Demasiado a menudo olvidamos que un ser que habla es también un ser capaz de «producir silencio», y para recordarlo están los tratados de retórica de los siglos XVI y XVII. El arte de hablar es sin duda un arte excelente, pero ¿quién nos enseña el arte de guardar silencio? Paradójicamente, El arte de callar constituye otro capítulo del ars rhetorica, del cual ha sabido asimilar todos los fines prácticos; pues no se trata simplemente de callarse, sino de una inducción más sutil: en definitiva, del arte de intervenir en el otro a través del silencio. Así, el abate Dinouart nos inicia en los diversos tipos de silencio, enseñándonos los principios necesarios para callar en el debido momento, porque «hablar mal, hablar demasiado o no hablar bastante son los defectos ordinarios de la lengua».
Este ensayo fue escrito en París en el año 1771 por el abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart (1716-1786), un eclesiástico «mundano» y polígrafo del siglo XVIII. Escribió sobre los temas más diversos, sobre todo en torno a las mujeres, y en 1749 publicó Le triomphe du sexe, que le costó la excomunión.
Joseph-Antoine-Toussaint Dinouart
El arte de callar
Título original: L’Art de se taire, principalement en matière de religion
Joseph-Antoine-Toussaint Dinouart, 1771
Presentación: Jean-Jacques Courtine y Claudine Haroche
Traducción: Mauro Armiño
Presentación
Las paradojas del silencio
Al padre B. Lamy, que le hacía entrega de su Arte de hablar, el cardenal Le Camus le habría hecho, a modo de agradecimiento, la siguiente pregunta: «Es, sin duda, un arte excelente; pero ¿quién nos escribirá El arte de callar?».
Tal es el origen de la idea que llevó al abate Dinouart a publicar, en 1771, su Arte de callar, principalmente en materia de religión, si hemos de creer a uno de sus biógrafos. Pero ¿se propone el abate Dinouart escribir un tratado del silencio que sería un arte de no decir nada, de no hacer nada? ¿Pretende poner fin, con El arte de callar, a la larga serie de artes de hablar que jalonan la retórica de la edad clásica? ¿O poner un punto final a la idea misma de retórica? Nada de eso. El arte de callar es, en efecto, un Arte de hablar, un capítulo más de la retórica.
Debido, ante todo, a la posición paradójica de quien lo enuncia, se ve obligado, para dictar sus reglas, a infringirlas, porque no hay nada fuera del lenguaje, ni nada contrario a la retórica. Tampoco hemos de esperar hallar en Dinouart el enunciado de una mística, la reivindicación de un mundo enclaustrado en el silencio, o un intento de articular lo inefable en una lengua fundamental. Dinouart no es un contemplativo, sino un hombre de mundo y un polemista. El arte de callar no es un tratado ni del recogimiento ni del éxtasis: no tiene por meta callar ante Dios, ni trata de enunciar en una lengua mística el silencio primero en que Dios y el hombre estaban confundidos. No ha perdido ninguna de las finalidades prácticas de las artes retóricas: no es un arte de hacer silencio, sino más bien un arte de hacer algo al otro por el silencio.
Un signo, una sonrisa que se os escape puede volver más criminales todavía a los que se escapan por creer que os divierten y os agradan. Que hable entonces vuestro rostro por vuestra lengua. El sabio tiene un silencio expresivo que se vuelve una lección para los imprudentes y un castigo para los culpables.
El rostro habla por la lengua y no basta, para callarse, con cerrar la boca. Porque «no habría en eso ninguna diferencia entre el hombre y los animales». El silencio del hombre debe significar; El arte de callar es un paradójico arte de hablar, invita a «gobernar» o «contener la lengua», a otorgarle sólo una «libertad moderada» para incitar mejor a la tacita significatio de la elocuencia muda, la del cuerpo y del rostro: El arte de callar es un arte y una disciplina del cuerpo, una contribución a esa parte fundamental de la retórica, tan importante en la edad clásica y luego despreciada: la acción oratoria.
Y al tratado de Dinouart le interesa recordar, siguiendo muchos otros, que el silencio es un componente fundamental de la elocuencia. Que no podría comprenderse el efecto de un discurso a partir únicamente de la invención verbal que ese discurso puede desplegar, como no podríamos restringir la retórica a una taxonomía de giros y figuras. Y que, a poco que aceptemos apartarnos del «torrente» y del «abuso» de las palabras, veremos al cuerpo del orador ponerse silenciosamente a hablar. En efecto, en materia de elocuencia, la acción «se dice de todo lo exterior del orador, de su actitud, de su voz, de su gesto, que debe casar con el tema que trata: “La acción”, dice Cicerón, “es por así decir la elocuencia del cuerpo: tiene dos partes, la voz y el gesto. Una afecta al oído, la otra, a los ojos; dos sentidos, dice Quintiliano, por los que hacemos pasar nuestros sentimientos y nuestras pasiones al alma de los oyentes”».
Se encontrarán ahí, de El arte de callar, todos los elementos de lo que constituye el fondo de la obra: el recuerdo de la dimensión del silencio en la elocuencia del cuerpo, de un lado; las exigencias de una ética del silencio en la palabra y en la escritura, del otro.
Prácticas del silencio:
plagio, censura, civilidad
Dinouart nos dice que habría una epidemia de hablar y de escribir:
La furia por hablar y por escribir sobre la religión, sobre el gobierno, es como una enfermedad epidémica, que afecta a un gran número de cabezas entre nosotros. Tanto los ignorantes como los filósofos del día han caído en una especie de delirio.
Son muchos los enfermos, según el diagnóstico del abate, «que se han perdido por la lengua, o por la pluma». El tono es entonces violentamente polémico. Dinouart tiene sus blancos: los «nuevos filósofos» o «filósofos del día», que se dedican a abusar de las palabras. Y Dinouart arremete contra los racionalismos de todo género, contra la dialéctica, contra el materialismo y contra todos los pensamientos que sitúan la razón por encima de la revelación, la fe o la tradición. La razón se autoriza a hablar y a explicar allí donde el espíritu debería permanecer en silencio frente al misterio de la fe. Y, más allá del filósofo, condena al incrédulo y al hipócrita, al libertino y al espíritu corrompido, al herético y al blasfemo. Arremete contra el exceso de palabras y, sobre todo, contra la difusión del libro, contra el «veneno» de los libros y contra el escritor como «envenenador público», que corrompe el Estado, las costumbres y la religión.
Siempre se consideró como un mal sin remedio la circulación de una obra anticristiana que, pasando de mano en mano con una rapidez sorprendente, difunde las tinieblas en todas partes donde se detiene.
El arte de callar participa así de la respuesta al desarrollo de las fuerzas políticas y de las corrientes filosóficas que, en esa segunda mitad del siglo XVIII, impugnan la autoridad de la Iglesia, mientras la vida social y la investigación científica escapan paulatinamente a la enfeudación religiosa y mientras el ascenso de las luces y del individualismo minan el control de los estamentos tradicionales. La publicación, en 1771, de El arte de callar es un acto político, una llamada al orden, en el sentido más fuerte del término.
Hay que defender a la Iglesia y reducir al silencio a quienes la atacan. Es entonces cuando el texto se convierte en testigo de una nostalgia: está habitado por el recuerdo de un poder perdido de hacer callar