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Marina Tsvietáieva - Diarios de la Revolució de 1917

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Diarios de la Revolució de 1917: resumen, descripción y anotación

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Este libro reúne fragmentos de los diarios de Marina Tsviétaieva durante uno de los períodos más dramáticos de la historia de Rusia. Extraordinaria observadora, la poeta recoge en ellos su tremenda peripecia vital: la soledad, las estrecheces y las penurias que la revolució trajo consigo. El resultado es un texto íntimo y cargado del lirismo y la belleza lúcida de una voz personal y seductora.

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Este libro reúne fragmentos de los diarios de Marina Tsvietáieva durante uno de los períodos más dramáticos de la historia de Rusia. Extraordinaria observadora, la poeta recoge en ellos su tremenda peripecia vital: la soledad, las estrecheces y las penurias que la revolución trajo consigo. El resultado es un texto íntimo y cargado del lirismo y la belleza lúcida de una voz personal y seductora.

Marina Tsvietáieva Diarios de la Revolución de 1917 ePUB v10 Librera - photo 1

Marina Tsvietáieva

Diarios de la Revolución de 1917

ePUB v1.0

Librera virtual22.01.18

OCTUBRE EN UN VAGÓN Notas de aquellos días Dos días y medio ni un bocado ni - photo 2

OCTUBRE EN UN VAGÓN
(Notas de aquellos días)

Dos días y medio ni un bocado, ni un trago. (La garganta cerrada). Los soldados traen los periódicos – el papel rosado. El Kremlin y todos los monumentos han sido volados. El 56º regimiento. Han sido volados los edificios con los Junkers y oficiales que rehusaron rendirse. 16.000 muertos. En la siguiente estación – ya eran 25.000. Callo. Fumo. Mis compañeros de viaje, uno tras otro, toman los trenes que van de regreso.

Un sueño (2 de noviembre de 1917, de noche).

Huimos. De un sótano sale un hombre con un fusil. Le apunto con la mano vacía. - Baja el fusil. - El día es soleado. Escalamos unos pedruscos. S. habla de Vladivostok. Avanzamos en coche por entre los escombros. Un hombre con ácido sulfúrico.

CARTA EN MI CUADERNO

Si usted está vivo, si está escrito que vuelva a verlo – entonces escuche: ayer, cuando llegábamos a Járkov, leí el Yuzhni krai. 9.000 muertos. No le puedo relatar la noche, porque aún no ha terminado. Ahora la mañana es gris. Estoy en el pasillo. ¡Comprenda! Viajo y le escribo, y no sé si – y aquí siguen palabras que soy incapaz de escribir.

Nos acercamos a Oriol. Temo escribirle como quisiera, porque estallaré en sollozos. Todo esto es un mal sueño. Trato de dormir. No sé cómo escribirle. Cuando le escribo, usted – existe, ¡porque le escribo! Pero después – ¡ah! – el 56º regimiento de reserva. El Kremlin. (¿Recuerda las enormes llaves con las que cerraba las puertas por la noche?). Pero lo principal, lo principal, lo principal – es usted, usted mismo. Usted con su instinto de autodestrucción. ¿Acaso se puede quedar en casa? Si todos se quedaran, usted partiría solo. Porque usted es irreprochable. Porque usted no tolera que maten a los demás. Porque usted es un león que sacrifica su ser leonino: su vida – a todos los demás, conejos y zorros. Porque usted vive con abnegación y desprecia la autodefensa, porque el «yo» para usted no es importante, porque todo esto lo supe desde el primer momento.

Si Dios hace el milagro de conservarlo con vida, lo seguiré como un perro.

Las noticias son inciertas, no sé qué creer. Leo sobre el Kremlin, la Tverskaia, Arbat, el Metropol, la plaza de la Ascensión, las montañas de cadáveres. En el periódico SR Kúrskaia Zhizn de ayer, (día 1) – leo que ha comenzado el desarme. Otros (los de hoy) hablan de combate. Ahora no me permito escribir, pero mil veces me he visto entrar en casa. ¿Se podrá entrar en la ciudad?

Pronto llegaremos a Oriol. Son casi las dos de la tarde. Estaremos en Moscú a las dos de la mañana. ¿Y si entro en casa y no hay nadie, ni un alma? ¿Dónde buscarlo? Quizá ya no exista ni la casa. Todo el tiempo tengo la sensación de que esto es un mal sueño. Estoy siempre en espera de que algo se produzca, que no haya habido periódicos, nada. Que sea un sueño del que voy a despertar.

La garganta oprimida, como por dedos. No ceso de abrir y cerrar el cuello de mi vestido. Seriózhenka.

Escribí su nombre y no puedo escribir más.

Tres días y tres noches – ni media palabra con nadie. Sólo con los soldados para comprar periódicos. (Horrendas hojitas rosadas, siniestras. Carteles teatrales de muerte. No, ¡Moscú los ha coloreado! Dicen que no hay papel. Había, ya no hay. Para unos – es igual, para otros – una señal).

Alguien, finalmente:

—¿Qué le ocurre, señorita? En todo el camino no ha probado ni un trozo de pan, viajo con usted desde Lozovaia. La veo y la veo y me pregunto: ¿cuándo comerá nuestra señorita? Pienso, ahora sí, al pan, pero no – ¡otra vez a escribir en su librito! ¿Qué, se está preparando para algún examen?

Yo, vagamente:

—Sí.

El que habla – es un artesano, ojos negros como el carbón, barba negra, tiene algo del Pugachov tierno. Entre terrible y agradable. Conversamos. Se queja de sus hijos:

—Se han contagiado de esta nueva vida, de esta sarna. Usted, señorita, es joven y seguro pensará mal de mí, pero yo creo que toda esta escoria roja y estas puercas libertades – no acarrearán más que la tentación del Anticristo. Es un príncipe y su poder es enorme. Sólo estaba esperando su momento, estaba reuniendo fuerzas. Vas al campo, – la vida es grisácea, la muer canosa. «Diablo, bufón»… Míralo, lanza tallos de berza. Pero acaso es un bufón si ha nacido príncipe, de naturaleza celestial. A él no hay que atacarlo con tallos, sino con legiones de ángeles…

Se sienta con nosotros un militar gordo: cara redonda, bigote, unos cincuenta años, un poco vulgar, un poco vanidoso.

—¡Tengo un hijo en el 56º regimiento! Estoy muy preocupado. No vaya a ser, pienso, que se lo lleve el diablo. (No sé por qué, pero de golpe me tranquilizo)… Por lo demás, no es ningún tonto: ¡qué necesidad tenía de meterse en ese infierno! (Mi tranquilidad se desvanece al instante)… Es ingeniero de profesión, y los puentes, ya saben ustedes, no importa para quién se construyan: para el zar o la república, ¡lo que importa es que aguanten!

Yo, no aguantando más:

—Pues mi marido está en el 56º.

—¿Su ma-ri-do? ¿Está casada? ¡Vaya! ¡Nunca lo habría pensado! Yo la creía jovencita, a punto de terminar el liceo. ¿O sea que en el 56º? Entonces, ¿también usted está muy preocupada?

—No sé cómo llegaré al final del viaje.

—¡Llegará! ¡Y volverá a verlo! Vaya por Dios, con una mujer así – ¡exponerse a las balas! ¡Si será enemigo de sí mismo! ¿También él es muy joven?

—Veintitrés años.

—¿Ve? ¡Y usted se inquieta! ¡Si yo tuviera veintitrés años y una esposa como usted… Pero yo a mis cincuenta y tres y sin una esposa así…

(Yo, para mis adentros: «¡Ésa es la cosa!». Pero por alguna razón, de todas maneras, plenamente consciente de lo absurdo del razonamiento, me tranquilizo).

Me pongo de acuerdo con el artesano para ir juntos desde la estación. Y aunque no llevamos el mismo camino: él va a Taganka, y a la Povarskaia, sigo pensando en lo mismo: una prórroga de media hora. (Media hora – y Moscú). El artesano – es una tabla de salvación, y por algo tengo la impresión de que él lo sabe todo, más aún – de que pertenece al ejército del príncipe (¡no en vano es Pugachov!) y precisamente porque es un enemigo, a mí (a S.) me salvará. – Ya me ha salvado. – La impresión de que subió en este vagón a propósito – para protegerme y tranquilizarme – y de que la estación Lozovaia nada tiene que ver: pudo haber aparecido por la ventana, en plena marcha, en plena estepa. Y de que ahora en Moscú, en la estación, se volverá polvo.

Faltan diez minutos para Moscú. Ya comienza a clarear, – ¿o simplemente el cielo? ¿Los ojos se han habituado a la oscuridad? Tengo miedo del trayecto, de la hora en el coche de alquiler, de la casa que se aproxima (de la muerte, – porque si lo han matado, moriré). Tengo miedo de oír.

Moscú. Negrura. A la ciudad se puede entrar con un salvoconducto. Yo tengo uno, del todo distinto, pero es igual. (Para la vuelta en tren a Feodosia: esposa de lugarteniente). Tomo un coche de alquiler. El artesano, por supuesto, ha desaparecido. Parto. El cochero está locuaz, yo ausente, el empedrado lleno de baches. Tres veces se nos acercan con linternas. – «¡El salvoconducto!». – Se lo extiendo. Me lo devuelven sin haberlo visto. El primer tañido. Son cerca de las cinco y media. Comienza a clarear. (¿O lo parece?). Las calles desiertas, desertadas. No reconozco el camino, no lo conozco (me lleva dando un gran rodeo), tengo la impresión de ir siempre a la izquierda, como a veces una idea en el cerebro. Algo atravesamos y por algo huele a heno. (¿Pero quizá, pienso, sea – la plaza Sénnaia, y de ahí – el heno?). Suenan disparos en los puestos de guardia: alguien no se rinde.

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