PRÓLOGO
Desde hace ya dos décadas, al terminar la dictadura, muchos periodistas de mi generación advertíamos que la concentración de los principales medios de comunicación y sus vinculaciones con el poder político y económico constituían motivo de inquietud para el tiempo que venía. La anhelada libertad de expresión y la propia democracia que pretendíamos reconstruir podía estar amenazada.
Las voces de alerta no tuvieron eco. Y los consorcios que habían sido sólidos puntales de apoyo del gobierno militar —y salieron de sus deudas con el respaldo del Estado antes de que Augusto Pinochet dejara La Moneda— dominaron la escena posdictatorial. Captaron gran parte de la publicidad de la prensa escrita, mientras las revistas y diarios que lucharon por la democracia desaparecían uno tras otro del escenario. Tampoco fueron «viables» los esfuerzos que algunos levantaron después para generar un periodismo escrito independiente de los grupos económicos.
El dejar hacer al «mercado» en este terreno sólo ha contribuido a consolidar a los grupos de poder dueños de los principales medios tanto escritos como audiovisuales. Y hasta la radio, tradicionalmente considerada plural y diversa, muestra hoy síntomas de concentración en grandes cadenas, adonde llegan también las redes del denominado «duopolio».
La televisión creció en importancia y hoy es el medio de comunicación con mayor alcance. Nació universitaria en los sesenta, pero llegó a ser prácticamente comercial en las últimas décadas, cambiando el sentido de la aspiración nacional que tuvo al surgir en Chile, cuando se esperaba que contribuyera —además de informar y entretener— a la educación y la cultura. Aunque esa tendencia mercantil responde a un fenómeno mundial, hay importantes excepciones —la BBC de Londres, sin ir más lejos—, donde ha sido posible lograr una televisión y una prensa de mayor calidad.
Los restringidos espacios para esas inquietudes se han visto copados en Chile por la «farándula», los reality shows, la crónica roja y una versión audiovisual de sensacionalismo periodístico que inunda las pantallas. La «telepolítica», las conversaciones de «opinólogos» que buscan impactar con sus disputas y las revelaciones basadas en cámaras ocultas, reemplazan muchas veces el periodismo de calidad que se requiere, tanto para la participación ciudadana como para el debate de ideas y proyectos que puedan fortalecer la democracia y construir una sociedad más equitativa.
Sin llegar a contrarrestar toda la fuerza de los medios vinculados a la derecha —y con una marcada influencia de ese sector en su directorio—, TVN ha logrado tener un cierto rol regulador. De no haber existido, los espacios para la comunicación serían aun más estrechos.
A MOS Y SEÑORES DE LA INFORMACIÓN
El acceso social a la información, el rol fiscalizador de la prensa, la libertad de expresión y opinión de los ciudadanos se ven condicionados y amarrados a otros intereses. Y muchas veces ese público lector, auditor o telespectador no está siquiera consciente de lo que ocurre, porque los velos y cortinas de silencio que imponen los medios ocultan lo que sucede en «los Chiles» fragmentados de hoy.
En la mayoría de los casos, los dueños de esos medios constituyen importantes grupos económicos entrelazados con otros de similar influencia y poder; a ellos se suman los «avisadores» que invierten en publicidad en entidades afines a su modo de pensar.
Se levanta así un cerco de marcado corte ideológico-financiero que incomunica a los habitantes del país, cercenando las posibilidades de establecer un verdadero debate social sobre los asuntos y problemas que nos afectan a todos.
Esta situación, especialmente crítica en una economía tan concentrada como la chilena, deja a los dueños de los medios como amos y señores de la información, con el «sartén por el mango» en el momento de determinar los temas de interés general, lo que se debe decir y lo que les conviene omitir: las personas que pueden ser escuchadas y entrevistadas y aquellas que están en «listas negras» o simplemente no interesan a los grandes medios como actores sociales.
La preocupación por el fenómeno de concentración económica me llevó desde hace años a estudiar y seguir la pista a estos asuntos en otras investigaciones que dieron origen a mis libros periodísticos anteriores: El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno; El imperio del Opus Dei en Chile; La privatización de las universidades, una historia de dinero, poder e influencias y, el más reciente, El negocio de las universidades en Chile.
En todos ellos, de una u otra forma, las conexiones con los medios salían a la luz. Y como una demostración ilustrativa de esa estrecha relación entre los grandes medios y el poder económico, he podido comprobar en forma directa cómo esos libros han sido censurados por la «gran prensa».
Los periodistas que en ellos trabajan saben que hay nombres, temas y palabras prohibidas. Y, entre éstos, están libros de investigación como esos que se han comentado «boca a boca», a través de las radios e internet.
Particularmente ilustrativo ha sido el caso de las investigaciones referidas a los candentes problemas que afectan a las universidades. No es difícil encontrar la explicación: además de la afinidad ideológica que tienen los dueños de los medios con el modelo instaurado en dictadura, las universidades privadas están entre sus principales avisadores.
Por eso, pese a la gran acogida entre los lectores, y en particular en el mundo universitario, ni los diarios del llamado «duopolio» ni los canales privados —incluyendo entre ellos el de la Universidad Católica— han informado siquiera sobre la existencia de esas publicaciones que tratan acuciantes problemas de la contingencia. Aunque no se podía esperar otra cosa, la evidencia muestra la fuerza de los intereses que están en juego. Es un hecho de la causa que resultó simplemente comprobado.
P ANORAMA CRÍTICO
En síntesis, el panorama actual es más agresivo y limitado que el que se vivía en 1990, cuando se inició la transición a la democracia.
Gracias a un proyecto del Concurso 2008 del Fondo Nacional del Libro y la Lectura pude completar la investigación que dio origen a este libro y emprender su escritura. Nació así Los magnates de la prensa, en el que —como su título lo dice— desfilan los principales dueños de los medios de comunicación: Agustín Edwards y sus hijos, Álvaro Saieh, el fallecido Ricardo Claro, el candidato inversionista Sebastián Piñera y los potentados extranjeros presentes en el panorama chileno en el campo televisivo y de las telecomunicaciones, como Remigio Ángel González, Joe Malone y Carlos Slim.
Éste no es un libro de entrevistas ni de opiniones o testimonios de los involucrados que tienen sus diarios y revistas para explayarse. Tampoco pretendí elaborar un texto académico ni efectuar análisis de contenidos sobre lo que entregan los medios. El objetivo fue investigar, a través de archivos documentales, bases de datos, artículos de prensa y conversaciones, quiénes son los dueños de los medios de comunicación en Chile hoy, y precisar sus vínculos con grupos económicos y políticos. Mi interés es compartir con los lectores lo que detecté tras esa investigación. Contribuir a esclarecer, desde mi punto de vista, lo que está ocurriendo, que a mi juicio no sólo es inquietante, sino crítico para la consolidación de la democracia y el desarrollo del país.
A través de los siguientes capítulos se relata cómo llegaron a construir sus imperios quienes ostentan el poder comunicacional en Chile al llegar el Bicentenario de la República.