Una gran brecha separa a los muy ricos de los demás, y esa desigualdad, hoy en el centro del debate económico, se ha convertido en una preocupación cada vez más acuciante incluso para ese famoso 1 por ciento privilegiado, que empieza a ser consciente de la imposibilidad de lograr un crecimiento económico sostenido si los ingresos de la inmensa mayoría están estancados. La desigualdad es la mayor amenaza para la prosperidad.
En una época definida por el cansancio de la política y la incertidumbre económica, Joseph Stiglitz se ha convertido en una voz necesaria. En este libro, defiende y demuestra que no es necesario elegir entre crecimiento y equidad: una economía sana y una democracia más justa están a nuestro alcance, siempre y cuando dejemos a un lado los intereses erróneos y abandonemos lo antes posible unas políticas que ya han demostrado ser fallidas.
Este libro incluye sus textos más polémicos e influyentes, como el ensayo que dio al movimiento Occupy su lema «Somos el 99 por ciento», proporciona un análisis comparativo y enormemente útil de cómo se gestiona la desigualdad en distintos países, con un amplio análisis del caso de España, y propone una serie de reformas capaces de estimular el crecimiento e incrementar las oportunidades y la igualdad.
Joseph E. Stiglitz
La gran brecha: Qué hacer con las sociedades desiguales
ePub r1.0
Titivillus 31.03.16
Título original: The Great Divide
Joseph E. Stiglitz, 2015
Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia & Federico Corriente
María Luisa Rodríguez Tapia, por la traducción de la primera mitad del libro (hasta «Un sistema fiscal en contra del 99 por ciento», incluido)
Federico Corriente, por la traducción de la segunda mitad del libro a partir de «La globalización no es una simple gestión de beneficios; también es una cuestión fiscal»
Editor digital: Titivillus
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2
JOSEPH EUGENE STIGLITZ (Gary, Indiana, 9 de febrero de 1943, EE. UU.) es economista y profesor.
Ha recibido la Medalla John Bates Clark (1979) y el Premio Nobel de Economía (2001). Es conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre mercado (a quienes llama «fundamentalistas de libre mercado») y de algunas de las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En 2000, Stiglitz fundó la Iniciativa para el diálogo político, un centro de estudios (think tank) de desarrollo internacional con base en la Universidad de Columbia (EE. UU.) y desde 2005 dirige el Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Mánchester. Considerado generalmente como un economista de la Nueva Economía Keynesiana, Stiglitz fue durante el año 2008 el economista más citado en el mundo. En el 2012, ingresó como académico correspondiente en la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de España.
INTRODUCCIÓN
N adie puede negar hoy que existe una gran brecha que separa a los muy ricos —ese grupo al que a veces se denomina el 1 por ciento— de los demás. Sus vidas son diferentes: tienen distintas preocupaciones, distintas angustias, distintos estilos de vida.
A los ciudadanos corrientes les preocupa cómo van a pagar la universidad de sus hijos, qué pasará si algún miembro de la familia cae gravemente enfermo, cómo saldrán adelante cuando se jubilen. En los peores momentos de la Gran Recesión, hubo decenas de millones de personas que no sabían si iban a poder conservar su casa. Varios millones no pudieron.
Los que pertenecen al 1 por ciento —y, mucho más, los que pertenecen al 0,1 por ciento superior de ese 1 por ciento— hablan de otras cosas: qué tipo de avión se van a comprar, cuál es la mejor manera de proteger su dinero de los impuestos (¿qué ocurrirá si Estados Unidos obliga a Suiza a terminar con el secreto bancario? ¿Las Islas Caimán serán las siguientes? ¿Es Andorra segura?). En las playas de Southampton, Long Island, se quejan del ruido que hacen sus vecinos cuando llegan en helicóptero desde Nueva York. También les preocupa qué pasaría si se cayeran de su pedestal, porque la caída sería muy grande y, en ocasiones, se produce.
Hace no demasiado tiempo estuve en una cena organizada por una persona inteligente y preocupada que pertenece al 1 por ciento. Consciente de la gran brecha que existe, nuestro anfitrión había reunido a destacados multimillonarios, intelectuales y otros a quienes preocupaban las desigualdades. Durante las primeras conversaciones, oí sin querer a un multimillonario —cuyo punto de partida para triunfar había consistido en heredar una fortuna— comentar con otro el problema de la gente vaga que trataba de salir adelante aprovechándose de los demás. De ahí pasaron sin interrumpirse a hablar de paraísos fiscales, sin que parecieran darse cuenta de la ironía. En varias ocasiones, a lo largo de la velada, se evocó a Maria Antonieta y la guillotina, cuando los plutócratas reunidos se recordaban mutuamente los peligros de dejar que las desigualdades aumentaran hasta el exceso. «Recordad la guillotina» se convirtió en el lema de la noche. Al emplearlo, estaban reconociendo uno de los mensajes fundamentales de este libro: el grado de desigualdad que existe en el mundo no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía. Es cuestión de políticas y estrategias. Aquellos hombres tan poderosos parecían estar diciendo que podían hacer algo para remediar las desigualdades.
Esta no es más que una de las razones por las que las desigualdades se han convertido en una preocupación verdaderamente acuciante incluso para el 1 por ciento: cada vez son más los que comprenden que no puede haber un crecimiento económico sostenido, necesario para su prosperidad, si los ingresos de la inmensa mayoría de los ciudadanos están estancados.
Oxfam utilizó una imagen muy poderosa para ilustrar la dimensión de las desigualdades en el mundo durante la reunión anual de la élite mundial en Davos en 2014: un autobús que transportara a 85 de los mayores multimillonarios del mundo contendría tanta riqueza como la mitad más pobre de la población, es decir, unos 3000 millones de personas. Un año después, el autobús era aún más pequeño, de 80 asientos. Y Oxfam descubrió otra cosa igual de llamativa: que el 1 por ciento de la población mundial poseía ya la mitad del patrimonio, y que va camino de tener tanto como el 99 por ciento restante en 2016.
La gran brecha lleva mucho tiempo forjándose. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creció a más velocidad que nunca, y todos a la vez. Todos los segmentos aumentaron sus ingresos, pero fue una prosperidad repartida. Las rentas de los más pobres crecieron más deprisa que las de los más ricos.
Fue una edad de oro para Estados Unidos, pero a mí, en mi juventud, me parecía ver lados oscuros. En la icónica ciudad industrial de Gary, Indiana, en la orilla sur del lago Michigan, donde crecí, veía pobreza, desigualdades, discriminación racial y desempleo crónico mientras las recesiones golpeaban al país una tras otra. La agitación sindical era frecuente, porque los trabajadores luchaban para obtener su parte correspondiente de la cacareada prosperidad estadounidense. Yo oía solemnes declaraciones de que Estados Unidos era una sociedad de clase media pero, en general, la gente que veía ocupaba los escalones más bajos de esa supuesta sociedad de clase media, y sus voces no figuraban entre las que estaban construyendo el país.