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A José María Casasayas (†), Alberto Sánchez (†) y José Carlos de Torres, maestros cordiales en la palabra bien dicha y en el esfuerzo y el cariño que conducen al trabajo bien hecho.
El discurso es un gran soberano que con un cuerpo pequeñísimo e insignificante lleva a cabo divinísimas obras: puede, en efecto, hacer cesar el terror y quitar la pena y producir alegría e incrementar la compasión.
Gorgias, Encomio de Helena
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Blas de Otero, «En el principio»,
Pido la paz y la palabra
Polifemo es la elemental negación del Otro. Ulises, en cambio, es aquel que señorea la palabra. Ulises, el astuto, controla la situación haciendo reír a los restantes cíclopes cuando Polifemo grita: «Nadie me mata». Para el bestia Polifemo la frase es positiva, ya que Ulises le ha dicho que su nombre es Nadie. En cambio, para cuantos escuchan la frase resulta negativa. Triunfa quien domina el lenguaje, es decir, el civilizado.
Octavi Fullat, El pasmo de ser hombre
Prólogo
«Prólogo» es hermosa palabra que debemos al origen del teatro griego. Antes de aparecer en escena el primer actor, un grupo de cantores, el llamado Coro, abría la acción dramática y daba a conocer la trama general anunciando el tema, sin descubrir puntos esenciales que pusieran en riesgo la tensión deseada, como definió Aristóteles en su Poética (12, 1452b, 22 y ss.). Quizá fue en sus orígenes un sencillo monólogo, sin acentos dramáticos, de un solo presentador. La vez primera comprobable que descubrimos en la lengua española este precioso término literario es en la Vida de Santa Oria de Berceo, a manera de discurso antepuesto al cuerpo de una obra para hacer aclaraciones previas y dar noticias sobre la finalidad de la misma sin desvelar esencias eliminadoras de la tensión exigida y para incitar a su lectura. Se trata, en último término, de un impulso que razone sobre la oportunidad y necesidad de un escrito.
Libros hay que, en su título mismo, manifiestan el interés de sus contenidos, y que acaso están urgiendo una necesaria aclaración de sus propios términos, deteriorados o mal interpretados, como ocurre con la Retórica o El arte de hablar bien y convencer, precioso título de esta obra —Manual del orador— de Santiago A. López Navia. Basta abrir cualquier periódico donde aparece el vocablo «retórica» o «retórico», para comprobar el sentido negativo, superficial o artificial que se intenta dar a estos vocablos, hasta el punto de que en algún diccionario con finalidad escolar ni siquiera se quiere usar el sustantivo «retórica», presente desde centenares de años en cualquier léxico. Hasta se tiene la osadía de ofrecer, como primer sentido, el significado de «estilo hinchado, rebuscado, falto de naturalidad», con absoluto menosprecio de la correcta definición principal ofrecida en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española. Que se pueda hacer, y desgraciadamente se haga, un mal uso de la retórica no es destino único de esta arte, como advierte la misma Real Academia en su acepción segunda.
Precioso documento y testimonio de lo que es, y de la función educativa y social de la retórica, es la obra de López Navia. Libro esencial, diáfano, hoy día imprescindible contra superficiales denostadores y falsificadores de la finalidad cultural del arte de hablar bien, sobre todo en un tiempo en que se atropella la corrección del lenguaje, y no solo para «desfacer entuertos», como diría don Quijote. Libro de pequeñas proporciones, pero de sustancial y fecundo contenido, no debería estar ausente de biblioteca ninguna. Su esencial brevedad, sin caer en la oscuridad, recorre, sin tacha ni ausencia, cuanto importa conocer y saber.
En tres partes, cada una de ellas con orientaciones esenciales, nos hace ver López Navia, con luminosa claridad, qué es retórica, sin olvidar el contenido estético, que ya señalaba Homero, al comparar el fluir de la palabra con una corriente de efectos psicológicos, al decir de Néstor cómo su palabra «fluía de sus labios más dulce que la miel» (Ilíada, 1, 249). Por supuesto, se nos ofrece en este libro cómo se alcanza el señorío de la palabra y su estrategia, pues no en vano el vocablo español «palabra» tiene sus raíces en un sentido dramático, el de lanzar, proyectar sentidos, para un dominio dentro de la sociedad.
Con precisión sustancial se nos indica el arco de saberes imprescindibles al orador, sus deberes, compromisos y precauciones, el perfil intelectual de su personalidad y sus cualidades. Aspecto con inteligentes advertencias es cuanto atañe al saber qué decir, cuando en la parte central y de mayor importancia trata el compilador sobre el discurso en sí mismo considerado: la selección de los elementos constitutivos del discurso, las fuentes argumentativas, el espíritu crítico, la importancia de los afectos para mover a los oyentes, el uso oportuno de figuras apodícticas o sentencias, las comparaciones, promotoras óptimas para hacer comprender una cosa, así como los ejemplos, cuya función destacaba ya Aristóteles en las observaciones retóricas, recogidas y salvadas por sus alumnos.
Con especial conocimiento y sentido certero nos ofrece López Navia lo que tantas veces echamos de menos, hoy día, en los discursos de tantos políticos, a saber, la disposición ordenada de los materiales del discurso, así como la función de cada una de sus partes y consejos prácticos. Agradecer debemos, cuantos nos esforzamos en la valoración actual del arte de hablar en público, lo que se nos recuerda, con singular acierto, sobre la exigencia de la elegancia en el decir y de su pulcritud, supuesta la imprescindible virtud de la corrección en el lenguaje, y sus advertencias sobre la improvisación. Consustancial al arte de hablar en público es también su finalidad estética, integrada en la definición de retórica: agradar por el modo de disponer el pensamiento y su fenomenología, los aspectos sonoros del lenguaje y la revelación material de las ideas, si bien se nos advierte de los innecesarios ornatos, supuesta la claridad que, siguiendo a Quintiliano, López Navia reivindica magníficamente como primera virtud de la elocuencia. A signos y ademanes corporales, como coronación de toda la obra, dedica el autor las sugerencias y guías magistrales de los clásicos, que convierten este manual en instrumento y guión imprescindibles para oradores y personas que estimen la propia palabra como el sello más profundo de la propia personalidad.