Thomas Childers nos acerca al tiempo en que un jovencísimo Adolf Hitler, mientras compartía piso en un barrio marginal, empezaba a apasionarse por la política y a entrar en contacto con ideas anti semitas. Hitler encontró su voz y, con ella, seguidores fieles: en 1932 los nazis ya habían conseguido formar el partido político más grande de Alemania y, en tan solo seis meses, transformaron una democracia disfuncional en un estado de régimen totalitario, iniciando así la marcha hacia la segunda guerra mundial y el Holocausto.
Estos son los tiempos aterradores a los que Childers da vida en este libro: el increíble ascenso de los nazis y cómo lograron consolidar su poder una vez lo obtuvieron.
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El huevo de la serpiente
Adolf Hitler nació el 20 de abril de 1889 en el pueblo austríaco de Braunau am Inn, en la frontera austrogermana. Su padre, Alois Hitler, era un funcionario de aduanas, provinciano y de ideas liberales, que había ascendido desde un ambiente poco prometedor hasta el respetable estatus de empleado público de nivel medio del Imperio de los Habsburgo. El patrimonio de Alois era motivo de controversias y rumores. Era hijo ilegítimo de Maria Anna Schicklgruber y de padre desconocido. En 1842, Maria Anna se casó con Johann Georg Hiedler y, en 1876, Alois adoptó el apellido de su padrastro, que luego cambió a Hitler. A medida que los nazis fueron haciéndose notar y Adolf Hitler emergía como una figura política nacional, hubo algunas especulaciones en torno a la idea de que el abuelo desconocido de Adolf fuese judío, pero nunca aparecieron pruebas fidedignas que confirmaran esos rumores.
La familia se mudó varias veces, de Braunau a Passau y luego a Linz, donde Adolf pasó gran parte de su para nada excepcional juventud. No había nada notable en él durante estos primeros años de su vida, nada que sugiriera potencial alguno para algo. Leía, fantaseaba con ser un gran artista, un gran arquitecto, constructor de edificios monumentales y grandiosas ciudades, un héroe wagneriano. Pero ninguna de estas fantasías se convirtió en una disciplina o preparación seria. Amaba la música, especialmente las óperas de Richard Wagner, pero apenas tenía conocimientos rudimentarios de música. Le gustaba dibujar, pintar con acuarelas, pero nunca tuvo el talento ni la disciplina de trabajo suficientes como para alcanzar los grandiosos éxitos que imaginaba.
El padre de Hitler proveía una existencia confortable a la familia. Esperaba que el joven Adolf siguiera sus pasos al servicio del gobierno y no se mostraba muy entusiasmado con las aspiraciones artísticas de su hijo. Era un paterfamilias brusco y autoritario, un hombre de estricta disciplina que aterrorizaba a su indolente hijo. Los golpes no eran algo raro. Adolf se refugió en su madre, Klara, quien lo consentía. Alois tenía tres hijos de un matrimonio anterior, pero tres de sus hijos con Klara habían muerto (dos hermanos y una hermana) antes de que Adolf naciera. Por esa razón, Klara estaba determinada a proteger a este hijo salvado por la providencia. Enfermizo cuando era bebé, Adolf se convirtió en un niño de mamá perezoso, autoindulgente y consentido. Su padre murió en 1903, cuando Adolf tenía 14 años, liberando así algo de la tensión que se vivía en la casa de los Hitler.
El joven Adolf era solitario, un perpetuo marginado. Tenía pocos amigos; en realidad, solo tenía uno digno de ese nombre. Mostraba muy poco interés en las chicas: no tuvo romances tempranos y ni siquiera relaciones amistosas con el sexo opuesto. Evitaba siempre que podía el contacto físico y daba apretones de manos con renuencia. Era «casi patológicamente sensible acerca de cualquier cosa que tuviera que ver con el cuerpo», según afirmó su único amigo genuino, August Kubizek, el hijo de un tapicero de Linz que aspiraba a ser músico. Juntos vagabundeaban por la campiña atravesada por el Danubio, paseaban por las calles de Linz e iban a la ópera, mientras Adolf hablaba largo y tendido sobre las muchas cosas que lo entusiasmaban. Para Hitler, la cualidad esencial de su amistad con Kubizek era que este sabía escuchar. Impresionable y tímido, Kubizek permanecía pendiente de cada una de las palabras que salían de la boca de Adolf. Como recompensa, el joven obtenía permiso de visita al intenso mundo imaginario de Hitler, un mundo compuesto de ilusiones desmedidas en las que Adolf Hitler era reconocido como un gigante artístico, un genio de la arquitectura, un hacedor de mundos.
Como estudiante, Hitler era, por decirlo de una manera amable, apático. Sus notas fueron tan bajas en la escuela técnica (Realschule) —fue suspendido en matemáticas, ¡e incluso en alemán!— que tuvo que repetir un año e incluso tuvo que superar exámenes especiales para evitar repetir por segunda vez. Incomprendido y despreciado, desde su punto de vista, decidió que ya era suficiente y a los 16 años dejó la escuela sin ningún título en sus manos. Se puso como objetivo hacer una carrera artística y esperaba ser admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena. En julio de 1907 convenció a su madre para que le permitiera ir a Viena a prepararse para el examen de ingreso, que tenía lugar todos los años en el mes de octubre. Al principio, Adolf se sintió cautivado por la ciudad, especialmente por sus imponentes edificios (la Ópera, el Parlamento, todas las grandes construcciones a lo largo de la Ringstrasse). Era el gran mundo alejado de la provinciana Linz.