P RÓLOGO
H ace ahora un decenio que dejé mi apacible cátedra de Economía en Stanford (Estados Unidos) para mudarme a Washington, donde me incorporé al Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton, que más tarde presidiría. Había pasado el cuarto de siglo precedente ocupado en mis investigaciones sobre teoría y política económicas. Quería saber lo que pasa de verdad , ser un observador desapercibido. Claro que también quería ser algo más. Mi dedicación a la economía comenzó en los sesenta, esa década de derechos civiles y movimientos pacifistas. Supongo que quería cambiar el mundo, aunque no supiera cómo; y en tanto que académico, antes necesitaba entenderlo mejor.
Poco sospechaba cuánto acabaría aprendiendo. Para cuando dejé Washington —después de haber desempeñado cargos públicos durante todo el mandato del presidente Clinton, seguidos de otros de vicepresidente primero y economista jefe del Banco Mundial— muchas cosas habían cambiado: eran los tumultuosos pero felices años noventa, una década de negocios astronómicos y crecimiento desbocado. De todo ello dan fe las estadísticas. Pero, mientras empollaba el huevo del que nacería el presente libro, empecé a considerar otros tantos aspectos menos conocidos, o peor comprendidos. Un ejemplo: la recuperación de la recesión de 1991 parecía desafiar las enseñanzas impartidas en las facultades de Economía del mundo entero. La versión para consumo popular —difundida a bombo y platillo por parte del Gobierno Clinton— aseguraba que la recuperación se debía a la reducción del déficit público. No obstante, la teoría económica al uso establece que reducir el déficit empeora las economías en baja. Otro ejemplo: yo mismo, que he librado más de una batalla por la desregulación y la contabilidad, creo que, especialmente en cuanto a la desregulación bancaria, fuimos demasiado lejos. También hemos desperdiciado oportunidades de mejorar la contabilidad empresarial. Hablando más en general, los noventa marcaron el surgimiento de la que dio en llamarse Nueva Economía, caracterizada por unos incrementos de productividad que duplicaban, o triplicaban, lo conocido durante las dos décadas precedentes. La economía de la innovación había sido una de mis áreas de especialización en el campo académico; y era importante, o a mí me lo parecía, lograr un mejor entendimiento de las razones que provocaron un enorme descenso de la productividad en los setenta y ochenta, así como otras que explicaran el resurgir registrado en los noventa.
Pero antes de que pudiera escribir ese libro, los acontecimientos se adelantaron. La economía entró en recesión, demostrando de forma harto elocuente que las recesiones no eran ningún resabio del pasado. Los escándalos empresariales destronaron a los sumos sacerdotes del capitalismo norteamericano: daba la impresión de que los directores generales de algunas de las empresas más importantes de Estados Unidos se estaba lucrando a expensas de sus accionistas y empleados. La globalización —esto es, la mayor integración entre los países del mundo como consecuencia de la reducción en los costos de transportes y comunicaciones, por un lado, y de la supresión de barreras artificiales, por otro—, que tan recientemente se había saludado como el comienzo de un mundo nuevo, también parecía verse con malos ojos. La reunión de la Organización Mundial del Comercio celebrada en Seattle en 1999 tenía como fin ahondar en la apertura del mundo, bajo el liderazgo estadounidense; todo ello asociado al nombre de la ciudad en que se inauguró la globalización y sirviendo como recordatorio permanente de la contribución de Clinton al respecto. En lugar de lograr estos objetivos, la reunión acabó en disturbios protagonizados conjuntamente por ecologistas, proteccionistas y otros grupos preocupados por los efectos, a veces devastadores, que la globalización tenía sobre los más pobres, o por la ausencia de democracia que caracterizaba a las instituciones económicas globales.
El 11 de septiembre de 2001 nos mostró una cara aún más tenebrosa de la globalización: las mayores facilidades para la movilidad transfronteriza beneficiaban también al terrorismo. Y aunque las raíces de esta lacra sean complejas, resultaba evidente que la desesperación y los altos índices de desempleo imperantes en buena parte del mundo constituían un buen caldo de cultivo. Los felices noventa se desmadejaban bien pronto, antes incluso de que Clinton abandonara la Casa Blanca. Y la madeja arrojaba nuevas luces sobre lo que había ocurrido en esa década, acentuando la necesidad de reinterpretarla.
Resultó que este proyecto acabó enlazándose con otro: una de mis preocupaciones más recurrentes había sido determinar el papel del Estado en nuestra sociedad; más exactamente, en nuestra economía. Unos años antes de trasladarme a Washington, escribí un breve volumen titulado El papel económico del Estado [ed. esp. del Instituto de Estudios Fiscales, 1993], en el que intentaba delimitar cuáles serían los roles idóneos del Estado y los mercados, basándome tanto en las virtudes como en las flaquezas de ambos. Mi propósito era identificar algunos principios generales de lo que un Gobierno debe o no debe hacer. Después de observar uno de bien cerca durante ocho años, estaba listo para retomar el tema. La oportunidad se presentó con un estudio de los noventa: los éxitos del Gobierno Clinton eran, en parte, atribuibles a nuestros esfuerzos por restaurar un equilibrio entre las funciones del Estado y las del mercado que se había perdido durante la década de Reagan y Thatcher; ahora bien, nuestros fracasos —algunos de los cuales no se manifestarían hasta el final del decenio— eran parcialmente atribuibles a aquellas áreas donde no habíamos dado con el equilibrio correcto.
Se está ventilando una pugna ideológica entre quienes abogan por reducir al mínimo la intervención del Estado en la economía y quienes sostienen que el Gobierno debe asumir un papel importante, si bien limitado, no sólo para corregir las carencias y limitaciones del mercado, sino también para tender hacia un grado más alto de justicia social. Yo me cuento entre los segundos; y este libro pretende explicar por qué estoy convencido de que, aun cuando los mercados están en el centro del éxito de nuestra economía, si los dejamos funcionar solos, no siempre funcionan como debieran; por qué no son ninguna panacea y por qué el Gobierno siempre será un aliado relevante para ellos.
En consecuencia, este libro no se limita a rescribir la historia económica de los noventa, sino que es, en la misma medida, una historia del futuro, del punto en que Estados Unidos y el resto de los países desarrollados se encuentran en este momento, y de hacia dónde deberían tender. Muchas instituciones cardinales de nuestra sociedad —desde la Iglesia hasta la dirección de muchas grandes empresas, pasando por la judicatura, la contabilidad o la banca— han sufrido una merma de su credibilidad muy considerable y, en algunos casos, irreversible. En el presente volumen me limitaré a analizar nuestras instituciones económicas, aunque no pueda evitar la sospecha de que lo que ocurre en ellas se refleja, y acarrea consecuencias harto significativas, sobre lo que ocurre fuera de las mismas.
Tanto la izquierda como la derecha han perdido la brújula. Los fundamentos intelectuales de la economía del laissez faire —a saber, la creencia en que los mercados se bastan a sí mismos para manejar con eficacia, no digamos con justicia, toda la economía— se han derrumbado estrepitosamente. La crisis mundial provocada por los hechos de aquel 11 de septiembre nos ha enseñado que debemos actuar conjuntamente. Los escándalos empresariales que han azotado a Estados Unidos y, en menor medida, a Europa han hecho ver incluso a los más conservadores que el Gobierno tiene un papel que desempeñar. El colapso de la Unión Soviética, que significó el fin de la guerra fría, vino también a suprimir el apuntalamiento económico de la izquierda: los socialistas —o al menos los socialistas de la vieja escuela— se desvanecieron incluso de aquellos países donde habían tenido un tremendo vigor.