C APÍTULO I
DEL ANIMAL DOMESTICADO
AL ANIMAL REDUCIDO
Tras la catástrofe: memoria y renacimiento
Llegado Solón, «el más sabio de entre los siete sabios», a la ciudad egipcia de Sais, un sacerdote ya anciano le explica las razones por las cuales Egipto tiene supremacía sobre Grecia, pese a estar amenazados ambos países por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. Pues hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia tiene enormes consecuencias.
La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues sólo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose de la calamidad causada por las aguas, la gravedad depende de si éstas descienden torrencialmente o, como en Egipto, es producida por el desbordar de un gran río. Pues en el segundo caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. Y así, cuando las aguas descienden y los supervivientes en las cimas montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo.
Así pues, mientras la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar del Nilo preserva en Egipto lo esencial, en Grecia la torrencial destrucción cíclica hace que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar de cero: «Solón, Solón, eternos niños sois los griegos... Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo», son las palabras que dirige a Solón el sacerdote, según nos cuenta Platón en el diálogo cosmológico Timeo.
Cuando, en 1831, Darwin se embarca en misión de naturalista para el viaje alrededor del mundo que le conduciría al descubrimiento de fósiles de especies desconocidas, la teoría oficial seguía siendo que las especies, una vez surgidas (en un acto que sólo podía ser considerado como creación), permanecían sin cambios. Obviamente, más de un observador de la naturaleza era secretamente escéptico, pero téngase en cuenta que el propio Darwin (ya inevitablemente presa de interrogantes, en razón de haber observado la selección artificial en la cría de animales) aceptaba sin excesivos remilgos la ortodoxia. Sin embargo, los naturalistas sabían que ciertas especies habían desaparecido. ¿Cómo hacer compatibles ambas cosas? La hipótesis de las catástrofes (defendida concretamente por el naturalista francés Georges Cuvier) era un recurso: a intervalos, un cierto número de especies eran aniquiladas como resultado de un violento cataclismo, pero la diversidad de la vida se mantenía porque, como resultado de un nuevo acto de creación, otras especies completamente distintas las sustituían. El mito de las catástrofes cósmicas parece así ser una suerte de constante antropológica que reviste los más variados aspectos, siendo en ocasiones combinado con tentativas de aproximación a la sensibilidad científica.
Pero ateniéndose a los relatos de carácter indiscutiblemente mítico, y cuya fuerza radica fundamentalmente en el vigor literario, no todos presentan la catástrofe como cíclica, y cuando así es, no siempre le atribuyen las consecuencias devastadoras para el orden natural que hemos visto en el texto de Platón. Pues aun en el mayor de los diluvios, cubriendo el agua incluso las más elevadas cumbres y arrasando toda vida que quede a la intemperie, la conservación de las especies amenazadas es posible, a condición de que entre ellas se encuentre esa especie singular que, por su capacidad de efectuar razonamientos, es susceptible de baremar los efectos de la catástrofe (además de intuir su inminencia, como lo hacen los representantes de otras especies) y, por su capacidad de forjar cosas que la naturaleza no depara por sí misma, es susceptible de paliar la intensidad de tales efectos, o al menos hacer reversibles sus consecuencias:
«Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches.»
El diluvio, que abolía la diferencia entre el desierto y sus oasis, habría hecho desaparecer toda vida reconocible si Noé, inspirado por su dios pero considerado loco por los hombres, no hubiera construido pacientemente, a lo largo de ciento veinte años, su arca en el desierto y dado cobijo en ella a representantes de especies animales. Vale la pena detenerse con cierto detalle en este aspecto, no sin antes una precisión que evitará equívocos.
Uno de los pocos libros que Charles Darwin lleva consigo en el Beagle es el entonces recientemente publicado primer volumen de su mentor en Cambridge, Charles Lyell, Principios de Geología. Es de señalar que trece años más tarde, en 1844, es el propio Lyell quien le animaría a dar a sus notas de viaje la forma de ese libro abismal que es El origen de las especies. El tratado de Lyell tenía para muchos un carácter subversivo, en razón sobre todo de que desafiaba una convicción anclada:
Habiendo indicios de acontecimientos geológicos ocurridos centenares de millones de años atrás, la Tierra no podía haber sido creada por Dios hace seis mil años. Por otro lado, a lo largo de estos siglos la lluvia, el viento, erupciones volcánicas, temblores de tierra, etcétera, habían determinado la actual repartición entre mares y continentes, la forma de las cadenas montañosas, el trazado de los grandes ríos o la ubicación de sus fuentes, de tal modo que el gran diluvio no podía ser la causa de la hoy visible configuración de la Tierra, fiel en grandes rasgos a lo contemplado por Noé tras la retirada de las aguas.
Marcando el sendero que seguirá Darwin, Charles Lyell sustituye un relato mítico por hipótesis científicas. Nosotros somos hijos de Lyell y Darwin, pero también somos hijos del mito bíblico, en la medida misma en que lo tomamos como tal, no como un competidor de la explicación científica, ni como un refugio para paliar sus corolarios, concretamente por lo que se refiere a la finitud del hombre. En 1831 la competición del relato bíblico con la ciencia era aún posible, precisamente porque la teoría de la evolución de las especies naturales no estaba conceptualmente asentada, y, en ausencia de concepto, una metáfora o la concatenación de expedientes literarios que traban un mito, ya es mucho, incluso como elemento de explicación. Cierto es que la narración sigue aún funcionando como expediente para no asumir la finitud, en ocasiones de forma casi vergonzante, usando un barniz de cientificidad (la teoría del llamado «designio inteligente» es uno de los disfraces), que traiciona de hecho el auténtico valor, el que le confiere simplemente su dignidad literaria, gracias a la cual lo que fue designado como