El progreso de la religión cristiana, las opiniones, costumbres, número y estado de los primitivos cristianos
Importancia de la investigación y sus dificultades
Una investigación sincera, aunque racional, del progreso y establecimiento del cristianismo debe ser considerada como una parte muy esencial de la historia del Imperio Romano. Mientras esa gran organización fue amenazada por una abierta violencia y socavada por una lenta decadencia, una religión pura y humilde se insinuó suavemente en los ánimos de los hombres, creció en el silencio y el anonimato, obtuvo nueva energía de la oposición y finalmente levantó la bandera triunfante de la cruz en las ruinas del Capitolio. La influencia del cristianismo no se ciñó al período o a los límites del Imperio Romano. Después de una revolución de trece o catorce siglos, esa religión es aún profesada por las naciones de Europa, la parte más distinguida del género humano en artes, conocimiento y armas. Mediante la industria y el celo de los europeos ha sido ampliamente difundida por las costas más lejanas de Asia y África y por medio de sus colonias se ha establecido firmemente desde Canadá a Chile, en un mundo desconocido por los antiguos.
Pero esta investigación, aunque útil y entretenida, va acompañada de dos dificultades distintas. Los escasos y sospechosos materiales de la historia eclesiástica apenas nos capacitan para disipar la nube oscura que está suspendida sobre la primera época de la Iglesia. La gran ley de la imparcialidad nos obliga muy a menudo a revelar las imperfecciones de los maestros y creyentes del Evangelio faltos de inspiración y, para un observador descuidado, sus faltas parecen proyectar una sombra sobre la fe que profesaban. Pero el escándalo del cristiano piadoso y el triunfo falaz del infiel cesarían una vez que recordaran no solamente por quién sino además para quién fue dada la Revelación divina. El teólogo puede complacerse en la agradable tarea de describir cómo la religión descendió del cielo, formada en su pureza original. Un deber más triste se impone al historiador. Tiene que descubrir la mezcla inevitable de error y corrupción que contrajo durante una larga permanencia sobre la tierra, entre una raza de seres débiles y degenerados.
Cinco causas del progreso del cristianismo
Nuestra curiosidad nos impulsa a preguntar mediante qué medios la fe cristiana obtuvo una victoria tan señalada sobre las religiones establecidas de la tierra. A esta pregunta se le puede dar la obvia, aunque satisfactoria respuesta, de que fue debida al convincente testimonio de la doctrina misma y a la dirigente providencia de su gran autor. Pero como la verdad y la razón rara vez encuentran un adecuado recibimiento en el mundo y como la sabiduría de la Providencia consiente frecuentemente en utilizar las pasiones del corazón humano y las circunstancias generales de la humanidad como instrumentos para ejecutar su propósito, debemos permitirnos todavía preguntar, aunque con apropiada sumisión, no cuáles fueron las primeras, sino cuáles fueron las causas secundarias del rápido progreso de la Iglesia cristiana. Tal vez parecerá que dicho progreso fue favorecido y ayudado por las cinco causas siguientes: I.- El celo inflexible e intolerante, si podemos usar la expresión, de los cristianos, sacado, eso sí, de la religión judía, pero purificado del estrecho e insociable espíritu que, en vez de invitar, había impedido a los gentiles abrazar la ley de Moisés. II.- La doctrina de una vida futura, mejorada con toda circunstancia adicional que pudiera dar peso y eficacia a esa importante verdad. III.- Los poderes milagrosos atribuidos a la Iglesia primitiva. IV.- La moral pura y austera de los cristianos. V.- La unión y disciplina de la república cristiana, que formó gradualmente un estado independiente y próspero en el corazón del Imperio Romano.
Primera causa: El celo inflexible e intolerante de los cristianos
Ya hemos descrito la armonía religiosa del mundo antiguo y la facilidad con que diferentes naciones, incluso hostiles, aceptaron, o al menos respetaron, sus mutuas supersticiones. Pero un pueblo singular rechazó unirse al intercambio común de la humanidad. Los judíos, que, bajo las monarquías asiria y persa, habían languidecido durante muchos siglos hasta ser la parte más despreciada de sus esclavos, emergieron de la oscuridad bajo los sucesores de Alejandro y, como se multiplicaron de un modo sorprendente en el este y después en el oeste, pronto excitaron la curiosidad y la admiración de otras naciones. La hosca obstinación con que mantenían sus ritos y sus costumbres antisociales parecían señalarles como una especie distinta de hombres, que profesaban marcadamente o que ocultaban débilmente su implacable odio hacia el resto del género humano. Ni la violencia de Antíoco ni las arterías de Herodes ni el ejemplo de las naciones circunvecinas pudieron persuadir alguna vez a los judíos de mezclar las instituciones de Moisés con la elegante mitología de los griegos. Según las máximas de tolerancia universal, los romanos protegieron una superstición que despreciaban. El cortés Augusto consintió en dar órdenes para que se ofrecieran sacrificios por su prosperidad en el templo de Jerusalén, mientras que el más insignificante de la posteridad de Abraham, que hubiera tributado el mismo homenaje al Júpiter del Capitolio, habría sido objeto de aborrecimiento para él mismo y para sus hermanos. Pero la moderación de los vencedores era insuficiente para calmar los celosos prejuicios de sus súbditos, que estaban alarmados y escandalizados con las insignias del paganismo que introdujeron ellos mismos en una provincia romana. El insensato intento de Calígula de colocar su propia estatua en el templo de Jerusalén quedó desbaratado por la unánime resolución de un pueblo que temía mucho menos la muerte que una profanación tan idólatra. Su apego a la ley de Moisés era igual a su aborrecimiento de las religiones extranjeras. La corriente de celo y devoción, como era llevada por un estrecho canal, corría con la fuerza y algunas veces con la furia de un torrente.
Esta inflexible perseverancia, que parecía tan odiosa o tan ridícula al mundo antiguo, asume un carácter más terrible desde que la Providencia se ha dignado a revelarnos misteriosa la historia del pueblo escogido. Pero el apego devoto e incluso escrupuloso a la religión mosaica, tan manifiesto entre los judíos que vivieron bajo el segundo templo, comienza a ser todavía más sorprendente si se compara con la obstinada incredulidad de sus antepasados. Cuando la ley fue otorgada con estruendo en el monte Sinaí, cuando las olas del océano y el curso de los planetas se suspendieron por la conveniencia de los israelitas y cuando los premios y los castigos temporales fueron las consecuencias inmediatas de su piedad o desobediencia, reincidieron continuamente en la rebelión contra la visible majestad de su rey divino, colocaron los ídolos de las naciones en el santuario de Jehová e imitaron todas las fantásticas ceremonias que se practicaban en las tiendas de los árabes y en las ciudades de Fenicia. Como la protección del cielo fue merecidamente retirada de la desagradecida raza, su fe adquirió un proporcionado nivel de vigor y pureza. Los contemporáneos de Moisés y Josué habían contemplado con despreocupada indiferencia los milagros más asombrosos. Bajo la presión de todo desastre, la creencia de esos milagros ha conservado a los judíos de un período posterior del contagio general de la idolatría y, en contradicción con todo principio de conocimiento de la mente humana, aquel pueblo singular parece haber dado un consentimiento más fuerte y rápido a las tradiciones de sus antepasados remotos que al testimonio de sus propios sentidos.