Ricardo Piglia
Formas breves
Debolsillo
Ricardo Piglia Nació en Adrogué, en la provincia de Buenos Aires, en 1940. Trabajó durante una década en distintas editoriales de Buenos Aires y dirigió la famosa colección Serie Negra, que difundió la obra de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis y Horace McCoy. La invasión (1967), su primer libro de relatos, recibió el Premio Casa de las Américas, al que siguieron las narraciones incluidas en Nombre falso (1975). Su primera novela, Respiración artificial (1980), tuvo una gran repercusión en los círculos literarios y fue considerada una de las más representativas de la nueva literatura argentina. Otras de sus obras son Prisión perpetua (relatos: 1988), La ciudad ausente (novela: 1992), Plata quemada (novela: 1997), Blanco nocturno (novela: 2010; Premio Nacional de la Crítica 2011) y El camino de Ida (novela: 2013). También ha publicado varios ensayos sobre literatura como Crítica y ficción (1986), Formas breves (1999) y El último lector (2005). Desde los años ochenta, ha impartido clases en diversas universidades de Estados Unidos. Actualmente es profesor emérito en Princeton University.
Cuando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le preparé una antología de la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la universidad me alcanzó para instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la historia en la facultad de Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fueran dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar.
Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de «tener» una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de subalquilar los cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las Mercedes.
La pieza que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido, con dos puertas y estantes forrados con papel de diario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, las alusiones y los sobrentendidos son tantos que se descifran las palabras pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra, alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita.
Por supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La Plata.
Explicaciones no tengo. La única explicación posible es pensar que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar, en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y a las que uno no conoce.
La casa de pensión en La Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual y cuando voy por la avenida Rivadavia, hacia la facultad de Filosofía y Letras de la calle Puán, paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel.
5.VI.62
Carlos Heras habla de Macedonio Fernández, inesperadamente, en un seminario sobre la anarquía del año veinte. Lo conoció en Misiones cuando Macedonio era fiscal en el Juzgado Letrado de Posadas. «Habría que hacer una investigación», dice Heras, «sobre los argumentos y las acusaciones de Macedonio como fiscal. Ninguno de los reos acusados por él resultó condenado.» Recordaba el caso de un hombre que había asesinado a sus dos hijas con una navaja, primero a una y dos horas después a la otra, que por supuesto estaba casi desmayada de terror, y las había enterrado en los fondos de una iglesia porque era tierra bendita. «Macedonio logró construir una acusación que hace casi innecesaria la condena.» Heras dijo que el argumento de Macedonio consistió en sostener que el hombre había matado a sus dos hijas, una de doce y otra de catorce, porque no quería verlas condenadas a repetir la vida de su madre, que había terminado loca, ni la de la hermana mayor, Elisa Barrios, una conocida cancionista popular. El hombre había planeado matarse pero no tuvo valor o no lo consiguió, a pesar, dijo Macedonio, de que trató de ahorcarse con un alambre de púas. El hecho de que hubiera usado un alambre de púas se había convertido en un elemento central en la presentación de Macedonio. El profesor Heras no recordaba bien los contenidos del razonamiento pero veía con nitidez, dijo, la sala del tribunal y la figura enjuta y clara de Macedonio argumentando frente a un mundo escéptico que había ido para oírlo. El profesor estaba casi seguro de que el asesino de las hijas había sido absuelto o había recibido una pena simbólica. De un modo muy elegante Heras conectó el trabajo de Macedonio como fiscal en Misiones con los problemas de doble legalidad que se habían presentado en Buenos Aires el día de los tres gobernadores.
12.VI.62
«A Macedonio», me dice el profesor Heras mientras salimos de la facultad y caminamos por la calle 7 hacia la estación de trenes, «le gustaba evitar los contactos indeseados. Quería permanecer aparte. Creo que no le gustaba dar la mano.» Por otro lado parece que reflexionaba sobre su cuerpo más de lo que era habitual entre los intelectuales de su tiempo. «Sin embargo», dijo el profesor, «las mujeres se le entregaban con una facilidad asombrosa, sin ofrecer la menor resistencia. En fin, antes de sin embargo habría que decir», dijo el profesor Heras, «a causa de.» A Macedonio no le gustaba hacer planes sobre el futuro ni que le llamaran la atención sobre las bellezas naturales. Ya es bastante difícil, decía, captar los verdaderos momentos críticos. Mientras el tren entra en la estación y la gente se amontona para subir, el profesor me recomienda que busque en la biblioteca de la facultad el ejemplar de