En 2008 Diego Armando Maradona tomó la temeraria decisión de dirigir a la selección argentina. Un país contuvo el aliento ante lo que podía ser el descalabro de su favorito.
El Dios de los pies pequeños dio nuevos argumentos a los comentaristas, hartos de analizar el abductor lesionado de un defensa o el costoso fichaje de un delantero.
Puesto en entredicho por sus intoxicaciones, Maradona es la droga que el futbol necesita para despertar. A diferencia de la mayoría de sus colegas argentinos, que al jubilarse administran una parrilla de carnes, el 10 albiceleste no ha dejado de buscar retos ni problemas. Su prodigiosa historia dentro de los estadios ha sido una telenovela fuera de ellos.
Nunca un pie izquierdo ha sido tan relevante, lo cual lleva a pensar si en verdad se trata de un ser humano. «Diego es un extraterrestre», ha dicho su hermano menor.
Su gracia para engañar a los rivales como quien les hace un favor, lo convirtió en futbolista de fábula. Pero Maradona tenía algo más: la magnética condición del ídolo. Conservó el aire de jugador de ba rrio peleado con los peines, que incluso de esmoquín parece a punto de matar un balón con el pecho. Fue el líder ideal de los descastados del futbol. Sus mayores triunfos ocurrieron en escuadras en perfecto estado de desprestigio. Llegó al Nápoles cuando el equipo había olvidado lo que significaba comer los tallarines del triunfo y lo llevó a conquistar el scudetto con la afrentosa seguridad del individualista que cambia a una tribu. Lo mismo ocurrió cuando se convirtió en capitán de la selección que dirigía Bilardo; nadie creía en ese equipo tosco que parecía haber olvidado que Argentina patentó el dribling . Pero los tiempos de la Copa del Mundo son extraños: la anticipación de la contienda dura cuatro años; la hazaña dura siete partidos. En sus bíblicas siete jornadas de México 86, Maradona hizo que una Argentina de relativa jerarquía fuera invencible.
Después de los triunfos vinieron los estertores de una vida que no se resuelve sobre el césped. Sobredosis. Gordura. Alegatos de paternidad. Pruebas de ADN . Dopaje. Derroche económico. Fanatismo castrista. Llanto público. Peligro de muerte.
Dotado de una resistencia física excepcional, sobrevivió a su dieta de excesos y tuvo el temple para aceptar sus errores y reinventarse como conductor de televisión. Su temperamento adictivo lo llevó a probar numerosos modos de salir de escena. Todos condujeron a inesperados regresos a la escena.
En noviembre de 2008 me reuní en el periódico La Nación , de Buenos Aires, con Daniel Arcucci, coautor del apasionante libro Yo soy el Diego… de la gente . Después de años de seguir una vida con los altibajos de un electrocardiograma, Arcucci ve el destino del zurdo de este modo: «Diego se mueve por ciclos; cuando parece liquidado se recupera y vuelve a la cima. Esto siempre ha sido así. La primera vez que dijo que se iba del futbol fue ¡en 1977! Ha estado harto muchas veces. Lo que ha cambiado es que estos ciclos se han vuelto más breves. Antes pasaban años entre los éxitos y los fracasos, ahora los cambios son de un día para otro».
Maradona ha sido un caso de bipolaridad extrema: la fascinación que ejerce se debe en buena medida a su condición de triunfador autodestructivo. Según advierte Arcucci, los años han intensificado la forma en que sube y baja. Lejos de los rigores del entrenamiento, queda a merced de su voluntad para evitar las tentaciones de una sociedad que promete placeres instantáneos a quienes cuentan con crédito suficiente.
La mayoría de los argentinos vio la aventura con un temor que no derivaba de la inexperiencia del jugador para entrenar, sino del daño que podía hacerse a sí mismo. Era como si la estatua de San Martín cabalgara de pronto rumbo a una batalla desigual.
El Dios decidió jugar con fuego. El rendimiento de Argentina en la fase clasificatoria fue inestable. El equipo calificó a Sudáfrica con penurias excesivas. Emocionado por este logro menor, Diego confundió el orgullo con la venganza e invitó a los periodistas enemigos a practicar el sexo oral.
Ya en territorio africano, reinventó su imagen. Apareció de traje al borde del campo, con una cuidada barba de pastor protestante y un rosario de pope ortodoxo en la mano. El hombre que tantas veces se ha referido a su colega en las alturas como «el Barbas» o «el verdade ro Dios», se presentaba como un clérigo sereno, en espera de que Lionel Mesías hiciera los milagros.
Sin otra credencial que su pasión por el juego que contribuyó a reinventar, Maradona se sometió una vez más al tribunal de la mirada. Una y otra vez el ídolo que parece aniquilado ha vuelto del más allá. Hace unos diez años, resucitó en el cielo provisional de la televisión. Cuando parecía serenarse en calidad de abuelo y se disponía a enseñarle a chutar al bebé que su hija tuvo con el Kun Agüero, volvió a sentir la tentación de abismo.
Acaso su mayor error en Sudáfrica fue pensar que Messi podía asumir dentro del campo un liderazgo que nunca ha querido ejercer y que a él le bastaba con besarlo y abrazarlo al término del partido para contagiarle sentimentalmente su talento. El futbol es tan raro que podría haber sido campeón de esa manera. Ganó con autoridad los primeros partidos pero tuvo la mala suerte de enfrentar a una Alemania en estado de gracia que se derrumbó al siguiente juego, contra España. La decepción de la albiceleste no fue mayor a la que produjo en el Mundial de 2002, al que llegó con calificaciones impecables bajo la dirección de Marcelo Bielsa. Pero de Diego siempre se espera algo más.
Como el Inmortal que imaginó Borges, ha buscado en vano el río cuyas aguas conceden la mortalidad. Los desastres no lo han acercado a la condición común de sus congéneres; por el contrario, han demostrado su imposibilidad de aniquilarse.
Diego se arriesgó en todas las zonas donde ondean las banderolas del peligro. Le convendría tener un doble de riesgo que lo representara en ciertas secuencias de su vida, pero no ha nacido quien lo sustituya. Jugó a matarse de tantos modos que convirtió la supervivencia en una épica de larga duración. Ni siquiera Keith Richards se le compara: hubo un tiempo en que el guitarrista de los Stones encabezaba todas las listas de fallecimientos célebres a punto de ocurrir; su piel se convirtió en la de un saurio antediluviano, una reliquia de Babilonia o una momia con arrugas cuneiformes, pero se salvó. Aunque nos asombra que esté vivo, sabemos que ya no meterá los dedos en un contacto eléctrico. Los peligros son parte de su arqueología, un souvenir de otra época, semejante a su anillo de calavera. En cambio, Diego cumplió cincuenta años en 2010 como alguien a quien la salud le sirve de molestia. Doctorado en técnicas autodestructivas, fue el sujeto ideal para anunciar a una compañía de seguros.
Cuando Dios dispara contra sí mismo tiene el pulso firme de los seres sobrenaturales, pero sus balas son de salva.
El delantero Martín Palermo pertenece a la categoría de los que ignoran que el desastre es posible. No tenía aptitudes obvias para un oficio que en Argentina es patrimonio de virtuosos, pero la evidencia nunca le preocupó demasiado.
Le decían el Loco por sus cortes de pelo desteñidos, inspirados en la estética de su amigo Zeta Bosio, bajista de Soda Stéreo. Sin embargo, el apodo también definía los pensamientos que surgían bajo sus pelos amarillos. Con el tiempo, también merecería el mote de Titán (nunca ajeno a la grandilocuencia, lo escogió para titular su autobiografía).
Demasiado corpulento para ser un estilista y demasiado inventivo para ser un simple cazagoles, el Titán Loco ignoró la lógica.
Debutó en 1992 con Estudiantes de la Plata, pero su club decisivo fue Boca Juniors, donde jugó hasta 2011. La academia del toque don de han dictado cátedra Maradona, Rattín, Tarantini, Pernía y Riquel me, aceptó con reticencia al gladiador. Su tocayo Martín Caparrós, autor de la biografía del equipo ( Boquita ), lo vio con desconfianza. El delantero con físico de estibador jugaba para la controversia. Sabía ser bueno y malo al mismo tiempo.
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