Emilia Landaluce
LAS DIETAS Y LA LIBERTAD
El fin de la dieta absolutista
La quiebra del régimen totalitario
EDITORIAL DE VECCHI
A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
Diseño gráfico de la cubierta: © YES.
Fotografías de la cubierta: © Peter Gridley/Getty Images, © Nilgun Bostanci/iStockphoto, © Rolando Gil/Cover.
© Emilia Landaluce, 2008
© Editorial De Vecchi, S. A. 2016
© [2016] Confidential Concepts International Ltd., Ireland
Subsidiary company of Confidential Concepts Inc, USA
ISBN: 978-1-68325-148-4
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
Para Angelita, Antonia, Maite y Conchi,
pero sobre todo para mi madre.
Índice
Todos estos relatos son auténticos. O, para ser más exactos, unos se atienen a la verdad y otros tienen un núcleo de autenticidad y un envoltorio ornamental.
La mayoría provienen de mi experiencia propia, pero también debo reconocer que me he apropiado de algunas experiencias ajenas.
Los dietistas de mi relato son una representación caricaturesca de los muchos especialistas que he conocido a lo largo de mi vida, pero no dejan de ser personajes de ficción. Cualquier coincidencia con la realidad no es susceptible de querella.
La autora
Introducción: herencia judeocristiana
«Como cualquier mujer, siempre he preferido que me llamen puta a que me digan que he engordado».
Axioma dietético
Hasta hace tres años mi vida giraba en torno a una misma idea: hacer régimen. Desde el nacimiento de mi consciencia, este pensamiento se convirtió en una obsesión que me acompañaba a todas partes. Era mi primera resolución al despertar, y el último propósito antes de dormirme; aparecía de improviso para invadir mi soledad y presidir soliloquios en los que se convertía en premisa indispensable para la consecución de mis planes de futuro.
En mi imaginario moral la delgadez se fue transformando en sinónimo de triunfo. Me imaginaba, por ejemplo, como la presidenta de Citibank, con todo lo que ello implica, embutida en un ajustadísimo mono de cuero negro, por supuesto. Esbeltísima. Arrolladora. Imparable. Mis elaboradas fantasías de éxito profesional y amoroso estaban protagonizadas por una proyección de mí misma, mucho más delgada, mandando, apabullando, triunfando...
«En mi imaginario moral la delgadez se fue transformando en sinónimo de triunfo».
Poco a poco la dieta comenzó a infiltrarse en todas las parcelas de mi existencia: en la educación, en el esparcimiento, en la diversión, en el trabajo, en el amor... Era la autoridad. Conclusión: el régimen regía mi vida. Era una dictadura brutal, un régimen totalitario que, como el comunismo o el fascismo, se inmiscuía en cualquier parcela de mi actividad pública y privada.
¡Ah...!, pero yo era una empecedora del régimen, una inconformista, una disidente que aprovechaba cualquier signo de debilidad, cualquier excusa o relajo, para rebelarme y comer. Probé todos los métodos médicos y creí cualquier superchería. Sin embargo, todo fue en balde. Ahí estaba yo, gorda. Una auténtica activista del 68 —kilos, o más— plantando cara a aquel totalitarismo gris y dietético, pero sin adelgazar...
El régimen se implantó de improviso. Sin embargo, cuando logró alzarse con el poder, tuve la certeza de que, desde hacía mucho tiempo, había estado infiltrando a sus secuaces discreta y traicioneramente. Su advenimiento al frente del gobierno de mi cuerpo fue consecuencia de un proceso silencioso pero constante que significó el fin de una época convulsa, plagada de irresponsabilidades e inopias.
En teoría, la infancia, como la anarquía, es irreal, inocente y crédula. La primera vez que tomé conciencia de mi propio cuerpo tendría unos tres años. Estaba desnuda, buceando entre las sábanas de hilo de la cama de mi madre. Recuerdo haber mirado mi torso plano y estrecho. Uniforme, informe, delgado. Con un solo golpe de vista podía entrever mis costillas. Respiraba y ahí estaba aquel sarcófago perfectamente definido. Por una lógica asociación de ideas, producto, cómo no, de la televisión, los esqueletos eran para mí sinónimo de muerte y hambruna.
¡Iba a morir!, no había duda. Recordaba con pavor el hambre de aquellos niños escuálidos y moribundos que aparecían en las noticias. Niños negros, de vientre hueco y rostro afilado, de enormes ojos blancos y ahuevados, que pronto se cerrarían para morir.
En la pared de la derecha, mi madre había colgado un cuadro que representaba la Crucifixión de Cristo. Recuerdo perfectamente el costillar sobresaliente de Jesús expirando. Raquítico, pálido, ¡tan lejano de la carnosidad del niño de Belén! Al pie de la cruz, había una calavera y unos huesos. La Biblia da respuestas infalibles. La incógnita de la ecuación se había despejado: huesos y muerte eran conceptos íntimamente ligados. Más tarde supe que la iconografía cristiana vincula esta osamenta con el primer hombre, Adán, y que simboliza la resurrección de la carne (sin connotaciones gastronómicas).
Pero si había algo que realmente me atemorizaba eran los marcados pómulos de la Sábana Santa, a la izquierda de aquel lecho monumental, fascinante y masoquista. Recuerdo que, cuando las lámparas del pasillo se quedaban encendidas, un haz de luz alcanzaba de refilón aquel lienzo, subrayando los rasgos sufrientes de Jesucristo. Los ojos desorbitados, la sangre goteando de la corona de espinas, la cabeza aparentemente flotando, despegada del cuerpo. Entonces me invadía el pavor y me arropaba hasta las orejas, sacando sólo la punta de la nariz para poder respirar y evitando mirar directamente aquel cuadro tenebroso. Me parecía que aquellas imágenes se hallaban bajo el influjo de algún sortilegio maligno y que al mirarlas me arrastrarían, con sus huesos, al sufrimiento, a la desnutrición, a la muerte.
Mi teoría seguía sin ser desmentida. La inevitable mujer de negro estaba en todas partes amenazándome guadaña en —su huesuda— mano y dejando adivinar, bajo la capa, los temibles y terribles pómulos y costillas. Juré solemnemente que comería hasta hacer desaparecer aquel prominente costillar de mi cuerpo.
Siempre me ha parecido interesante culpar a estos anacolutos forrados de hilo de la llegada de la dictadura. Supongo que, para parecerme a Europa, me gusta explicar mi historia a partir de raíces judeocristianas. Empecé a comer para que esas costillas se hundieran bajo mi esponjosa barriga. Desde luego, la carne era mucho más atractiva que esos huesos antipáticos, fríos y ganchudos.
Cuatro años después empecé a darme cuenta de que nacemos para morir, para intentar convertirnos en esqueletos andantes hasta desfallecer o fallecer en el intento. Y ese, sin duda, debía ser mi destino. Pero, como siempre sucede, la revelación llegó demasiado tarde. Las anchas caderas de la Venus de Willendorf han pasado a la historia y un costillar bien visible es lo que realmente conmueve a la sociedad.
Página siguiente