Maria Olivia Monckeberg - Con fines de lucro
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- Libro:Con fines de lucro
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- Editor:Debate
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- Año:2013
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A mis nietas y nietos
A mis alumnas y alumnos de hoy
y a los que lo han sido en los últimos años
A los estudiantes de Chile y a quienes
comparten sus anhelos de cambio
Fin al lucro en la educación: nuestro sueños no les pertenecen.
La educación es un derecho, no un privilegio.
Aquí no se educa, se lucra.
A FICHES ESTUDIANTILES
En abril de 2011 acababa de terminar el libro Karadima, el señor de los infiernos, que me había sumido en una profunda investigación durante el año anterior. Lo finalicé a principios del otoño y lo presenté el 18 de mayo en el Centro Gabriela Mistral (GAM), en el corazón de Santiago.
Días antes del lanzamiento, miles de estudiantes marcharon por la Alameda, frente al mismo lugar donde las víctimas del cura de El Bosque me acompañaban aquella tarde. Saltaba el tema del abuso en diferentes formas. Y voces muy distintas se levantaban a encararlo. Algo estaba cambiando en esta sociedad.
Desde hacía tiempo venía siguiendo la pista de lo que estaba sucediendo en las universidades. Y muchas veces pensé y comenté que algún día el descontento tenía que estallar, a pesar de que todo se había diseñado en dictadura para que eso no ocurriera. Así también lo escribí en otros dos libros.
Los universitarios estaban ahora en la calle. En Santiago, en Valparaíso, en Concepción y en las diferentes capitales de regiones atravesaban sus avenidas principales. Aquella había sido la segunda marcha. Después vinieron otras jornadas tanto o más masivas, a las que se sumaron los estudiantes secundarios, en junio, julio, agosto… Con carteles, caricaturas, bailes y disfraces, los estudiantes manifestaban su repudio al lucro en la educación. También su malestar frente a quienes veían como responsables de no ponerle atajo. Más tarde surgió la demanda por una universidad gratuita, algo impensado unos años antes. Y la desigualdad que caracteriza a la sociedad chilena se hacía presente en voces y pancartas como uno de los temas más inquietantes.
La imagen de esas masivas marchas del invierno de 2011 se grabó en mi retina —como en la de muchos— a todo color. Por más que desde el Gobierno se trataba de estigmatizar a los estudiantes y la mayoría de los medios de comunicación destacaban más los destrozos de unos cuantos encapuchados al final de la jornada, el sentido común de la ciudadanía respaldaba a los jóvenes. Los padres, madres, abuelos de los que marchaban y de los que estaban endeudados salieron a la calle. También los padres de niños pequeños y mujeres embarazadas, demandando para sus hijos una educación digna y decente.
La situación que los afectaba estalló con toda la fuerza del problema contenido. Herencias de un modelo pensado para que no cambiara, intereses creados o simple desidia hicieron que el tiempo pasara mientras las deudas aumentaban. Nadie se preocupaba seriamente por la calidad de lo que las nuevas universidades privadas entregaban como educación, mientras crecía el deterioro de la educación pública en particular en las provincias, abrumadas por la dura competencia de las nuevas privadas y la falta de recursos estatales.
A los pocos días de iniciado el movimiento, la figura de la presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), Camila Vallejo, recorría el mundo, mientras universitarios de todos lados respondían a su llamado y al de las demás organizaciones aglutinadas en la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech). La belleza y la firmeza de las convicciones de la estudiante de geografía contribuyeron a multiplicar su voz.
Paros y tomas, en especial en los establecimientos públicos y los tradicionales de regiones, completaron durante todo el año un panorama que marcó la historia del país en esta segunda década del siglo XXI. Después de 2011 nada es igual. A partir de ese momento los jóvenes se tomaron la palabra y el escenario nacional.
El presidente de la República, Sebastián Piñera, y Joaquín Lavín, el primero de sus cuatro ministros de Educación, habían proclamado 2011 como «el año de la educación superior».
Lo fue, pero en un sentido muy distinto al que hubieran querido las autoridades, preocupadas de hacer las enmiendas y ajustes para que el diseño dictatorial se continuara perpetuando en las próximas décadas.
El apoyo al primer presidente de derecha elegido en medio siglo se vino al suelo, mientras el respaldo a los estudiantes y a sus planteamientos subían en las encuestas de opinión.
Inesperada y sorpresiva para los que no seguían de cerca lo que estaba ocurriendo en las universidades, la rebelión de los estudiantes universitarios fue un estallido que esta vez no logró ser atajado, a diferencia de lo sucedido con el movimiento de los «pingüinos» en 2006. Y las demandas fueron aumentando hasta ser cuestionado el modelo impuesto en dictadura en su totalidad: se mantuvo la fuerte crítica y la exigencia de cambios radicales en educación, mientras el descontento seguía latente y la capacidad de representar el malestar y la necesidad de llevar adelante sus propuestas también.
Sin abandonar el eje, empezaron a hablar del lucro en la salud, de las deficiencias de la previsión y de las inequitativas relaciones de trabajo. Y, además, surgía el cuestionamiento frontal al diseño político efectuado minuciosamente en dictadura para que nunca más en Chile hubiera democracia de verdad.
Fue así como los jóvenes pusieron en la discusión el sistema electoral binominal, los elevados quórums parlamentarios para efectuar reformas y la propia Constitución de 1980, la gran obra de Jaime Guzmán Errázuriz, el abogado y fundador de la Unión Demócrata Independiente (UDI), que instaló en Chile la «democracia protegida».
Nada de todo lo que ha alimentado después la discusión sobre la educación, el modelo económico y el político habría sucedido sin la decidida acción de los estudiantes. Poco o nada de lo que vivimos como parte del debate tendría el tono y la energía con que se manifiesta hoy.
Sin embargo, no debería haber sido sorpresivo. Desde luego, porque los problemas inherentes a los abusos de las universidades privadas que lucraban y siguen lucrando, sin escrúpulos ni respeto a la ley, eran evidentes hace un tiempo. Y las deudas familiares se multiplicaban año a año golpeando los presupuestos mientras los aranceles y los intereses no dejaban de subir.
El modelo diseñado por el Gobierno de Augusto Pinochet y sus ejecutivos y asesores civiles en los años setenta y ochenta pretendía cambiar de raíz la sociedad chilena en diversos aspectos. Entre ellos, un elemento estratégico era dejar atrás el sistema de educación superior, formado por ocho universidades conocidas hoy como tradicionales, creadas por ley y de larga trayectoria.
Las ocho tradicionales que constituían el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (Cruch) eran, por un lado, las públicas: Universidad de Chile, la más antigua, puntal en la creación de la República, y la Universidad Técnica del Estado, que después fue convertida en la Universidad de Santiago de Chile (Usach). Además de estas, las particulares, que recibían aporte fiscal para su financiamiento, eran la Universidad Católica de Chile, la Universidad Católica de Valparaíso, la Universidad del Norte, que después cambió su nombre por Universidad Católica del Norte, la Universidad de Concepción y la Austral de Chile, que pertenecían a corporaciones con fuerte raigambre regional. Y, por último, la Universidad Técnica Federico Santa María, que era de una fundación.
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