En estas valientes reflexiones en torno al problema de los nacionalismos en España, el conocido pensador Fernando Savater estudia las implicaciones sociales, políticas, psicológicas y simbólicas de las identidades colectivas y su relación con la legitimación del terrorismo. Aborda, además, nociones clave como la plurinacionalidad, denuncia ideas establecidas de consecuencias fatales y ayuda a desvanecer algunos tristes tópicos sobre la violencia en el País Vasco.
Un lúcido alegato contra la colectivización de la violencia y las unanimidades forzosas.
Fernando Savater
Contra las patrias
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Titivillus 17.05.18
Fernando Savater, 1984
Editor digital: Titivillus
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Este librito está dedicado, con el debido cariño y respeto, a Rafael Sánchez Ferlosio, el menos nacional de los clásicos castellanos,
a Félix de Azúa, poeta y torpedero,
y también a Belén Altuna y Lourdes Auzmendi,
quienes, para mí, representan lo libre, bonito y
valiente de Euskadi
Despedida
«—No sé quién fue el primero que empezó a tratar a la gente como a semejantes —dijo Charlotte—. Es algo que nunca resulta.
»—Es muy difícil dejar de hacerlo una vez que se ha comenzado —comentó Emilia.
»—Ya dejará de interesarnos, en cuanto la cosa deje de ser novedad —dijo Mortimer—. Parecía una idea tan original.
»—Podemos ver lo antinatural de esa idea considerando sus resultados —dijo Charlotte».
Ivy Compton-Burnett, Criados y doncellas
FERNANDO SAVATER nació en 1947 en San Sebastián, Guipúzcoa. En la actualidad es catedrático de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudió su especialidad. Es autor de múltiples ensayos filosóficos, literarios, políticos, novelas y obras dramáticas, traducidos a varios idiomas. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo (1982), el X Premio Anagrama de Ensayo y fue finalista en el Premio Planeta (1993) con la novela El jardín de las dudas. Codirige la revista Claves de razón práctica y colabora habitualmente, entre otras publicaciones, en El País. Como conferenciante y profesor invitado, ha viajado por Europa, Asia y las tres Américas.
Notas
[1] La opinión que me parece más sensata sobre esta cuestión nacional-patriótica tiene su adecuada expresión en este párrafo de Santayana: «El país de un hombre, en el sentido moderno del vocablo, es algo que nació ayer, que modifica constantemente sus límites y sus ideales; es algo que no puede perdurar eternamente. Es el producto de accidentes geográficos e históricos. Las diversidades entre nuestras diferentes naciones son irracionales. Cada una de ellas tiene el mismo derecho —o necesita tener el mismo derecho— a sus peculiaridades. Un hombre que sea justo y razonable debe hoy en día, en la medida en que se lo permita su imaginación, participar del patriotismo de los rivales y enemigos de su país, un patriotismo tan inevitable y conmovedor como el suyo. Como la nacionalidad es un accidente irracional, lo mismo que el sexo o el carácter orgánico, la lealtad de un hombre hacia su país debe ser condicional, por lo menos si es un filósofo. Su patriotismo tiene que subordinarse a la lealtad racional, a cosas como la humanidad y la justicia». (Tres poetas filósofos, Editorial Tecnos, Madrid, 1995).
[2] Conferencia pronunciada en Donostia, en la semana «Nación, Patria, Estado», organizada por el Movimiento por la Paz y la No Violencia.
[3] A este respecto, viene a cuento citar la opinión del antropólogo Joseba Zulaika, profesor de la Universidad del País Vasco, en su comunicación «Imágenes icónicas y simbolismo sacramental en la violencia política vasca», comunicación presentada en el coloquio «Formas de dominación cultural en el área mediterránea», celebrado en Estados Unidos: «La violencia política entre los vascos puede considerarse como un intento de crear nuevas imágenes icónicas. Los jóvenes de Itziar que participan directamente en la violencia, así como los espectadores de esa violencia naturales de Itziar, han sido aleccionados para interpretar las imágenes visuales básicamente a la manera icónica de las imágenes religiosas de su iglesia. En los años veinte y treinta, cuando el nacionalismo vasco se introdujo por primera vez en Itziar como una ideología militante, la metáfora central de la retórica patriótica era el ama, la madre, aplicada indistintamente tanto a la tierra vasca como al lenguaje, el país y la Amabirjina (la muy venerada Virgen local. Nota de F. S.). La Amabirjina de Itziar era, de hecho, la santa patrona de la milicia nacionalista a nivel provincial. El amor al país debía ser el mismo que el amor a la madre. La imagen de la madre, en su plena dimensión religiosa y proyectiva, estaba representada naturalmente por la Amabirjina». (Debo el texto de esta ponencia a la amabilidad de su autor).
[4] Quizás el sentido mismo del antimilitarismo nunca se haya expresado mejor que en esta página magistral escrita a finales del siglo pasado: «Ningún gobierno confiesa en nuestros días que mantiene un ejército para satisfacer, llegada la ocasión, sus ansias de conquista. El ejército, por el contrario, se dice que es para la defensa. Para justificar este estado de cosas, invócase una moral que aprueba la legítima defensa. De esta manera, cada cual se reserva para sí la moralidad, atribuyendo la inmoralidad al vecino, porque hay que imaginar a este presto al ataque y a la conquista, si el Estado del que uno forma parte se ve en la necesidad de pensar en los medios de defensa. Además, se acusa al otro que, lo mismo que nuestro Estado, niega tener intención de atacar y afirma no tener su ejército sino por razones de defensa…; se le acusa, digo, de ser un hipócrita y un criminal astuto que querría lanzarse sin lucha sobre una victima inofensiva e inocente. En estas condiciones están hoy todos los Estados en sus mutuas relaciones: sostienen las malas intenciones del vecino, y ellos no las tienen sino buenas y santas. Pero esto es una inhumanidad tan nefasta y peor aún que la guerra, es una provocación y motivo de guerra, porque se acusa de inmoralidad al vecino y se desencadenan así los sentimientos hostiles. Hay que renunciar a la doctrina del ejército como arma defensiva tan radicalmente como a los deseos de conquista. Y llegará un día quizá, día grandioso, en que un pueblo glorioso en la guerra y en la victoria por el mayor desarrollo de la disciplina y la inteligencia militar, habituado a los mayores sacrificios por estas cosas, levantará la voz libremente: “¡Rompemos nuestra espada!”, destruyendo su organización militar hasta los fundamentos. Volverse inofensivo cuando uno es más temible, y esto por afinación del sentimiento, es el gran medio de llegar a la verdadera paz, que debe estar siempre fundada en una disposición pacífica de espíritu; mientras que eso que se llama la paz armada responde a un sentimiento de discordia, a la falta de confianza en sí y en el vecino, e impide deponer las armas o por odio o por temor. Es preciso que toda sociedad establecida se guíe por este lema: ¡antes morir que odiar y temer, y