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Villa Cabello - Codicia, Crónica de una guerra anunciada

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Villa Cabello Codicia, Crónica de una guerra anunciada
  • Libro:
    Codicia, Crónica de una guerra anunciada
  • Autor:
  • Editor:
    Lantia;Punto Rojo Libros S.L
  • Genre:
  • Año:
    2017
  • Ciudad:
    Cuba
  • Índice:
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Codicia, Crónica de una guerra anunciada: resumen, descripción y anotación

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Cuba 1898 CODICIA. CRÓNICA DE UNA GUERRA ANUNCIADA: CUBA 1898 En el descalabro territorial, político, económico social y moral que sufrió España tras la pérdida de sus últimas colonias en Ultramar, surge un personaje imaginario que pudo haber sido real para ofrecernos episodios reales de la Guerra Hispanoamericana; algunos tristemente recordados, y otros, que por su crudeza, nunca salieron antes a la luz pública. En esta CODICIA, CRÓNICA DE UNA GUERRA ANUNCIADA, CUBA, 1898 se revelan anécdotas y hechos vividos por vencedores y vencidos; tragedias ocurridas en Santiago de Cuba que ya hemos olvidado, especialmente cuando se trata de acontecimientos que afectaron al curso de la historia, y cuyo conflicto bélico entre España y los Estados Unidos creó la nación más poderosa del Planeta. LO QUE AMERICA DESEA POR EL DERECHO QUE NOS DA NUESTRO DESTINO MANIFIESTO, ES EXTENDERNOS HASTA POSEER TODO EL CONTINENTE QUE LA PROVIDENCIA HA PUESTO EN NUESTRAS MANOS PARA DESARROLLAR EL GRAN EXPERIMENTO DE LIBERTAD Y GOBIERNO PROPIO QUE SE NOS HA CONFIADO. National Democratic Review Magazine

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Codicia, crónica de una guerra anunciada

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Antonio Villa Cabello

Codicia, crónica de una guerra anunciada

Primera edición: junio 2015

Codicia, crónica de una guerra anunciada

Antonio Villa Cabello

Editado por:

PUNTO ROJO LIBROS, S.L.

Cuesta del Rosario, 8

Sevilla 41004

España

902.918.997

info@puntorojolibros.com

ISBN:

Maquetación, diseño y producción: Punto Rojo Libros

© 2015 Antonio Villa Cabello

© 2015 Punto Rojo Libros, de esta edición

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamos públicos.

Mi sincero agradecimiento a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y a la Biblioteca Nacional de España por su valiosa aportación a la creación de este trabajo.

Índice

Destrucción del Acorazado Maine en la bahía de
La Habana

Introducción

Al concluir la guerra civil en los Estados Unidos entre el norte y el sur (1861-1865), el nuevo gobierno, alentado por los principios que alimenta el egoísmo y la codicia de los ricos magnates, inició una política de expansión más allá de sus fronteras territoriales. Amparados por el desarrollo económico fomentado por los grandes recursos naturales de un país virgen y una población de 80 millones, la mayoría de ellos inmigrantes, los terratenientes comenzaron la explotación de las minas de oro, carbón, petróleo, ganado y madera, entre otras, iniciando así la industrialización masiva gracias al enorme flujo de obreros procedentes de Europa y países de África, verdaderos constructores de la nueva América. Entre 1855 y 1890 más de siete millones de seres humanos desembarcaron en los puertos de Nueva York, Boston y San Francisco.

A partir de 1844 la sed de expansión y dominio envenenó a los políticos encabezados por el recién nombrado presidente demócrata James Polk, quien despertó un sentimiento patriótico y dio nuevo vigor a las mentes de los hombres que alimentaron la ínfula convicción de ser dueños de su destino como pioneros de la doctrina institucional anglosajona y soberbia de conquistar, poseer y dominar territorios más allá de sus fronteras institucionales. Creían estar destinados a extenderse hasta las costas del Pacífico, abrazar todo el Hemisferio Occidental, desde los glaciales confines del norte hasta las más prolíficas regiones de Suramérica. Conscientes de su papel histórico, debían establecer y mantener un orden continental bajo su dirección y control. A este “gran ideal” se le dio el nombre de Destino Manifiesto . Fue John Sullivan, editor del rotativo Democratic Review quien acuñó esta frase, que expresaba el sentir del pueblo. Los políticos promotores de este ideal, no satisfechos con esperar la progresiva expansión de las instituciones norteamericanas hacia otras regiones del continente, optaron por emplear la fuerza para aligerar el proceso. Los medios de comunicación se encargaron de dar vida a este término, que sirvió de símbolo del poder de una joven nación destinada a dominar el Planeta.

Con un nuevo apetito y superado el periodo de integración nacionalista, los Estados Unidos intentaron con éxito adquirir el vecino territorio de Alaska, que el zar de Rusia vendió gustosamente en el 1867 por la suma de siete millones de dólares. Con anterioridad a esta fecha, (1848) el presidente Folk había hecho una oferta a España para la adquisición de la isla de Cuba por la suma de cien millones de dólares, la cual rehusó el gobierno español indignado por el atrevimiento. Pero ahí no quedó la cosa, pues tan pronto James Buchanan se instaló como presidente el 4 de marzo del 1857, insistió nuevamente en comprar Cuba con el propósito de continuar la programada expansión, aumentando la oferta de su antecesor a ciento veinte millones. En aquella ocasión Buchanan dijo ante el Congreso: “Los Estados Unidos deben poseer la isla de Cuba, no por la fuerza, sino mediante el pago de un precio justo. De lo contrario, sería inevitable la confrontación bélica entre España y los Estados Unidos”.

Por más irónico que pueda parecer, la Guerra Hispanoamericana obedeció más a intereses comerciales que expansionistas o estratégicos, y ello lo prueba el hecho de que grandes compañías norteamericanas habían invertido enormes cantidades de dinero en Cuba, y no veían con buenos ojos la posible independencia de la isla por temor a poner en peligro sus inversiones. No por ello vamos a dejar de reconocer que la arrogante intolerancia de la Corona española, que obró con fementida actitud, contribuyó al creciente malestar que el pueblos cubano sentía hacia la “Madre Patria”, porque a lo largo de diez años de guerra contra los insurrectos, se demostró la incapacidad de un gobierno cerril que no respetaba sus propias leyes. Esta rebeldía tuvo finalmente, y después de varios miles de muertos, eco en las Cortes Españolas, cuando el jefe del partido liberal Práxedes Mateo Sagasta, en un discurso el 19 de mayo de 1897 declaró lo siguiente:

“ Después de haber enviado más de 200,000 hombres a Cuba, de haberse derramado tanta sangre y gastado más de mil millones de pesetas, resulta que, aun admitiendo que la isla está pacificada en su mitad, lo cual es mucho admitir, en la otra mitad no son dueños nuestros soldados más que del terreno que pisan.”

Desgraciadamente, estas vacuas declaraciones no sirvieron para que el gobierno aceptara la realidad de la situación en Cuba sino que hizo oídos sordos. El 8 de agosto del mismo año, el presidente del gobierno Antonio Cánovas del Castillo era asesinado, y aunque Mateo Sagasta le sucedió en el poder con intención de satisfacer los justos deseos de los patriotas cubanos, la inestabilidad política que atravesaba España empañó las aspiraciones de conceder la autonomía a Cuba.

Entretanto, Washington y la opinión pública estadounidense, encendidos por los medios de comunicación, aprovecharon nuevamente la oportunidad para arremeter contra España, exigiendo la capitulación de la Metrópoli en los asuntos cubanos, pero Madrid contestó con estériles y evasivas promesas, reforzando la guarnición española al mando del tristemente célebre Capitán General Valeriano Weyler, quien implantó de inmediato una política de represión en Cuba, recluyendo a centenares de personas, entre ellos ciudadanos norteamericanos. Los rotativos de Nueva York no desperdiciaron la desapoderada ocasión de atraer al lector publicando artículos y noticias escalofriantes sobre atrocidades en la isla que produjeron su esperado fruto. A partir de entonces, los acontecimientos se iban a suceder hasta su culminación con la destrucción del acorazado Maine en el puerto de La Habana el 15 de febrero de 1898.

Continuando su programa expansionista, y una vez alcanzada la victoria tras la invasión de Cuba, Puerto Rico y las Islas Filipinas, el gobierno norteamericano se creyó invencible ante la pasividad de las principales potencias extranjeras y fijó su atención en el archipiélago Hawaiano. Con anterioridad a estos acontecimientos y ante el aumento de la inmigración japonesa y china durante 1895, Washington creó un ambiente de insurrección en las islas que dio como resultado el destronamiento de la reina Lilinokalani. Esta reina subió al trono de Hawaii como consecuencia de la muerte del rey Kalakaua. Con el propósito de desacreditar su imagen, la prensa satírica estadounidense la proyectó como “india demente, de labios gruesos, pies ásperos y descalzos; un hueso de caníbal adornando su cuello y una expresión estúpida que reflejaba su ascendencia barbárica.” Pero como los comerciantes americanos veían en Hawaii el camino a un mercado lucrativo de cuatrocientos millones de chinos, no dudaron en apoyar la insurrección incluso con dinero. De nuevo, la codicia envenenaba las mentes más avariciosas. El Senado estadounidense, sin embargo, no consideró la anexión de Hawai hasta después de la derrota de la flota del almirante Cervera en Santiago de Cuba, y el 7 de julio de 1898, mediante una Resolución Conjunta, el archipiélago pasó a formar parte oficialmente de la nación americana, si bien no fue declarado estado de la Unión hasta sesenta y un años más tarde.

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