Quedarse quieto en la vorágine
EN OCASIONES, SIMPLEMENTE SENTARSE en silencio y no hacer nada es una de las cosas más inteligentes que una persona puede hacer, hoy por hoy. Me refiero a quedarse de veras quieto y en silencio, en cuerpo y mente. Puede que en la actualidad sea más necesario que nunca, pero no estamos hablando de algo nuevo. Ya en el siglo XVII , Blaise Pascal, el matemático y filósofo francés, dice en su obra Pensamientos: «Todas las desdichas del ser humano vienen de su incapacidad de permanecer en reposo en una habitación». A lo mejor es una necesidad básica cuya importancia no siempre somos capaces de concebir, pero que nos deberíamos recordar a todas horas. Cuando la vida va viento en popa es muy fácil olvidarse de esto, pero cuando nos enfrentamos con un calendario atiborrado de obligaciones casi imposibles, parece como si el espacio para no hacer nada se esfumase.
En mi día a día hay tres momentos en especial en los que estoy notoriamente más en calma y en los que puedo experimentar un efecto positivo como consecuencia directa de estar quieto.
El primer momento es un tiempo de no hacer nada, al que a menudo me consagro al volver del trabajo a casa. Me gusta sentarme y pasar entre cinco y diez minutos con nuestra gata. Se ha convertido en una rutina agradable y tan pronto me siento en el sofá ella viene a tumbarse a mi lado. Su tempo es otro, más relajado. Enseguida me lo contagia, y al poco rato noto que mis movimientos también se vuelven más lentos, apacibles y armónicos. Mi cuerpo absorbe su ritmo. Mientras estoy con ella no hago otra cosa. Dejo el teléfono fuera de mi alcance y puedo percibir cómo las tensiones y las asperezas se van suavizando con cada segundo que pasa. En ese instante de descanso sin planificación y sin tiempo de finalización preestablecido, se entreabre una puerta hacia algo más sosegado. Un poco como dejar el mundo exterior, más urgente y apresurado, para introducirse en una tierra de nadie, en un tipo de existencia más serena. De on a off. De hacer a ser. De conectado a desconectado.
El segundo momento es cuando me encuentro en la naturaleza. En ella puedes fácilmente «puentearte» a ti mismo y volverte más observador, estar menos atado a tus asociaciones subjetivas. Se abre una superficie de contacto entre uno mismo y la naturaleza, y a menudo aflora una familiar sensación de pertenencia. Tus sentidos pueden despertarse del todo, puedes nuevamente volver a conectar con la tierra y, en contraste con lo que ocurre en un entorno urbano, resulta más fácil relajarte y dejar de lado el caos de la cotidianidad. En este sutil reencuentro, el estrés se reduce, la presión sanguínea baja y tanto el estado anímico como la creatividad mejoran. Son los efectos que tiene en nosotros lo que llamamos un baño de bosque. Una creciente sensación de estar en casa.
Vivo en el centro de una gran ciudad. En medio de nuestro patio trasero crece un árbol, un arce magnífico que se yergue hasta el alféizar de la cuarta planta en la que vivimos. En un entorno que no es más que asfalto, este árbol significa algo especial. Me fijo en él cada día y agradezco su presencia. El simple hecho de verlo allí de pie me da fuerzas, y cada pequeño cambio de matiz me resulta admirable. Me relajan los cambios de las estaciones, así como saber que todo es transitorio. Pese a sus connotaciones sentimentales, la fugacidad es de lo más natural, una vez aprendes a respetar su ritmo y guiarte por ella. La magia del paso ordinario del tiempo.
El tercer momento es el de mi meditación diaria. Es un tiempo que alberga la mayor quietud posible. Casi poderosamente calmo. Tanto por fuera como por dentro.
Tras una larga jornada, la sensación de actividad a veces persiste y puede ir desplazándose de una parte a otra de tu cuerpo como una picazón. Pero termina disipándose. El cuerpo deja de apresurarse y parece sentirse a gusto con estarse quieto. Por dentro, el bullicio se reduce de forma notoria. Al cabo de un rato las actividades cesan casi por completo y me veo entrando en una vacuidad agradable y libre de pretensiones. Independientemente de las circunstancias y del humor que tengo, algunos días durante la meditación experimento un bienestar que no conoce de límites. En pleno día. En mitad del estrés. Rodeado de todo eso que me mete prisa. Cuando esto ocurre, no busco cambiar nada en concreto: bajo la guardia y la frontera entre mí mismo y los demás parece volverse paulatinamente más abstracta.
El efecto que tienen estos tres momentos es la radical recuperación y completa renovación de la energía experimentada en la quietud y el silencio. En más de una ocasión he palpado el límite extremo del cansancio más brutal, donde hasta tomar la más banal de las decisiones se me ha hecho una montaña. Demasiado cansado para pensar, demasiado vacío para sentir, los momentos diarios de quietud se vuelven un antídoto que me brinda una profunda y persistente calma. Pero no solo eso. ¿Cómo podemos llegar a saber quién somos, si nunca paramos del todo y nos dedicamos a escuchar? ¿Cómo vamos a poder oír siquiera nuestros propios pensamientos?
Mientras escribo estas líneas, la Oficina de Salud y Seguridad Ocupacional sueca informa sobre el aumento de los problemas de salud en los puestos de trabajo de todo el país, siendo el síndrome de fatiga crónica una de las afecciones más extendidas. Se calcula que hay 1,4 millones de personas que padecen problemas relacionados con el trabajo. La mitad asegura que siente preocupación o angustia o que sufre trastornos del sueño. Una de las causas que se menciona es que la frontera entre el trabajo y la vida privada se ha vuelto borrosa. Me identifico con ello y noto lo difícil que es poder trazar una línea divisoria entre estas dos realidades, así como lo importante que ha sido generar espacios bien definidos en los que poder recuperarme en esta vida que llevo. ¿Cómo podemos hallarlos en nuestro día a día? ¿Cómo encontrar esos micromomentos que restituyen la energía y la motivación? En una serie de reflexiones personales, acompañadas de ejercicios de meditación independientes que funcionan como masilla aglutinadora, quiero compartir aquello que, aun con la vida que llevo, me permite estar quieto en medio de un mundo agitado.
Magnus Fridh creció en el sur de Suecia. Descubrió la meditación durante la adolescencia y profundizó en ella realizando estudios de budismo tibetano y estudios universitarios de Indología. Da clases grupales de ashtanga yoga, mindfulness y meditación. Es uno de los fundadores de la aplicación Mindfulness, muy popular en todo el mundo y traducida a 13 idiomas. Participa en varios proyectos de investigación.
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