Juan Villoro - Balón dividido
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- Libro:Balón dividido
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
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Balón dividido: resumen, descripción y anotación
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Sin apartarse del principio conductor de Dios es redondo —«el futbol es la recuperación de la infancia»—, los retratos y las crónicas de Balón dividido abarcan a las figuras recientes del balompié actual —Piqué, Messi, Pep Guardiola, Cristiano Ronaldo, los hermanos Boateng— y, entre extraordinarias conexiones con la literatura, la historia y la psicología, como Juan Villoro nos ha acostumbrado, calienta el ambiente para los numerosos y encendidos debates que el futbol siempre concede, sobre todo en años mundialistas.
- ¿De qué manera las dificultades entre idiomas condujeron a la invención de las tarjetas con que los árbitros dictan sentencia?
- ¿Puede un balón tardar meses en llegar a su destino?
- ¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?
- ¿Cuál es la función secreta de cada uno de los cuatro silbantes en un partido?
- ¿Cómo intervino Javier Aguirre en la mediocre actuación del Tri en Sudáfrica 2010?
- ¿Es posible que dos jugadores en épocas distintas anoten del mismo modo el mejor gol de todos los tiempos?
- ¿Juegan futbol los muertos?
Juan Villoro
ePub r1.0
Titivillus 30.01.16
Título original: Balón dividido
Juan Villoro, 2014
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
El 12 de junio de 2011 llegue al paralelo 38 para revisar la zona desmilitarizada que divide a corea del sur y Corea del Norte. La tierra de nadie es la franja donde crece la vegetación y prospera la fauna silvestre. A lo lejos se distingue las casetas de vigilancia de un mundo próximo y rigurosamente extraño. En la cerca del lado sur hay papeletas con consignas de paz y reunificación. Casi todas son colocadas ahí por escolares. Escogí un al azar y le pedí a mi interprete de la tradujera.
Quiero jugar futbol con un niño de Corea del Norte, decía el mensaje. Recordé una socorrida expresión de los cronistas de futbol: balón dividido. El placer elemental por el juego había llegado a la frontera más vigilada del mundo.
Disputar una pelota es una peculiar forma de estar unidos. Las historias de este libro surgen de esa imprescindible tensión.
En la tierra de nadie, el cronista aguarda el momento en que los adversarios muestren que uno no existe sin el otro.
JUAN VILLORO (Ciudad de México, 24 de junio de 1956), escritor y periodista mexicano. Su padre fue el filósofo Luis Villoro. Estudió sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Aficionado al rock, condujo el programa radiofónico El lado oscuro de la luna en Radio Educación entre 1977 y 1981, y fue agregado cultural en la Embajada de México en la República Democrática Alemana, viviendo en Berlín Oriental hasta 1984.
Colaborador en numerosos medios como Vuelta, Nexos, Proceso, Cambio, Unomásuno y La Jornada, en esta última dirigió el suplemento La Jornada Semanal entre 1995 y 1998.
También fue profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor invitado en las universidades de Yale, de Boston, Pompeu Fabra y de Princeton.
En 1991 publicó su primera novela El disparo de argón. Sin embargo su mayor éxito de público era como escritor para niños, hasta que en 2004 apareció El testigo, con la cual obtuvo el Premio Herralde, otorgado por la Editorial Anagrama.
Obtuvo el premio Cuauhtémoc de traducción en 1988 y el Premio Xavier Villaurrutia en 1999.
Otras obras representativas son: el libro de crónicas Tiempo transcurrido (1986); las novelas El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1997); los cuentos El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), La alcoba dormida (1992), Autopista sanguijuela (1998) y La casa pierde (1999); ensayos: Los once de la tribu (1995) y Efectos personales (2000); y relatos infantiles: Las golosinas secretas (1985), El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1992) y Baterista numeroso (1997).
Vive entre México y España, donde reside en Barcelona y enseña literatura en la Universidad Pompeu Fabra.
El fútbol depende del tiempo, los noventa minutos del partido y los que regala o inventa el árbitro, la duración de la temporada, los mundiales, la Champions. Fechas, cronologías, momentos que ordenan nuestras vidas.
También los libros se terminan, con la diferencia de que no se sabe si habrá otro.
Concluyo este viaje con una anécdota de clausura. Durante el Mundial de Alemania 2006 hice comentarios para la televisión mexicana. Nos instalamos en las afueras de Múnich, donde se encuentra el principal centro de transmisiones de Alemania.
Después de cubrir la final en el Estadio Olímpico de Berlín, regresamos en un vuelo chárter para hacer los últimos comentarios en la madrugada europea, diez de la noche en México.
A eso de las siete de la mañana salí del estudio. Los pasillos que habían estado atiborrados de gente eran recorridos por empleados que enrollaban alfombras y desmontaban mamparas. Un aire de mudanza y cosas acabadas.
No había dormido en toda la noche pero tenía una extraña sensación de recompensa, la de haber superado un trabajo en un medio que no es el mío. Alemania 2006 comenzaba a ser una forma del recuerdo, aunque todavía me quedaba un día en el país.
Fui a la parada de los camiones pensando en los pendientes de última hora, los regalos para mis hijos, el museo que aún no visitaba.
Un autobús se detuvo frente a mí sin que yo le hiciera la parada. Vi el letrero que llevaba al frente: no era mi ruta.
El conductor abrió la puerta y preguntó:
—¿A dónde va?
Era un árabe que hablaba alemán con fuerte acento. Su autobús estaba completamente vacío. Dije el nombre de mi hotel.
—Yo lo llevo.
Como buen alumno del Colegio Alemán, aclaré que mi hotel estaba fuera de su ruta.
—No importa.
Subí a bordo.
—¿Qué le pareció el Mundial? —preguntó.
El fútbol provoca muchas cosas, entre otras, que en el país más disciplinado de la Tierra un camión abandone su trayectoria para que un árabe le haga un favor a un mexicano mientras hablan de jugadores.
No siempre es malo que las cosas se terminen: la Odisea sirve para volver a casa.
No es por presumir, pero me llevo bien con la derrota. El mérito no es mío sino del fútbol mexicano. Si nuestra alegría dependiera del marcador seríamos profesionales de la tristeza. Los resultados adversos y los goles fallados a un metro de la portería nos han acostumbrado a disfrutar del juego sin pedirle demasiado a la diosa Fortuna.
Cuando un seleccionado nacional anota un gol de tijera, como la que Negrete logró en el Mundial de 1986 o la que Raúl Gutiérrez cuajó a unos segundos de que terminara un partido de eliminatoria en 2013, decimos que se trata de una jugada de «otro partido», muy distinto al que se disputa en ese momento en el Estadio Azteca.
Nuestro grito de guerra, «¡Sí se puede!», es un recordatorio de que los nuestros casi nunca han podido. De acuerdo con el doctor Johnson, el que se vuelve a casar demuestra «el triunfo de la esperanza sobre la experiencia». Lo mismo define al aficionado mexicano. Su fe en el equipo no proviene de la realidad sino de la zona de las promesas incumplidas. La victoria es para nosotros un milagro. Si ocurre, lo celebramos en el Ángel, estatua que representa a un cartero del cielo; si no ocurre, descubrimos que lo importante no era ganar sino echar desmadre juntos.
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