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William Hogarth - Análisis de la belleza

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William Hogarth Análisis de la belleza
  • Libro:
    Análisis de la belleza
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1753
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EL ANÁLISIS DE LA BELLEZA Escrito con el propósito de fijar las fluctuantes - photo 1

EL ANÁLISIS DE LA BELLEZA Escrito con el propósito de fijar las fluctuantes - photo 2

EL ANÁLISIS
DE LA BELLEZA

Escrito con el propósito de fijar las fluctuantes IDEAS sobre el GUSTO.

So vary’d be, and of his tortuos train

Curl’d many a wanton wreath, in sight of Eve,

To lure her eye…

MILTON. ‘Paradise Lost’ (9516-18)

INTRODUCCIÓN

Presento ahora al público un breve ensayo, acompañado de dos grabados explicativos. En él intentaré mostrar por qué principios de la naturaleza llamamos bellas a las formas de ciertos cuerpos y feas a las de otros, graciosas a unas y a otras lo contrario, haciendo una consideración, mucho más minuciosa de lo que hasta ahora se ha hecho, de la naturaleza y diferentes combinaciones de las líneas que hacen surgir en la mente las ideas de toda la variedad de formas imaginable.

Quizás pueda parecer en principio que, tanto el proyecto entero como los grabados, estén más destinados a complicar y confundir las cosas, que a instruir y deleitar. Pero estoy seguro de que, cuando los modelos naturales a los que me refiero en este ensayo, sean debidamente considerados y examinados según los principios que aquí se exponen, se hará merecedor de una atenta y cuidadosa lectura, Y no me cabe duda de que los propios grabados se examinarán con la misma atención, cuando se observe que casi todas las figuras que en ellos aparecen (por extrañas que resulten así agrupadas) tienen una referencia propia en el ensayo, para ayudar a la imaginación del lector. Pues no es posible poner ante él los ejemplos originales del arte o de la naturaleza.

Espero que se contemplen mis grabados desde este punto de vista, y que las figuras que aquí aparecen no se tomen nunca como modelos en sí mismos de gracia o de belleza, sino sólo como ejemplos que indican al lector qué clase de objetos debe buscar y examinar en la naturaleza o en las obras de los grandes maestros. Por lo tanto, mis figuras deben considerarse en el mismo sentido en el que los matemáticos trazan las suyas para dar una idea de sus demostraciones, aunque ninguna de sus líneas sea perfectamente recta, o tenga la específica curvatura que se requiere. Lejos de pretender alcanzar la gracia, he optado deliberadamente por ser menos preciso allí donde cabría esperar la máxima belleza, para que la importancia no recaiga en las figuras en perjuicio de la propia obra. Pues debo confesar que tengo pocas esperanzas de que mi proyecto en general reciba una acogida favorable por parte de aquellos que ya han sido iniciados, según la moda, en los misterios de las artes de la pintura y la escultura. Mucho menos espero, ni en verdad deseo, la aprobación de esa clase de gente que está interesada en desacreditar cualquier doctrina que pueda enseñarnos a mirar con nuestros propios ojos.

Puede que sea innecesario advertir que algunos de los que acabamos de mencionar son no sólo los protegidos de los primeros, sino que, a menudo, son sus únicos instructores y guías. Puede verse cómo se les ha considerado en el extranjero en Roma y publicado por Mr. Pond (ver figura 1, sup. L. I).

A aquellos pues de espíritu desprejuiciado se dirige preferentemente esta pequeña obra. Pues es con ellos con quienes hasta ahora he contraído los mayores compromisos y de quienes tengo motivos para esperar la mejor acogida. Por consiguiente, me sentiría dichoso de poder asegurar a mis lectores que —por más anonadados e intimidados que estén por pomposos términos artísticos, por difíciles nombres y por ese alarde de colecciones aparentemente magníficas de pinturas y esculturas— se encuentran mejor capacitados, tanto las damas como, los caballeros, para obtener un perfecto conocimiento de lo elegante y lo bello, no sólo en las formas artísticas sino también en las naturales, considerándolas de un modo sistemático y sencillo a la vez. Y se encuentran mejor capacitados para ello que aquellos que prejuzgan con reglas dogmáticas, sacadas tan sólo de las representaciones artísticas. Incluso me atrevería a decir que alcanzarán este conocimiento más rápida y racionalmente que muchos pintores imbuidos de estos mismos prejuicios.

Cuanto más domine la convicción de que los pintores y los aficionados son los únicos jueces competentes para este tipo de cosas, tanto más necesario será aclarar y confirmar lo que antes señalé en el párrafo anterior: que no se le puede impedir a nadie, sólo por carecer de conocimientos previos, tomar parte en esta investigación.

La razón por la que los caballeros que se han interesado en el estudio de la pintura tienen una visión menos cualificada que otros para este propósito, es que han ocupado continuamente su pensamiento con estudios y consideraciones de los distintos estilos de pintura, con las historias, nombres y características de los grandes maestros, junto con muchas otras circunstancias procedentes del aspecto mecánico del arte, y no han dedicado apenas tiempo a perfeccionar las ideas que deberían tener en su mente de los objetos mismos de la naturaleza. Pues al sacar sus primeros principios sólo de imitaciones, de las que con demasiada frecuencia exageran tanto sus defectos como sus virtudes, terminan por desentenderse de las obras de la naturaleza, simplemente porque no cuadran con los prejuicios que se encuentran fuertemente arraigados en su espíritu.

De no ser así, más de una célebre pintura, de las que ahora adornan los gabinetes de curiosidades de todos los países, podría haber sido arrojada a las llamas tiempo atrás. Así, no le hubiera sido posible a la Venus y Cupido (representadas en la figura que está debajo de la fig. 49, sup. L. I) estar expuesta en las dependencias principales de un palacio.

Es evidente también, que la mirada del pintor puede no ser la más adecuada para admitir estas nuevas opiniones porque, de modo semejante, está demasiado cautivado por las obras de arte. Y también él es capaz de perseguir las sombras y dejar escapar la substancia.

Este error lo cometen, principalmente, aquellos que van a Roma para completar sus estudios. Pues, como van sin la más mínima cautela, se contagian de los dejes del aficionado en lugar de los del pintor y, en la misma medida en que empeora su habilidad para sus propias artes, hacen progresos en las del aficionado.

Para confirmar esta aparente paradoja, no hay más que ver en las subastas de pintura cómo los peores pintores siempre son los críticos más severos, y supongo que se confía en ellos tan sólo por su desinterés.

Me doy cuenta de que buena parte de lo que estoy diciendo sonará más a resentimiento y a querer invalidar anticipadamente las objeciones de aquellos que no considerarán favorablemente los defectos de esta obra, más que a intento de animar a aquellos lectores que no sean ni pintores ni aficionados. Y seré incluso lo bastante ingenuo como para confesar que algo de esto puede ser cierto. Aunque no puedo aceptar que éste sea un motivo suficiente como para arriesgarme a ofender a alguien, a menos que alguna otra consideración, además de las ya expuestas, lo haga necesario.

Trato de expresar con los más vivos colores las sorprendentes alteraciones que aparentemente experimentan los objetos bajo los presupuestos y los prejuicios contraídos por la mente. Falacias contra las que deben protegerse quienes deseen aprender a ver los objetos tal como son en realidad. Y aunque los ejemplos que hemos dado son bastante claros, es cierto que los pintores ejemplifican mejor que nadie el poder casi inevitable del prejuicio. Digo esto como confirmación y para consuelo de aquellos que puedan estar un poco ofendidos por lo que he dicho antes.

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