Barby - El Canje
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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
– Piloto de la IV galaxia , Marcus Sidereo .
– Los superseres , Glenn Parrish .
– Planeta de mujeres , Keith Luger .
– Muñecos de muerte , Marcus Sidereo .
– Plaza para un planeta, Glenn Parrish .
RALPH BARBY
EL CANJE
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.º
Publicación quincenal
Aparece los VIERNES
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO
ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. . - 19
Impreso en España - Printed in Spain .
1ª edición: octubre , 19
© Ralph Barby -
sobre la parte literaria
© Manuel Brea - 1970
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona – 19
Aún estando animada, la fiesta resultaba aburrida, tediosa, para Joel S. Wattman.
—Joel, querido.
El joven, pero ya veterano astronauta no pudo evitar que la pelirroja le arrancara un beso, y que dos féminas más le rodearan solicitas haciendo vacilar la estabilidad de la copa de champaña que sostenía en su mano.
—Hola, queridas. ¿Divirtiéndose?
—¿Es cierto lo que dicen, Joel? —preguntó una de ellas.
—La verdad, chicas, no sé qué es lo que dicen.
—Que el final del milenio lo pasarás tratando de pisar Júpiter, el gran gigante.
El sonrió:
—Pues, no creo que eso suceda. Faltan cincuenta y tres días para el año dos mil y, como saben. Ia Luna, Marte y Venus ya han sido visitados, pero para Júpiter todavía no estamos preparados. Efectivamente, es un gigante difícil, en especial por su gravedad. Además, yo no estoy siendo preparado para ninguna misión concreta. Hay otros astronautas designados para los futuros viajes interplanetarios. A mí me tienen como en vacaciones y, la verdad, rodeado de vosotras, me encuentro muy a gusto.
—Pero Joel, ¿cómo puede ser? Tú eres el más famoso astronauta después de Armstrong, que fue el primero en pisar un astro fuera de la Tierra misma.
—He tenido algunos éxitos, no lo niego, pero la mayoría de ellos no se deben a un solo hombre, a mi valor personal, sino a la labor de todo un equipo compuesto por millares de hombres y centenares de precisas máquinas.
—No seas modesto, Joel —protestó otra de las chicas—. Todos sabemos que tú has arriesgado la vida en varias ocasiones haciendo lo que parecía imposible.
De pronto, por los altavoces de la sala advirtieron:
—Atención, amigos, atención. Creo que será interesante que a través de mundovisión veamos la elección de Miss Tierra.
Se produjeron aplausos y silbidos de alegría por parte de los hombres reunidos.
Una de las paredes de aquel club, ubicado en el piso cincuenta y tres de un rascacielos de la populosa ciudad de Los Ángeles, se iluminó, formando una pantalla de doscientos pies cuadrados.
En ajustado color, apareció el gran escenario y pasarela donde se iba a efectuar la elección de Miss Tierra, último concurso de aquel siglo. Casi dos meses más y ya irían camino del año dos mil uno.
Para que el jurado pudiera constatar mejor la belleza de las féminas, éstas se cubrían con la mínima expresión de tela y los silbidos de admiración se multiplicaron en el club.
Tras la abortada Tercera Guerra Mundial, iniciada por el mundo amarillo, se había creado un Gobierno unitario que, no obstante, respetaba la independencia económica y la idiosincrasia propia de cada uno de los países que formaban el globo terrestre.
Pese a esta unión, existía la competencia lógica en tales ocasiones, y cada país deseaba que su representante fuera la ganadora, igual que ocurría en el mundo del deporte.
—La verdad es que va a resultar difícil la labor del jurado.
Una de las féminas que estaban cerca de él, opinó despectiva:
—Sí, son lindas, pero hay muchas mujeres bonitas que no están en ese concurso.
—¿Como tú, querida?
Ella se contorneó ligeramente.
—No estoy mal del todo.
—Es cierto, no estás mal, pero a ti puedo verte otro rato. Ahora, prefiero admirarlas a ellas y entre todas, las que más me gustan, son la sueca y la española.
—Dos mujeres muy distintas entre sí, pero tengo que admitir que ambas son hermosas —aceptó la pelirroja.
Joel tomó un sorbo de champaña mientras la primera de las misses, contorneando su figura casi al desnudo y sin perder su femineidad pese a estar casi en el año dos mil, desfiló por la pasarela. Fue aumentando de tamaño en la pantalla y la verdad es que si hubiera tenido algún defecto, allí no hubiera pasado inadvertido.
Mientras admiraba a aquellas bellezas, uno de los camareros del club se le acercó diciendo:
—Mayor Wattman, le reclaman al fonovisor.
—Vaya, van a estropearme el espectáculo. Chicas, ahora vuelvo. Ya me contarán lo que me pierda de esas preciosidades.
Vació el champaña en su garganta, abandonó la copa y se dirigió a las cabinas fonovisoras. Entró en una de ellas, cerró la puerta y pulsó el botón.
En la pantalla de treinta pulgadas que tenía enfrente, apareció la imagen del brigadier Sullivan, un gran militar al que Joel S. Wattman conocía muy bien.
—A sus órdenes, brigadier —saludó hablando de cara a la pantalla. Sus palabras fueron absorbidas por el micrófono rectangular colocado al pie de la misma.
—Mayor, sé que se está divirtiendo, pero...
—Sí, estaba admirando las bellezas terrestres que se presentan a la elección.
—Lo lamento, pero deberá personarse inmediatamente en el aeropuerto; es urgente.
—¿Alguna misión especial, señor?
—No puedo decirle más, es alto secreto. En el aeropuerto hallará al mayor Ramírez, de la nación vecina. Él le entregará un sobre cerrado con órdenes a seguir. Le repito, es urgente y altamente secreto.
—Lo tendré en cuenta, brigadier.
—Así lo espero, mayor Wattman, le considero en lo que vale. Ahora, le deseo suerte.
La imagen se apagó y Joel suspiró. No podía terminar de visionar a aquellas bellezas venidas desde todos los puntos de la Tierra para mostrar su perfección anatómica.
Prefirió no despedirse de nadie. Tomó el ascensor ultrarrápido y en breves segundos se personó en la azotea-helipuerto, donde tenía aparcado el aerocóptero, nieto del autogiro e hijo del ya desestimado helicóptero.
Podía desarrollar los novecientos kilómetros hora como velocidad máxima y se movía por unas cortas aspas de unas quince pulgadas de largo. Por las puntas de las mismas, escapaban los gases de un motor a reacción que hacía girar las cuatro aspas y al mismo tiempo, creaba un remolino de gases que elevaba la nave con gran rapidez.
Con el aerocóptero cruzó la ciudad de Los Ángeles y en breves minutos aterrizó en el aeropuerto militar de base Cornilargo.
El mayor Wattman abandonó el aerocóptero al cuidado de los mecánicos del aeropuerto y anduvo en dirección al piloto que a su vez corría hacia él con un sobre en la mano.
—Hola, Ramírez. Creo que hay prisa.
—Esto es para ti. Mis instrucciones son que debemos marchar ahora mismo.
—¿Está la nave preparada para el vuelo?
—Sí. Podemos despegar en cuanto queramos.
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