Al final de su vida, Horacio Quiroga, desencantado por el desdén de los jóvenes vanguardistas porteños, se retira de la vida pública y se muda con su familia a San Ignacio, provincia de Misiones.
Desde allí, escribe una serie de artículos («Croquis del monte») con amplias incursiones en el terreno de la ficción. Verdaderos «textos fronterizos» por partida doble: por tener como escenario la frontera argentino-paraguaya, y por estar también en el límite entre divulgación y ficción, entre el documental y el relato.
El último de los nueve textos escogidos, «La tragedia de los ananás», tiene un valor biográfico especial, pues apareció en La Prensa el primer día del año 1937, mes y medio antes de su partida definitiva.
El editor digital, jugaor [ePubLibre]
Horacio Quiroga
Textos fronterizos
Croquis del monte
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jugaor06.06.13
Horacio Quiroga, 1930-1937
Diseño de portada: Shammael
Editor digital: jugaor
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HORACIO SILVESTRE QUIROGA FORTEZA (Salto, Uruguay, 1878 - Buenos Aires, Argentina, 1937). Aunque dandy y modernista en su juventud —su primer libro, Los arrecifes de coral (1901), es muestra de ello—, poco a poco, y gracias a su contacto con la selva del noreste argentino, su obra se fue alejando del ornato vacío para ganar en expresividad. Se le considera el fundador del cuento moderno latinoamericano. Entre sus obras narrativas destacan Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926) y Más allá (1935), conjuntos de relatos que señalan la paulatina creación de un bestiario propio, poblado de animales míticos y seres mágicos de las riberas del Paraná. Su vida, marcada por la tragedia, culminó por decisión propia tras enterarse de que padecía cáncer.
El regreso a la selva
Después de quince años de vida urbana, bien o mal soportada, el hombre regresa a la selva. Su modo de ser, de pensar y obrar, lo ligan indisolublemente a ella. Un día dejó el monte con la misma violencia que lo reintegra hoy a él. Ha cumplido su deuda con sus sentimientos de padre y su arte: nada debe. Vuelve, pues, a buscar en la vida sin trabas de la naturaleza el libre juego de su libertad constitucional.
Regresa a la selva. Pero ese hombre no lleva consigo el ánimo que debiera. ¡Ha pasado tanto tiempo desde que colgó tras una puerta su machete de monte! Sus pasajeros retornos al bosque apenas cuentan en la pesada carga de ficciones que no ha podido eludir. Quince años de civilización forzada concluyen por desgastar las aristas más cortantes de un temperamento.
¿Sobrevive, agudo como en otro tiempo, su amor a la soledad, al trabajo sin tregua, a las dificultades extenuantes, a todo aquello que impone como necesidad y triunfo la vida integral?
Cree que sí. Pero no está seguro.
Tras largos, muy largos días de viaje estival, surgen por fin a su vista tras el perfil del acantilado que resguarda el gran golfo, surgen a su vista, allá a la distancia y en lo alto, los eucaliptos y palmeras de su casa. ¡Su casa de piedra, su meseta, sus bambúes!
En cuanto a sus inquietudes de otro orden, el tiempo dirá.
Al ser cogidos de improviso por el ambiente, la soledad y la luz de un país nuevo, los sentimientos del viajero sufren un profundo desconcierto. Las ideas y emociones del sujeto se hallan sometidas a breves y constantes sacudidas que cohíben su arraigo. Pasa aquél los primeros días atontado, como si viviera haciendo apenas pie sobre un existir falaz: ni lo que ve es lo que parece ser, ni sus impresiones son ciertas, ni él mismo es ya más lo que ha sido. Flotan él y cuanto le rodea en una atmósfera de vaga alucinación que por fin se disipa, dejando de nuevo al viajero en tierra firme con su equilibrio recobrado.
Esta crisis de adaptación dura apenas breves días, salvo en aquellos casos graves en que el viajero, el novato, cae desde los primeros instantes en un asiento, donde permanece las horas volviendo pesadamente los ojos a uno y otro lado, como si el banco que oprime fuera la única realidad en la irrealidad mareante del crudo paisaje que no quiere dejarse asir.
Nosotros —o casi todos nosotros— estábamos desde largo tiempo atrás iniciados en el ambiente tropical. Ninguna novedad podíamos esperar del cambio de vida, harto conocida nuestra. Mas mi joven mujer y su tiernísima hija abrían por primera vez los ojos al sol de Misiones. Todo podía esperarse en tan pobres condiciones para la lucha menos el perfecto equilibrio demostrado por una y otra ante las constantes del nuevo país. Madre e hija parecían gozar de una larga y prolija inmunización, que acaso los lazos de la sangre y del afecto expliquen en gran parte.
Todo podía esperarse, en efecto, menos la niebla de alucinación en que me hallé envuelto las primeras semanas. Viví y obré sin lograr hacer pie en un suelo casi natal. Como el novato, me hallé en Misiones sin conciencia de la flamante realidad. Sentí como aquél la fuga de todas las cosas ante mi mirar extraño, y vi interpuesto entre mi percepción y el paisaje ese velo infranqueable con que la naturaleza virgen resguarda su lastimante desnudez.
¿Qué explicación podía tener este fenómeno, de no hallarla en la obra lenta y corrosiva de tres lustros de vida urbana, infiltrada a pesar de mí mismo hasta las más hondas raíces de la individualidad? ¿Podía ese lapso haber transmutado mi albedrío selvático en el malestar y la inconformidad de un recién venido?
No era posible. Algo, fuera también de mi percepción, debía dar razón de este vaho maléfico.
Hallela por fin cuando la sequía, que comenzara cuando llegáramos allá, cobró —¡como tantas otras veces!— caracteres de desastre. Decíase que desde la gran sequía de 1905 no había visto la región tan profundamente agotadas y resecas sus fuentes de agua. La tierra, roja y calcinada, en efecto, no guardaba hasta donde se la sondara rastro alguno de humedad. No se veía en el suelo más que una red de filamentos lacios y resecos, y en el aire un constante y lento vagar de briznas quemadas. Sentíase la sequía en el humo en suspensión de los rozados, en la ansiedad general, en el ambiente de desolación de que parecían infiltrarse hasta el confín los mismos postes del alambrado. Y esto acentuándose día tras día con una perseverancia y una severidad que arrebataba toda esperanza de resurrección. Ella me salvó, sin embargo, al exigirme todas las fuerzas para una lucha que ya más de una vez había librado.
Tuvimos que corretear en busca de agua para el consumo de la casa —nuestros pozos estaban agotados— y librar esa agua de las avispas que la asaltaban. Tuvimos que acudir a bañarnos en la casa de un vecino. Bebíamos agua caliente que traíamos en coche en un tamborcito de nafta, y que escatimábamos hasta la sordidez. Perdimos la mitad de los postes por el fuego, vimos enfermarse uno tras otro los cedros, vaciarse en goma los naranjos y samuhús. Y cuando esta lucha y esta sequedad que persistían a través de la noche asfixiante habían ya obrado sobre mí como un tónico, llegó un acontecimiento nimio y trascendente a la vez a afianzar con su nota peculiarísima mi creciente bienestar.