MORIHEI UESHIBA (Tanabe, Wakayama, 1883 - Ayabe, 1968). Maestro de artes marciales japonés. Creador de la disciplina del aikido, término que puede ser traducido como ‘arte de la paz’, y considerado uno de los mejores dai-sensei (‘gran maestro’) de la historia de las artes marciales. Provenía de un linaje de samuráis campesinos. Su padre, un próspero terrateniente que también tenía negocios madereros y pesqueros, fue un hombre muy respetado por la comunidad, que sirvió en los consejos municipales, se enfrentó a los políticos corruptos y a sus ronin (‘mercenarios’) y educó a su hijo con un fuerte sentido del deber filial en el bushido (el ‘camino del guerrero’).
Ueshiba, en justa correspondencia, reverenció a su padre durante toda su vida. Fue un niño débil y enfermizo, afligido constantemente por la devastación de la guerra y las brutalidades de los líderes políticos; fue superando sus limitaciones físicas mediante ejercicios que robustecieron su cuerpo, y su espíritu a través de la meditación budista, aprendida de la secta Shingon, a la que pertenecían sus padres.
En 1901, terminados ya sus estudios secundarios, se dirigió a Tokio para abrir una papelería, el Almacén Ueshiba, que distribuía material y artículos de escritorio para los colegios, pero cayó enfermo y el negocio no prosperó.
Volvió de nuevo a Tanabe y se unió a un grupo de artes marciales dirigido por el maestro Tozawa Tokusaburo; al año siguiente comenzó el estudio de los principios del sable en la escuela Yagyu Shikage. En 1903 contrajo matrimonio y, casi inmediatamente, se alistó en el Ejército Imperial de Japón para luchar en la guerra ruso-japonesa (1904-1905). Fue enviado a la reserva, en Osaka, y luego a Manchuria, pues se le consideraba demasiado pequeño de estatura para prestar servicio activo. A su vuelta a Tanabe siguió aprendiendo los principios de la Yagyu-Ryu, bajo la tutela del maestro Nakai Masakatsu, de cuyas manos recibió el título de instructor de artes marciales en 1908, lo cual le permitió abrir su propio dojo (literalmente ‘lugar de esclarecimiento’), su sala de entrenamiento.
En 1912, con veintinueve años, reclutó un centenar de personas, campesinos y militares, y marchó a la isla de Hokkaido, donde fundó un pueblo al que llamó Shirataki. En aquel momento la prefectura se acababa de abrir al desarrollo y acogía a todos los colonos que desearan trabajar la tierra. Durante siete años ejerció la jefatura de esta nueva colonia y cultivó la tierra, sirvió en el consejo municipal y contribuyó al desarrollo de la región.
Allí trabajó el campo, mientras continuaba con durísimos entrenamientos. En 1915 se había encontrado por casualidad en una posada con Takeda Sokaku, maestro de esgrima de la escuela Daito, quien le admitió como discípulo y le instruyó en el arte de la espada (algunas de cuyas técnicas incorporaría Ueshiba al aikido más tarde) pero, al no encontrar lo que buscaba junto a él, se volvió.
En 1920 murió su padre de una enfermedad, lo que supuso un duro golpe para él. Abandonó Hokkaido y regresó a su ciudad natal, presa de una terrible aflicción psíquica. Marchó luego a la ciudad de Ayabe, donde conoció a Deguchi Onisaburo, cabeza de la secta religiosa Omoto, derivada del Shinto meditativo, en cuyas enseñanzas encontró cierto consuelo. A petición del anterior, estableció en la ciudad un nuevo dojo, destinado a instruir en las artes marciales a los seguidores de la secta. Los ocho años que estuvo allí, hasta que se trasladó a Tokio en 1927, fueron formativos para él. Estudió filosofía Shinto y se dedicó por completo al budo (el ‘camino de las artes marciales’).
Durante este tiempo hizo un paréntesis para viajar junto a Onisaburo hacia Mongolia interior, en busca de un lugar donde establecer un centro de todas las religiones, que sería base de un nuevo orden social y político. Pero las condiciones que en Mongolia se vivían por entonces, violentas e inestables, hicieron peligrar sus vidas, pues fueron atacados varias veces por soldados nacionalistas chinos y bandidos.
Entre las muchas anécdotas que existen sobre la vida de Ueshiba, una de las más conocidas tuvo lugar precisamente en esta región. El grupo se dirigía a su destino en el distrito de Xing’an cuando, en un paso próximo a Tongliao, cayó en una emboscada y cientos de balas empezaron a llover sobre ellos. Todo parecía indicar que la muerte era inevitable, pero Ueshiba permaneció imperturbable: el control que había adquirido sobre su cuerpo le permitía esquivar las balas con un ligero movimiento.
En 1925, tuvo Ueshiba la primera de las visiones que habían de transformar su vida. Contaba por entonces cuarenta y dos años, y un día salió al jardín de su dojo en Ayabe, donde fue desafiado por un oficial armado con un sable, al que hizo frente con sus manos desnudas; cada vez que el militar atacaba, Ueshiba se movía ligerísimamente, lo justo para evitar la estocada, hasta que el otro, exhausto, desistió. Inmediatamente después de este suceso se encontró identificado con el sol, la luna y las estrellas, y se vio a sí mismo como el universo; había experimentado lo que en japonés se llama el sumi-kiri (la ‘claridad de mente y cuerpo’).
Su técnica, de carácter defensivo (no de ataque) y basada en el combate con las manos vacías, cada vez más perfeccionada, llegó a oídos de las altas autoridades militares y políticas de Tokio, ante las cuales hizo una serie de demostraciones en el otoño de 1925. El éxito fue tan grande que el antiguo primer ministro, el conde Yamamoto Goncee, le pidió que impartiera un seminario formativo para oficiales del ejército y figuras prominentes de la Casa Imperial, así que pasó una algún tiempo impartiendo su docencia en los más prestigiosos centros de Japón, como la Academia Naval de Toyama, la Academia de Policía Militar y el Colegio Militar; un tiempo que Ueshiba, por su parte, aprovechó para instruirse en el arte del kendo.
Poco después, la secta de Onisaburo fue declarada rebelde por el gobierno, así que en el año 1931, previendo problemas, decidió retirarse de la vida pública y confiar la dirección del dojo donde enseñaba su doctrina, que había ido formulando durante la década de los veinte, a su hijo, Ueshiba Kisshomaru.
En 1935, echando mano de sus ahorros, compró unas tierras en los alrededores de Iwama, al norte de Tokio. Estableció una granja donde instituyó un santuario dedicado a su forma de vida (el aiki), al que se retiró; allí aspiraba a unir los objetivos del aikido —nombre que había dado en 1938 al conjunto de prácticas que constituían su técnica— con una vida dedicada a la agricultura. Muchos fueron los que intentaron frecuentar su dojo, pero Ueshiba no aceptaba a cualquiera; entrevistaba personalmente a los aspirantes y era muy selectivo.
La segunda visión de Ueshiba ocurrió en diciembre de 1940, cuando practicaba una purificación ritual y repentinamente olvidó todo lo que había aprendido y las técnicas a las que había dedicado tantos años de práctica se le aparecieron completamente renovadas. Ahora eran vehículos de conocimiento y de vida, en vez de recursos para destruir a la gente.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial en diciembre de 1941, muchos jóvenes fueron llamados a filas y el aikido perdió numerosos alumnos. Fue entonces, en uno de los períodos más dramáticos de la historia de Japón, cuando Ueshiba tuvo la tercera visión. Se dio cuenta entonces de que el bushido había sido malinterpretado, pues el verdadero camino del guerrero era el arte de la paz, no el de la guerra, y debía concretarse en una disciplina creativa del cuerpo y la mente, un medio de manejarse ante la agresión constante de la vida.
En los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial, el aikido, junto con las demás artes marciales, fue proscrito por ley, pero Ueshiba juró junto a un puñado de sus discípulos mantener viva la llama del aikido. El 9 de febrero de 1948 el gobierno le permitió volver a abrir su