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Isak Dinesen - Sombras en la hierba

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Isak Dinesen Sombras en la hierba
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    Sombras en la hierba
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Sombras en la hierba: resumen, descripción y anotación

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Sombras en la hierba prolonga y completa los recuerdos que Isak Dinesen recogió de su increíble vida en Kenia, cuya parte principal quedó plasmada en uno de los libros de memorias más bellos jamás escritos: Memorias de África. Son muchos los personajes y muchas las anécdotas que recorren como corrientes subterráneas las páginas de Sombras en la hierba: el comercio en Nairobi, la caza de leones homicidas, el mundo de los sueños, las danzas rituales en la granja y una multitud de pequeños acontecimientos extraordinarios vividos entre gentes más extraordinarias aún. Pero, a pesar de todo, no se puede hablar de autobiografía: de una u otra forma, la autora permanece al margen de la narración y cede el papel protagonista a quien nunca ha dejado de tenerlo: la vida, siempre diversa, indomable, cruel y tierna.

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Sombras en la hierba prolonga y completa los recuerdos que Isak Dinesen recogió de su increíble vida en Kenia, cuya parte principal quedó plasmada en uno de los libros de memorias más bellos jamás escritos: Memorias de África. Son muchos los personajes y muchas las anécdotas que recorren como corrientes subterráneas las páginas de Sombras en la hierba: el comercio en Nairobi, la caza de leones homicidas, el mundo de los sueños, las danzas rituales en la granja y una multitud de pequeños acontecimientos extraordinarios vividos entre gentes más extraordinarias aún. Pero, a pesar de todo, no se puede hablar de autobiografía: de una u otra forma, la autora permanece al margen de la narración y cede el papel protagonista a quien nunca ha dejado de tenerlo: la vida, siempre diversa, indomable, cruel y tierna.

ISAK DINESEN
Sombras en la hierba
Traducción de Aquilino Duque
Alfaguara
Sinopsis
Sombras en la hierba prolonga y completa los recuerdos que Isak Dinesen recogió de su increíble vida en Kenia, cuya parte principal quedó plasmada en uno de los libros de memorias más bellos jamás escritos: Memorias de África. Son muchos los personajes y muchas las anécdotas que recorren como corrientes subterráneas las páginas de Sombras en la hierba: el comercio en Nairobi, la caza de leones homicidas, el mundo de los sueños, las danzas rituales en la granja y una multitud de pequeños acontecimientos extraordinarios vividos entre gentes más extraordinarias aún. Pero, a pesar de todo, no se puede hablar de autobiografía: de una u otra forma, la autora permanece al margen de la narración y cede el papel protagonista a quien nunca ha dejado de tenerlo: la vida, siempre diversa, indomable, cruel y tierna.
Traductor: Duque, Aquilino
Autor: Dinesen, Isak
©1960, Alfaguara
ISBN: 9788420492773
Generado con: QualityEbook v0.75
Sombras en la hierba
Isak Dinesen
Farah
Al enfrentarme una vez más ahora, al cabo de veinticinco años, con los episodios de mi vida en África, una figura erguida, cándida y de aspecto gratísimo aparece dándoles paso: es Farah Aden, mi criado somalí. Si algún lector me pregunta por qué no escojo un personaje más relevante, le habré de responder que tal cosa es imposible.
Farah entró a mi servicio en Aden, en 1913, antes de la primera Guerra Mundial. Por espacio de casi dieciocho años se cuidó de mi casa, mis cuadras y mis safaris. Hablaba con Farah tanto de mis preocupaciones como de mis éxitos, y no había cosa que yo hiciera o pensara de la que él no estuviera al corriente. Cuando tuve que dejar la granja y abandonar África, Farah vino a Mombasa para decirme adiós. Mientras veía su inmóvil silueta oscura en el muelle hacerse cada vez más pequeña hasta por fin desaparecer, sentí como si estuviera perdiendo una parte de mí misma, como si me estuvieran cortando la mano derecha y a partir de aquel momento no pudiera ya montar a caballo, disparar un rifle o escribir, como no fuera con la mano izquierda. Desde entonces no he vuelto a montar a caballo ni a tirar con arma de fuego.
Para formar y componer una unidad, sobre todo una unidad creadora, los componentes individuales han de ser por fuerza de naturaleza diferente; en cierto sentido deberían incluso ser opuestos. Dos factores homogéneos jamás podrán formar un todo o, en el mejor de los casos, el todo que formen resultará estéril. El hombre y la mujer llegan a ser uno, una unidad creadora tanto en lo físico como en lo espiritual, en virtud de su desemejanza. Un gancho y un ojal son una unidad: un broche, un corchete; pero con dos ganchos no se puede hacer nada. Un guante de la mano derecha junto con su contrapartida el guante de la mano izquierda constituyen un todo: un par de guantes; en tanto que si tenemos dos guantes de la mano derecha habremos de tirarlos. Un número de objetos perfectamente semejantes no constituyen un todo: un par de cigarrillos es lo mismo que tres o nueve. Un cuarteto es una unidad porque está compuesto de instrumentos diferentes. Una orquesta es una unidad, y como tal puede ser perfecta; en cambio, veinte contrabajos dando la misma nota son el caos.
Una comunidad de un solo sexo sería un mundo ciego. En 1940, hallándome en Berlín encargada de escribir acerca de la Alemania nazi para tres periódicos escandinavos, la mujer —y con ella todo su mundo— se hallaba sojuzgada de manera tan absoluta que yo tenía la impresión de estar moviéndome en el seno de una comunidad unisexual. Sólo sentí alivio al ver a los jóvenes soldados marchar hacia el Oeste, hacia la frontera, ya que en una contienda los adversarios se hacen uno, los dos contendientes componen una unidad.
Ya en África, la entrada en mi vida de otra raza, esencialmente diferente de la mía, supuso para mí una expansión misteriosa de mi mundo. Mi propia voz, mi cántico en la vida obtuvieron allá su réplica, y el dúo ganó en riqueza y plenitud.
En la literatura de todas las épocas se da una unidad peculiar, integrada por partes esencialmente distintas, que hace su aparición, desaparece y retorna siempre: la de amo y servidor. Los encontramos a los dos en rima, en verso libre y en prosa, ataviados con las variables indumentarias de los siglos. Aquí surge el profeta Eliseo con su criado Gehazi, formando ambos una asociación cuyo fin cabría suponer a raíz de la aventura con Naamán, pero a quienes, no obstante, volvemos a encontrar en un capítulo posterior, por lo que se ve, en la mejor de las armonías. Aquí hace salir Terencio a Davus y a Simo, Plauto a Pseupolo y Calidoro. Aquí cabalga don Quijote con Sancho Panza en su rucio pegado a la grupa de Rocinante. Aquí sigue el Bufón al rey Lear por la espesura de la noche negra y tormentosa; aquí Leporello aguarda en la calle, mientras dentro del palacio don Juan «recoge su dulce recompensa». Phileas Fogg se pavonea por el escenario con una idea fija en su mente y con el industrioso Passepartout a sus talones. En las mismas calles de nuestro viejo Copenhague se pasean del brazo Jerónimo y Magdelone, mientras que a sus anchas y dignas espaldas Henrik y Pernille se hacen señas mutuamente.
Si a veces el criado es el más apasionante de los dos, también es cierto que, de figurar él solo, este juego de colores perdería fulgor y resonancia, tanto en lo que atañe a él como a su amo. Necesita de un amo para ser él. Leporello, después de haber presenciado el espeluznante final del truhán de su amo, seguirá todavía, pienso yo, mostrando de vez en cuando en un corro de amigos la lista de las víctimas de don Juan y leerá en alta voz y con triunfante acento: «¡Sólo en España fueron 1003!» El Bufón, a quien mata la interminable noche en la ciénaga, no hubiera alcanzado la inmortalidad de no ser por el viejo rey loco, a cuyo rugido de león él une su mofa lúgubre, amarga y tierna. Henrik y Pernille, de haber sido dejados por Holberg en su propio ambiente de ayudas de cámara y doncellas de compañía en el Copenhague natal, no habrían chispeado y centelleado como lo hacen, teniendo como telón de fondo el sosiego de Jerónimo y Magdelone y el pálido idilio de Leandro y Leonor.
En África he tenido muchos criados, a quienes siempre recordaré como parte de mi existencia en aquellas tierras. Uno era Ismael, mi armero, excelente cazador crecido y adiestrado exclusivamente en el mundo de las cacerías, gran rastreador y conocedor del tiempo, que se expresaba en términos de cazador y hablaba de mi rifle «mayor» y de mi rifle «joven». Fue Ismael el que al regresar a Somalia me dirigió una carta a nombre de «Leona Blixen», carta que empezaba con las palabras: «Honorable leona». Otro era el viejo Ismael, cocinero y fiel compañero de safaris, especie de santón mahometano. Y otro era Kamante, pequeño de cuerpo, pero grande, incluso formidable, en su aislamiento total. Pero Farah era mi criado por la gracia de Dios.
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