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Marga Minco - La hierba amarga

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Marga Minco La hierba amarga

La hierba amarga: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Un día

Comenzó un día en que mi padre dijo: «Vamos a ver si ha vuelto todo el mundo». Habíamos estado fuera un par de días. La ciudad entera había tenido que ser evacuada. A toda prisa, metimos lo que pudimos en una maleta y nos incorporamos a las larguísimas hileras de personas que salían de la ciudad en dirección a la frontera belga. Bettie y Dave se encontraban por entonces en Ámsterdam.

—Ésos no se darán ni cuenta —dijo mi madre.

Fue una expedición larga y peligrosa. Llevábamos la maleta en una bicicleta. Del manillar colgaban bolsas repletas. La metralla de las bombas y los proyectiles de las ametralladoras sobrevolaban nuestras cabezas y a veces alcanzaban a alguien. Cuando esto sucedía, un pequeño grupo quedaba rezagado. Cerca de la frontera belga, encontramos refugio en una granja. Pasados dos días, ya empezamos a ver las tropas de ocupación circulando por el camino vecinal y, algunas horas después, los evacuados regresaban de nuevo a la ciudad.

—Ya ha pasado el peligro —vino a contarnos un vecino; y nos fuimos también.

Al llegar a casa, encontramos todo como lo habíamos dejado. La mesa aún estaba puesta. Tan sólo se había parado el reloj. Mi madre abrió en seguida las ventanas de par en par. Enfrente había una mujer tendiendo las mantas sobre el balcón. En otra parte, alguien sacudía el polvo de las alfombras como si no hubiera pasado nada.

Salí a la calle con mi padre. A nuestro lado estaba el vecino en el jardín, se acercó a la valla cuando vio llegar a mi padre.

—¿Los ha visto? —preguntó—. No es plato de gusto, ¿eh?

—No —respondió mi padre—, todavía no he visto nada. Vamos ahora a echar un vistazo.

—La ciudad entera está plagada —añadió el vecino.

—Sí que lo estará —convino mi padre—. Era de esperar, Breda es una ciudad militar.

—Me pregunto —continuó el vecino— cuánto tiempo se quedarán.

—No mucho, se lo aseguro —opinó mi padre.

—¿Y ahora ustedes? —dijo el vecino. Se acercó un poco más—. ¿Qué van a hacer?

—¿Nosotros? —se extrañó mi padre—. Nosotros no vamos a hacer nada. ¿Qué se supone que deberíamos hacer?

El vecino se encogió de hombros y arrancó una hoja del seto.

—Cuando oyes lo que están haciendo por allí…

—Aquí no será para tanto —atemperó mi padre.

Seguimos nuestro camino. Al final de la calle, nos topamos con el señor Van Dam.

—¡Mira, mira! —exclamó—. ¡Ya hemos vuelto todos!

—Pues ya lo ve usted —repuso mi padre—, todos de vuelta en casa sanos y salvos. ¿Ha hablado usted ya con muchos conocidos?

—Claro —aseguró el señor Van Dam—, con unos cuantos. Parece ser que el hijo de la familia Meier ha continuado hasta la frontera francesa con unos cuantos amigos.

—Bueno —admitió mi padre—, esos chicos van siempre en busca de la aventura. No puedo reprochárselo.

—¿No les acompañaron su otra hija y su hijo?

—No —le informó mi padre—, están en Ámsterdam. Allí estarán bien.

—De momento sí —concedió el señor Van Dam.

—Tenemos que irnos —concluyó mi padre.

—¿A qué se refería el señor Van Dam con «de momento»? —le pregunté cuando continuamos la marcha.

—Creo que ve bastante sombrío el panorama.

—Igual que ese vecino nuestro.

Mi padre frunció el ceño.

—No hay que sacar conclusiones precipitadas —dijo—, debemos darle tiempo al tiempo.

—¿Cree —pregunté— que con nosotros harán lo mismo que con…? —No terminé la frase. Pensé en todas esas terribles historias que había oído contar durante los últimos años. Parecía estar todo siempre tan lejos…

—Aquí nunca podrá pasar algo así —aseguró mi padre—, aquí las cosas son diferentes.

Una espesa humareda de tabaco pendía en la atmósfera de la reducida oficina del almacén de ropa del señor Haas, en la Catharinastraat. Algunos parroquianos se habían reunido aquí a modo de asamblea. El pequeño señor Van Buren gesticulaba dando impetuosas vueltas en la silla giratoria de su despacho. Tenía una voz cascada. Cuando entramos, acababa de decir algo sobre un servicio especial que debería realizarse.

—Yo estoy de acuerdo —aprobó mi padre.

—¿Servirán de algo esos rezos? —preguntó el hijo del señor Haas. Nadie pareció prestarle atención, porque no le contestaron. Me arrepentí de haber acompañado a mi padre. Sabía que, de momento, no podría salir de aquí. Como no me apetecía nada quedarme en ese cuarto lleno de humo, fui por el pasillo hasta la tienda. No había nadie. Recorrí los mostradores y los estantes repletos de ropa. De niña, había pasado aquí muchas horas jugando con los hijos del señor Haas. Nos escondíamos detrás de abrigos y cajas, nos engalanábamos con cintas y retales de tela que sobraban del taller y jugábamos a las tiendas después de cerrar. Todavía flotaba el mismo olor, seco y dulzón, tan característico de la ropa nueva. Deambulé por los estrechos pasillos hasta llegar al taller y al almacén. Parecía que fuera domingo. Hoy nadie vendría a comprar ni a que le tomaran medidas para un abrigo nuevo. Me senté en un rincón del taller sobre una pila de cajas. Estaba bastante oscuro porque habían echado los postigos por fuera y sólo entraba la luz del pasillo. Un abrigo colgaba de la pared. Todavía tenía los hilvanes. Quizá ya no volvieran a recogerlo. Tomé el abrigo de la percha y me lo puse. Me miré al espejo. Me quedaba demasiado largo.

—¿Qué estás haciendo? —Era la voz de mi padre.

Me asusté porque no le había oído llegar.

—Me estoy probando un abrigo —repuse.

—No son días éstos para pensar en abrigos nuevos.

—Tampoco es que lo quiera —dije.

—Te he estado buscando por todas partes. ¿Vienes?

Me quité el abrigo y volví a colgarlo en la percha. Al salir, advertí que había estado mucho tiempo en la oscuridad, pues tardé en acostumbrarme a la intensa luz del sol. La calle estaba bastante transitada. Pasaban muchos coches y motocicletas extranjeros. Un soldado preguntó a una persona que nos precedía por el camino para llegar a la plaza del mercado. Obtuvo una explicación rica en gestos y ademanes. El soldado dio un taconazo, saludó militarmente y enfiló hacia donde le habían señalado. Ahora no cesaban de pasar ante nosotros soldados de las tropas de ocupación. Seguíamos nuestro camino como si nada.

—¿No ves? —me advirtió mi padre cuando ya casi estábamos en casa—, no nos han hecho nada. —Y mientras dejábamos atrás la valla del vecino, volvió a murmurar—: No nos han hecho nada.

La Kloosterlaan

Muchas veces, de pequeñas, a mi hermana y a mí los otros niños nos insultaban a la salida del colegio. Solían esperarnos al final de la Kloosterlaan, la avenida del convento. «Ven aquí», decía siempre en esas ocasiones Bettie, decidida y cogiéndome la mano. Alguna vez le proponía tímidamente ir por otro camino o darnos la vuelta, pero ella seguía andando, tirando de mí, derechita hacia la pandilla injuriante. Golpeando con la cartera a derecha e izquierda, mi hermana se abría paso entre el enjambre de niños cuyos golpes y empujones nos llegaban por todas partes. A menudo me preguntaba por qué éramos diferentes.

—El maestro dice que los judíos son malas personas —me dijo una vez un vecinito que iba a un colegio católico—. Asesinasteis a Jesús. —Por entonces, yo no sabía quién era Jesús.

Otra vez vi a mi hermano pelearse con un muchacho que no cesaba de llamarle «sucio judío». No cerró la boca hasta que Dave le tuvo inmovilizado en el suelo mientras le golpeaba. Llegó a casa sangrando por un corte en la cabeza. Después, mi padre nos enseñó una cicatriz en la sien que le había hecho un chico en el colegio con un clavo.

—En Twente también nos insultaban —comentó.

Yo tenía una amiga que solía venir a recogerme a casa para ir al colegio. Se llamaba Nellie y era muy rubia. Siempre se quedaba en el umbral. Nunca entraba. Cuando la puerta estaba abierta, se asomaba con curiosidad al pasillo.

—¿Cómo es vuestra casa? —me preguntó un día.

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