P REFACIO
En la gran recesión que comenzó en 2008, millones de personas en Estados Unidos y en todo el mundo perdieron sus hogares y sus empleos. Muchos otros padecieron la angustia y el miedo de que les ocurriera lo mismo, y casi todos los que habían ahorrado dinero para su jubilación o para la educación de un hijo vieron cómo esas inversiones menguaban hasta reducirse a una fracción de su valor. Una crisis que comenzó en Estados Unidos muy pronto se hizo global, a medida que decenas de millones de personas en todo el mundo perdían sus empleos —20 millones sólo en China— y decenas de millones caían en la pobreza.
No es eso lo que cabía esperar. La teoría económica moderna, con su fe en el libre mercado y en la globalización, había prometido prosperidad para todos. Se suponía que la tan cacareada Nueva Economía —las sorprendentes innovaciones que marcaron la segunda mitad del siglo XX , incluyendo la desregulación y la ingeniería financiera— iba a hacer posible una mejor gestión de los riesgos, y que traería consigo el final de los ciclos económicos. Si la combinación de la Nueva Economía y de la teoría económica moderna no había eliminado las fluctuaciones económicas, por lo menos las estaba moderando. O eso nos decían.
La Gran Recesión —a todas luces la peor crisis económica desde la Gran Depresión de hace setenta y cinco años— ha hecho añicos esas ilusiones. Nos está obligando a replantearnos unas ideas muy asentadas. Durante un cuarto de siglo han prevalecido determinadas doctrinas sobre el mercado libre: los mercados libres y sin trabas son eficientes; si cometen errores, los corrigen rápidamente. El mejor gobierno es un gobierno pequeño, y la regulación lo único que hace es obstaculizar la innovación. Los bancos centrales deberían ser independientes y concentrarse únicamente en mantener baja la inflación. Hoy, incluso el gurú de esa ideología, Alan Greenspan, presidente de la Junta de la Reserva Federal durante el periodo en que prevalecieron esas ideas, ha admitido que había un fallo en su razonamiento; pero su confesión llegaba demasiado tarde para los muchos que han sufrido a consecuencia de ello.
Este libro trata sobre una batalla de ideas, sobre las ideas que condujeron a las políticas fracasadas que precipitaron la crisis, y sobre las lecciones que extraemos de ella. Con el tiempo, toda crisis se acaba. Pero ninguna crisis, sobre todo una de esta gravedad, pasa sin dejar un legado. El legado de 2008 incluirá nuevas perspectivas acerca del inveterado conflicto sobre el tipo de sistema económico que con mayor probabilidad proporciona los máximos beneficios. Puede que la batalla entre el capitalismo y el comunismo haya terminado, pero las economías de mercado tienen muchas modalidades, y la competición entre ellas sigue siendo feroz.
Yo creo que los mercados son la base de cualquier economía próspera, pero que no funcionan bien por sí solos. En ese sentido, estoy en la tradición del celebrado economista británico John Maynard Keynes, cuya influencia domina el estudio de la teoría económica moderna. Es necesario que el gobierno desempeñe un papel, y no sólo rescatando la economía cuando los mercados fallan y regulándolos para evitar el tipo de fracasos que acabamos de experimentar. Las economías necesitan un equilibrio entre el papel de los mercados y el papel del gobierno, con importantes contribuciones por parte de las instituciones privadas y no gubernamentales. En los últimos veinticinco años, Estados Unidos ha perdido ese equilibrio, y ha impuesto su perspectiva desequilibrada en países de todo el mundo.
Este libro explica cómo las perspectivas erróneas condujeron a la crisis, dificultaron que los principales responsables de la toma de decisiones en el sector privado y los responsables de la política del sector público pudieran ver los acuciantes problemas, y cómo contribuyeron al fracaso de los responsables de la política a la hora de gestionar eficazmente las catastróficas consecuencias. La duración de la crisis dependerá de las políticas que se apliquen. De hecho, los errores ya cometidos tendrán como consecuencia que la crisis económica sea más prolongada y profunda de lo que habría sido en otras circunstancias. Pero gestionarla es sólo mi primera preocupación; también me preocupa el mundo que surgirá después de la crisis. No volveremos ni podemos volver al mundo tal y como era anteriormente.
Antes de la crisis, Estados Unidos, y el mundo en general, afrontaban muchos problemas, de los que la adaptación al cambio climático no era precisamente el menor. El ritmo de la globalización estaba imponiendo rápidos cambios en la estructura económica, forzando al máximo la capacidad de adaptación de muchas economías. Esos desafíos permanecerán, aumentados, después de la crisis, pero los recursos de que dispondremos para afrontarlos se verán enormemente reducidos.
La crisis llevará, espero, a cambios en el ámbito de las políticas y en el ámbito de las ideas. Si tomamos las decisiones adecuadas, no únicamente las convenientes desde el punto de vista político o social, no sólo haremos más improbable otra crisis, sino que tal vez incluso consigamos acelerar el tipo de innovaciones reales que mejorarían la vida de la gente en todo el mundo. Si tomamos las decisiones equivocadas, saldremos con una sociedad más dividida y con una economía más vulnerable a otra crisis, y peor equipada para afrontar los desafíos del siglo XXI . Uno de los cometidos de este libro es ayudarnos a comprender mejor el orden mundial posterior a la crisis que finalmente surgirá, y que lo que hagamos hoy ayudará a darle forma para bien o para mal.
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Cabría pensar que con la crisis de 2008 el debate sobre el fundamentalismo de mercado —la noción de que los mercados sin trabas pueden por sí solos asegurar la prosperidad y el crecimiento económico— se habría terminado. Cabría pensar que nadie, nunca más —o por lo menos hasta que los recuerdos de esta crisis se hayan perdido en un pasado remoto— argumentaría que los mercados se corrigen por sí mismos y que podemos confiar en el comportamiento en interés propio de los participantes en el mercado para asegurarnos de que todo funciona bien.
Aquéllos a quienes les ha ido bien con el fundamentalismo de mercado ofrecen una interpretación diferente. Algunos dicen que nuestra economía ha sufrido un «accidente», y los accidentes suceden. A nadie se le ocurriría sugerir que dejemos de utilizar el coche sólo porque de vez en cuando se produzca una colisión. Quienes sostienen esa posición desean que volvamos al mundo anterior a 2008 lo más rápidamente posible. Los banqueros no hicieron nada malo, afirman. Démosles a los bancos el dinero que piden, afinemos un poco la normativa, démosles a los reguladores unas cuantas charlas severas para que no permitan que personas como Bernie Madoff vuelvan a cometer fraudes impunemente, añádanse unos cuantos cursos más sobre ética en las escuelas de negocios, y saldremos de ésta en buena forma.
Este libro argumenta que los problemas están más profundamente asentados. A lo largo de los últimos veinticinco años, este instrumento supuestamente autorregulador, nuestro sistema financiero, ha sido rescatado en repetidas ocasiones por el gobierno. De la supervivencia del sistema extrajimos la lección equivocada: que funcionaba por sí solo. De hecho, nuestro sistema económico no había estado funcionando demasiado bien para la mayoría de estadounidenses antes de la crisis. A algunos les iba bien, pero no al estadounidense medio.