El poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) fue el primero en aplicar la expresión «Paraísos artificiales» —la tomó de una tienda de flores artificiales de París— a la vivencia del mundo creado por el opio y otras sustancias alucinógenas. Partiendo de «Las confesiones de un comedor de opio inglés», de Thomas de Quincey, al que en parte traduce, Baudelaire hace una especie de tratado semifilosófico y semicientífico sobre la naturaleza, el uso y los efectos del hachís, que entonces procedía de Oriente y ofrecía ese aliciente romántico de exotismo y ebriedad. Sin arredrarse ante las conclusiones, multiplicando los puntos de vista, Baudelaire examina sistemáticamente todos los aspectos del consumo del hachís, desde el lado fisiológico y psíquico hasta el lado moral; y aunque aporta una total desenvoltura, como moralista sensible al prestigio del mal y del malditismo, discierne los distintos pasos de esa ebriedad que desemboca en un futuro lleno de amarga desilusión: una necesidad de remordimiento y de alegría, de deseo y de abandono, de denuncia y de pureza. Además de la lucidez del análisis, de su rigor, de la limpidez del estilo, «Los paraísos artificiales» ofrece una muestra de calidad de una inteligencia rara que interpreta las experiencias más diversas con un tacto ejemplar.
Charles Baudelaire
Paraísos artificiales
ePub r1.0
Trips 20.11.14
Título original: Les paradis artificiels
Charles Baudelaire, 1860
Traducción: Luis Echávarri
Editor digital: Trips
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CHARLES PIERRE BAUDELAIRE (9 de abril de 1821 - 31 de agosto de 1867). Fue un poeta, crítico de arte y traductor francés. Fue llamado poeta maldito, debido a su vida de bohemia y excesos, y a la visión del mal que impregna su obra. Barbey d’Aurevilly, periodista y escritor francés, dijo de él que fue el Dante de una época decadente. Fue el poeta de mayor impacto en el simbolismo francés. Las influencias más importantes sobre él fueron Théophile Gautier, Joseph de Maistre (de quien dijo que le había enseñado a pensar) y, en particular, Edgar Allan Poe, a quien tradujo extensamente.
Notas
[1] Béroalde de Verville, Moyens (sic) de parvenir.
[2] Mencionaré, sólo a título informativo, la tentativa, hecha hace poco tiempo, de aplicar el hachís a la curación de la locura. El loco que toma hachís contrae una locura que elimina la otra ¡y cuando la embriaguez ha pasado, la verdadera locura, que es el estado normal del loco, recupera su imperio, como la razón y la salud en nosotros! Alguien se ha tomado el trabajo de escribir un libro al respecto. El médico que inventó ese donoso sistema no es de modo alguno un filósofo.
[3] Teatro de sombras chinescas y de títeres, situado en la Galería de Valois, en el Palais-Royal, y luego en el Bazar Europeo del bulevar Montmartre.
[4] Tal vez la dama de las diez guineas.
[5] Diga lo que diga De Quincey sobre su impotencia espiritual, ese libro, o algo análogo referente a Ricardo, se publicó posteriormente. Véase el catálogo de sus obras completas.
[6] Mientras escribíamos estas líneas llegó a París la noticia de la muerte de Thomas De Quincey. Por consiguiente, formulamos votos por la continuación de ese destino glorioso cuando se había interrumpido bruscamente. El digno émulo y amigo de Wordsworth, de Coleridge, de Southey, de Charles Lamb, de Hazlitt y de Wilson deja numerosas obras, las principales de las cuales son: Confessions of an english opium-eater, Suspiria de profundis, The Caesars, Literary reminiscences, Essays on the poets, Autobiohraphic sketches, Memorials, The Note Book, Theological Essays, Letters to a young man, Classic records reviewed or deciphered, Speculations, literay and philosophic, with german tales and other narrative papers; Klosterheim, or the masque; Logic of political economy (1844), Essays sceptical and antisceptical on problems neglected or misconceived, etc. Deja no sólo la reputación de uno de los ingenios más originales, más verdaderamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno de los caracteres más amables y caritativos que hayan honrado la historia de la letras, tal, en fin, como él mismo lo ha descrito ingenuamente en los Suspiria profundis, obra de la que vamos a emprender el análisis y cuyo título adquiere, de esta circunstancia dolorosa, un tono doblemente melancólico. El señor De Quincey ha muerto en Edimburgo a los setenta y cinco años de edad.
Tengo a la vista un artículo necrológico fechado el 17 de diciembre de 1859 y que puede dar tema para algunas tristes reflexiones. Desde un extremo al otro del mundo la gran locura de la moral usurpa en todas las discusiones literarias el lugar de la pura literatura. Los Pontmartin y otros sermoneadores de salón llenan los periódicos americanos e ingleses tanto como los nuestros. A propósito de las extrañas oraciones fúnebres que siguieron a la muerte de Edgar Poe tuve ocasión ya de observar que al cementerio de la literatura se le respeta menos que al cementerio común, donde un reglamento policial protege las tumbas contra los ultrajes inocentes de los animales.
Quiero que juzgue el lector imparcial. ¿Qué nos importa que el opiómano no haya prestado nunca a la humanidad servicios positivos? Si su libro es bello, debemos estarle agradecidos. Buffon, que no es sospechoso en un asunto como éste, ¿no pensaba que un giro de frase oportuno, una nueva manera de decir bien las cosas, tenían para el hombre verdaderamente espiritual una utilidad mayor que los descubrimientos de la ciencia; en otras palabras, que la Belleza es más noble que la Verdad?
¿Qué autor que conozca el ardor de la pasión literaria tendría derecho a sorprenderse de que Quincey se haya mostrado a veces señaladamente severo con sus amigos? Se maltrataba cruelmente a sí mismo y, además, como dijo en alguna parte y como dijo antes que él Coleridge, la malicia no proviene siempre del corazón; hay una malicia de la inteligencia y la imaginación.
Pero he aquí la obra maestra de la crítica. De Quincey había donado en su juventud a Coleridge una parte importante de su patrimonio: «Sin duda esto es noble y loable aunque imprudente —dice el biógrafo inglés— pero se debe recordar que llegó un tiempo en que, víctima de su opio, con la salud quebrantada y sus asuntos muy desordenados, no tuvo inconveniente en aceptar la caridad de sus amigos». Si traducimos bien, esto quiere decir que no hay por qué agradecerle su generosidad, pues más tarde utilizó la de los otros. Al genio no se le ocurren esas cosas. Para llegar a ellas es necesario estar dotado con el espíritu envidioso y caprichoso del crítico moral.
Del vino y del hachís
Comparados como medios de multiplicación de la individualidad (1851)
I. El vino
I. El vino
Un hombre muy célebre que era al mismo tiempo un gran tonto, cosas que se llevan bien según parece, como tendré más de una vez, sin duda, el doloroso placer de demostrar, se ha atrevido, en un libro sobre la Mesa, compuesto desde el doble punto de vista del placer y la higiene, a escribir lo siguiente en el capítulo sobre el Vino: «El patriarca Noé pasa por ser el inventor del vino; es un licor que se hace con el fruto de la vid».