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Jaime y su tiempo
Han pasado los años, las décadas y hasta más de medio siglo, y sobreviene el recuerdo del joven con cara de sabelotodo, de gruesos anteojos con varios grados de aumento, elocuente y expresivo, que conocí alguna vez cuando todavía éramos escolares en los últimos años de enseñanza media. Jamás imaginé que ese niño con ademanes y gustos de persona mayor, amigo cercano de quien fuera uno de mis cuñados, llegaría a convertirse en la gravitante figura que ha sido en la historia del país.
Hablaba de fútbol con el mismo fervor que de política, cuando recién empezaba la legendaria década de los sesenta. Fanático hincha de la Universidad Católica, analizaba las estrategias de su equipo, o la estructura de un gol en el último partido jugado en el desaparecido estadio Independencia, con igual pasión que los hechos preponderantes del acontecer nacional o internacional.
Defendía sus puntos de vista con racionalidad implacable, intentando convencer al interlocutor, en constante combate de ideas, con vehemencia y muchas veces con punzante ironía, siempre tratando de resguardar sus valores en nombre de Dios y de la tradición occidental y cristiana, en un mundo donde la palabra revolución cobraba sentido —con diferentes apellidos—. Y eso a él claramente no le gustaba.
De estatura baja y cuerpo delgado y enjuto, Jaime Guzmán Errázuriz fue desde siempre alguien especial. Destacaba por su inteligencia, afirmaban deslumbrados quienes lo conocían desde el colegio de los Padres Franceses de la Alameda, donde sobresalía por el don de la palabra. Por esa elocuencia tan particular que pudimos comprobar quienes lo escuchábamos años después en discursos, asambleas, foros estudiantiles, y lo vimos tantas veces en la televisión, gesticulando a más no poder. Muchos admiradores y hasta algunos adversarios lo definían como «una mente brillante» que hacía de su vida una constante prédica en función de sus ideas, tratando de ganar adeptos para su causa.
En aquellos tiempos de la Guerra Fría, cuando existía el Muro de Berlín y el bloque de países de la «órbita soviética», hasta en días de vacaciones, Jaime derrochaba palabras y se trenzaba en interminables discusiones en las que ensalzaba al generalísimo Francisco Franco, por ese entonces amo y señor de España, y repudiaba con el mismo énfasis tanto a Fidel Castro como la revolución cubana.
Con todo, y a pesar de su precoz oratoria, ese joven me parecía más acertado en sus análisis futboleros que en la denodada defensa que hacía de todo lo que para él era sagrado. A muchos de mi generación, sus argumentos nos parecían arcaicos —casi medievales en ocasiones— y altamente discutibles a pesar de su lógica argumental. No caímos bajo el embrujo que años después le vimos ejercer sobre sus cientos y miles de seguidores.
Desde el primer momento tuve la impresión de que las mujeres éramos para él personas de segunda categoría, salvo su madre —probablemente— y sus hermanas Rosario —la «Charito», como le decía a la mayor—, a quien conocí en la Escuela de Periodismo, y María Isabel, la menor. Y esa no era una sensación aislada. Aunque hubo algunas seguidoras suyas en los primeros tiempos del gremialismo, no existieron mujeres «coronelas» ni «dirigentas» que llegaran a tener un trato de igual a igual con este personaje a quien sus seguidores consideraban un ser superior y sus adversarios, un rival de temer.
Nunca mostró interés afectivo por ninguna. Nada de pololas ni novias. Y era de los que no bailaba en las fiestas. Solo una vez, mucho tiempo después, ya en plena dictadura escuché la anécdota de su admiración por la cantante portorriqueña Nydia Caro, expresada en un Festival de la Canción de Viña del Mar, al que todos los veranos era asiduo asistente. También se comentó su entusiasmo artístico por la española Mari Trini. Pero se hablaba de un aprecio por su canto. Y porque provenía de su adorada España.
E L PESO DE LOS E RRÁZURIZ
El historiador y abogado Cristián Gazmuri, quien conoció al líder gremialista en aquellos años de la Universidad Católica, recuerda en su libro ¿Quién era Jaime Guzmán? que la madre del senador, Carmen Errázuriz Edwards, era «la descendiente de dos de las castas burguesas (o que propiamente se podían llamar aristócratas) más ricas e importantes de Chile, aunque ambas más recientes en el país». Ella venía de los Errázuriz, «comerciantes minoristas ultramarinos (el primero llegó en 1735), que casaron a sus vástagos durante los siglos XVIII y XIX , en provechosos enlaces, con descendientes de los conquistadores, los que poseían la tierra, aunque esta valiera poco», dice Gazmuri.
A poco andar, los comerciantes se transformaron en letrados y en influyentes familias en este territorio, con fuertes conexiones con el poder político y económico, basadas sobre todo en la agricultura, y atesoraron propiedades, particularmente en la zona central del país.
Francisco Javier Errázuriz y Larraín era «un comerciante de tierras y productos», uno de cuyos hijos fue Francisco Javier Errázuriz y Madariaga, doctor en Cánones y Leyes y catedrático de la Universidad de San Felipe, la precursora de la Universidad de Chile. A su vez, el hijo mayor de Errázuriz y Madariaga, Francisco Javier Errázuriz Aldunate, también abogado, llegó a ser diputado y senador durante los primeros tiempos de Chile independiente.
Uno de los hijos de Errázuriz Aldunate fue presidente de la República entre 1871 y 1876: Federico Errázuriz Zañartu. La vocación política continuó en esa rama de la familia con su hijo, Federico Errázuriz Echaurren, quien gobernó el país veinte años después de su padre, al finalizar el siglo XIX . De esa rama desciende, entre otros connotados, Joaquín Lavín Infante, el alcalde de Las Condes.
Francisco Javier Errázuriz Aldunate enviudó y se casó por segunda vez con doña María del Rosario Valdivieso Zañartu, sobrina de su primera esposa. Uno de los hijos de ese matrimonio fue Maximiano Errázuriz Valdivieso, el tatarabuelo de Jaime Guzmán, diputado y senador, como su padre. Además, era hermano de Crescente Errázuriz Valdivieso, arzobispo de Santiago, abogado e historiador.
Esos «genes» políticos y la tradición religiosa transmitida de generación en generación estuvieron presentes en Jaime Guzmán Errázuriz, como lo demostró con su activa vida militante de ambas causas.
Cristián Gazmuri agrega que, por el lado Edwards, igual que los Agustines de la dinastía dueña de El Mercurio, Carmen Errázuriz descendía de George Edwards Braun, el tripulante del buque Blackhouse, «dedicado al contrabando y —según algunos— a la piratería, que desertó en La Serena para casarse con la lugareña de apellido Ossandón».
A eso se puede añadir que por el lado materno, el fundador del gremialismo descendía de otro poderoso clan local: el de los Matte. Su abuela, Rosario Edwards Matte, era hija de Rosario Matte Pérez, hermana de Claudio Matte, creador del silabario del mismo nombre —conocido también como «silabario del Ojo»—, fundador de la Sociedad de Instrucción Primaria de Santiago (SIP) y ex rector de la Universidad de Chile; de Arturo Matte Pérez, padre del ex candidato a la Presidencia de la República Arturo Matte Larraín, y, entre otros, de Eduardo Matte Pérez —célebre por su frase «los dueños de Chile somos nosotros»—, bisabuelo de Eliodoro, Patricia y Bernardo Matte Larraín, los controladores del actual grupo Matte, uno de los cinco más poderosos del país.
H ERENCIAS Y AUSENCIAS
Doña Carmen Errázuriz, una buenamoza mujer conservadora y católica —comentan diversos autores y conocidos—, heredera de las tradiciones de sus antepasados, tenía un carácter fuerte. Se enamoró de Jorge Guzmán Reyes, quien había estudiado en el colegio San Ignacio y después trabajó como empleado del Banco Edwards. Hincha fanático de la Universidad Católica, de él se decía que era simpático y dicharachero y muy amigo de Sergio Livingstone —el «Sapo»—, el legendario arquero y capitán del equipo y de la selección nacional.