contra su fascinante sometimiento con un celo religioso, y que finalmente he conseguido algo que jamás he oído atribuido a ningún otro hombre: desembarazarme de casi todos los eslabones de esa cadena maldita que me sujetaba. Se puede deducir con toda justicia que esa reconquista de mi voluntad compensa cualquier autocomplacencia que hubiera podido cometer antes. Y tampoco quiero insistir en que, en mi caso, la reconquista de voluntad fue incuestionable, mientras que la autocomplacencia se abre a la incertidumbre de la casuística, pues ese nombre puede extenderse a actos destinados al mero alivio del dolor o restringirse a otros dirigidos simplemente a provocar el placer.
No reconozco ninguna culpa, por tanto; y si lo hiciera es posible que escribiera igualmente este acto de confesión, a fin de que pueda ser de utilidad a todo tipo de comedores de opio. Pero ¿quiénes son? Lector, lamento decirte que son muy numerosos. Es algo de lo que quedé convencido hace algunos años, al calcular el número existente en un sector reducido de la sociedad inglesa (el de los hombres distinguidos por su talento o por su eminencia) de personas que, sabía yo de manera directa o indirecta, comía opio: como por ejemplo, el elocuente y benevolente…, difunto deán de…; lord…; el señor…, filósofo; un difunto subsecretario de Estado (que me describió la sensación que por primera vez lo impulsó a tomar opio con las mismísimas palabras que el deán de…, a saber, «que sentía como si unas ratas le royeran y erosionaran las paredes del estómago»); el señor…; y muchos otros, apenas menos conocidos, que sería tedioso mencionar. Ahora bien, si un solo sector, comparativamente tan reducido, podía aportar docenas de casos (y limitándome a los que yo conocía personalmente), era natural inferir que toda la población de Inglaterra proporcionaría un número proporcional. No obstante, dudé de la solidez de esta inferencia hasta que algunos hechos me demostraron que no andaba desencaminado. Mencionaré dos. 1: Tres respetables farmacéuticos londinenses, en barrios muy distantes, a los que dio la casualidad de que recientemente había comprado pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que el número de comedores de opio aficionados (tal como yo los denomino) era en aquella época inmenso; y que la dificultad de distinguir a esas personas, que, tras haber adquirido el hábito, no podían pasar sin él, de los que lo comparaban con vistas a suicidarse, les provocaba diariamente preocupaciones y disputas. Esto tan sólo por lo que se refiere a Londres. Pero 2: (cosa que probablemente sorprenderá aún más al lector), hace unos años, pasando por Manchester, varios fabricantes de tejidos de algodón me informaron de que sus trabajadores estaban adquiriendo rápidamente la práctica de consumir opio, hasta el punto de que los sábados por la tarde los mostradores de los farmacéuticos estaban cubiertos de píldoras de uno, dos o tres granos, en previsión de la demanda de la tarde. El motivo inmediato de esa práctica era la escasez de los salarios, que en aquella época no les permitía comprar cerveza ni licores. Se podría pensar que dicha práctica cesaría con un aumento de los salarios, pero como no estoy dispuesto a creer que ningún hombre, tras haber probado el lujo divino del opio, se rebaje posteriormente a los toscos y mortales goces del alcohol, doy por sentado que
Comen ahora quienes nunca comieron;
y comen ahora más quienes siempre comieron.
Los fascinantes poderes del opio los admiten incluso los escritores de libros médicos, que son sus mayores enemigos: así, por ejemplo, Awsiter, boticario del hospital de Greenwich, en su Ensayo sobre los efectos del opio (publicado en 1763), cuando intenta explicar por qué Mead no se había mostrado lo bastante explícito acerca de las propiedades, antídotos, etc., de esa droga, se expresa en estos términos misteriosos (Φωναντα ơυvετοîσι) [dichos «que apelan a los sabios»]: «quizá consideraba que era un tema de naturaleza demasiado delicada para divulgarlo; y que, como mucha gente podría utilizarlo de manera indiscriminada, serían necesarios dicho temor y cautela para evitar que experimentaran los amplios poderes de esta droga: pues posee muchas propiedades que, si se conocieran de manera universal, convertirían su uso en algo habitual, y su demanda entre nosotros sería mayor que entre los propios turcos »: y añade que «dicho conocimiento podría acabar resultando una auténtica desgracia». No coincido del todo en lo ineludible de su conclusión: pero sobre ese punto tendré ocasión de hablar al final de mis confesiones, donde le presentaré al lector la moraleja de mi relato.