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Charles Higham - La Señora Simpson

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Charles Higham La Señora Simpson
  • Libro:
    La Señora Simpson
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    www.papyrefb2.net
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La Señora Simpson: resumen, descripción y anotación

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Wallis Simpson, duquesa de Windsor, la mujer que puso en jaque a la monarquía británica, es con toda seguridad una de las figuras más enigmáticas de la historia contemporánea. Son muchos los interrogantes que rodean su vida y su figura, que alimentan su leyenda, y pocos los estudios sobre su misteriosa vida.De una belleza convencional, divorciada y sin una herencia millonaria, la señora Simpson llegó a lo más alto y protagonizó una de las historias de amor más importantes del siglo XX. ¿Cómo consiguió reunir una gran fortuna, gozar de una fama incomparable, de magníficas viviendas, y volver loco a un rey que a punto estuvo de convertirla en reina? ¿Cuál es su secreto?El historiador Charles Higham, fascinado desde niño con los duques de Windsor, nos ofrece una investigación exhaustiva y documentada, que se lee como una novela, que desvela de forma clara y sin cortapisas el carácter de una mujer extraordinaria y recrea de una manera fiel su determinación, su capacidad de superación, su pasión por la intriga, el dominio que ejercía sobre los hombres, su elegancia, su relación con Hitler y otros episodios de una vida envuelta en escándalos y misterios que la catapultaron a lo más alto

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Wallis Simpson, duquesa de Windsor, la mujer que puso en jaque a la monarquía británica, es con toda seguridad una de las figuras más enigmáticas de la historia contemporánea. Son muchos los interrogantes que rodean su vida y su figura, que alimentan su leyenda, y pocos los estudios sobre su misteriosa vida.De una belleza convencional, divorciada y sin una herencia millonaria, la señora Simpson llegó a lo más alto y protagonizó una de las historias de amor más importantes del siglo XX. ¿Cómo consiguió reunir una gran fortuna, gozar de una fama incomparable, de magníficas viviendas, y volver loco a un rey que a punto estuvo de convertirla en reina? ¿Cuál es su secreto?El historiador Charles Higham, fascinado desde niño con los duques de Windsor, nos ofrece una investigación exhaustiva y documentada, que se lee como una novela, que desvela de forma clara y sin cortapisas el carácter de una mujer extraordinaria y recrea de una manera fiel su determinación, su capacidad de superación, su pasión por la intriga, el dominio que ejercía sobre los hombres, su elegancia, su relación con Hitler y otros episodios de una vida envuelta en escándalos y misterios que la catapultaron a lo más alto

Charles Higham La señora Simpson Para Richard V Palafox y Dorris Halsey - photo 1

Charles Higham
La señora Simpson

Para Richard V. Palafox y Dorris Halsey
Con especial reconocimiento al doctor Gerald Turbow
PRÓLOGO
Se ha dicho que fue la subasta del siglo. Mucho antes de la venta, que tuvo lugar el 2 de abril de 1987, las joyas habían servido de brillante señuelo lanzando sus destellos desde unas urnas de cristal que pasaron por Manhattan, Mónaco y Palm Beach; y se había llenado la prensa con sus descripciones y el anuncio del evento. A. Alfred Taubman, millonario originario de Michigan y propietario de Sotheby Parke-Bernet, estaba montando el mayor espectáculo de joyería del mundo. Para ello escogió un escenario adecuadamente lustroso: el Hôtel Beau Rivage, con vistas al lago Lemán y donde no solo estaba situada la sede de Sotheby’s sino que además se ofrecía a su lado, en el Hôtel Richemond, un atractivo alojamiento para la afluencia de ricos que pujarían por aquellas románticas piedras preciosas. Taubman levantó una carpa de grandes bandas rojas y blancas en los jardines situados a la orilla del lago y propiedad del Beau Rivage: una grandiosa carpa de circo para lo que iba a ser, de hecho, un circo. Para las noches previas, Taubman había organizado una serie de fiestas a fin de que los potenciales compradores y sus representantes admiraran las joyas sin prisa y cuando mejor les conviniera. Astutamente, había decidido que la propia subasta se celebrara a las nueve de la noche: una hora a la que ya había anochecido, y cuando las luces tenues, sutilmente dispuestas en el interior de la carpa, favorecerían los rostros de las mujeres. Solo unos pocos se quejaron de tener que cenar a una hora tan poco civilizada por temprana.
Los hombres iban de etiqueta y las mujeres, con vestidos de diseñadores. Entre los presentes se encontraba la condesa de Romanones, la «espía de rojo», una vieja amiga de la duquesa de Windsor que había sido agente secreto en Portugal y España durante la Segunda Guerra Mundial. También asistía lady Dudley, de soltera Grace Radziwill y por tanto vinculada por matrimonio a la familia Kennedy, igualmente íntima amiga de la duquesa, de origen yugoslavo, que se había convertido en uno de los personajes más destacados de la alta sociedad internacional. Asimismo, habían acudido los descendientes de las antiguas familias reales europeas, con quienes el duque de Windsor había mantenido amistad y cuyo trato finalmente había acabado deplorando, como la princesa de Nápoles y el príncipe Dimitri de Yugoslavia. También estaban la infanta de España, el barón Hans Heinrich Thyssen, la princesa Firyal de Jordania, la cantante Shirley Bassey y el abogado matrimonialista Marvin Mitchelson. Elizabeth Taylor pujaba por teléfono desde su piscina de Beverly Hills. Y muchas estrellas habían enviado a sus representantes, haciendo enfadar a los paparazzi que habían acudido a toda prisa al lugar y que, después de llevar una hora fotografiando a miembros de la realeza o la aristocracia ya en declive, debieron de sentirse como lemmings precipitándose en el lago Lemán.
La subasta comenzó tarde; los ricos nunca se han caracterizado por su puntualidad, y parecía existir una competición entre varios de ellos para ver quién era el último en entrar en la carpa. Finalmente, cuando las agujas del reloj ya se acercaban a las diez de la noche, el representante de Sotheby’s Nicholas Rayner, perfecta elección dada su belleza elegante, embutido en un esmoquin estilo años treinta confeccionado a mano y con un pañuelo rojo en el bolsillo del pecho, subió al estrado con un martillo dorado en la mano. Levantó entonces la mirada hacia una pantalla iluminada donde se mostraba, en rojo brillante sobre negro, la cantidad solicitada para abrir la puja por el primer objeto, un broche de oro, zafiros y rubíes en forma de borla. Y apareció una atractiva joven portando un soporte de terciopelo negro sobre el que descansaba el precioso broche. Alcanzó los 70 000 francos suizos, al menos diez veces su valor real. Puede afirmarse, sin temor a equivocarse, que nadie entre los presentes estaba interesado en el valor real de ninguno de los objetos que se ofrecían, como tampoco en que estos pudieran ser considerados buenas inversiones. Los participantes habían ido a la subasta a satisfacer una fantasía, a compartir un sueño.
El ambiente pronto empezó a recordar a una combinación de Ascot, una pelea de gallos de Manila y un campeonato de pesos pesados en el Madison Square Garden. Muchas subastas se caracterizan por su silencio, parecido al de una cripta o un bar gay. Rascarse la cabeza, mover ligeramente un lápiz dorado o apenas un movimiento de ceja oportunamente observado indicarían normalmente pujas que pueden rebasar el millón. Pero en esta ocasión los presentes se comportaron como si estuvieran en la subasta de una película mala. Gritaban, chillaban, competían, gesticulaban y agitaban sus catálogos, los puños o los dedos hacia el estrado histéricos como si fueran testigos de un naufragio o un gran incendio. Los empleados, escogidos por sus bellos rostros de colegio privado y sus esbeltas figuras, indicaban desde los teléfonos que determinados millonarios que llamaban desde otros países exigían que fuera aceptada su última puja. Después de que se hubieran vendido 31 lotes, se habían alcanzado los 3 millones de dólares. Unos impertinentes de diamantes se adquirieron por 117 000 dólares; no valían ni un centavo más de 5 000. Los modestos gemelos, botones de abrigo y corchetes del duque de Windsor alcanzaron los 400 000 dólares, al menos cuarenta veces su valor real. Cuando llegó la hora de las brujas y finalmente todo el mundo se fue marchando en parejas, la subasta había obtenido unas diez veces lo que debería. La noche siguiente, cuando Nicholas Rayner golpeó con su martillo por última vez, las ventas totales habían ascendido a 51 millones de dólares.
Quienes se rascaban las carteras y los bolsillos no solo deseaban poseer objetos que habían sido propiedad de miembros de la realeza -si bien, qué ironía, a la duquesa de Windsor nunca se le llegó a permitir utilizar el tratamiento de «Su Alteza Real»-, sino también participar, aunque fuera de un modo indirecto, de una época en la que la alta sociedad era aún alta sociedad, los ricos eran (al menos en el imaginario colectivo) casi uniformemente glamurosos y gente para la que, mientras el resto del mundo hacía fila con la cartilla de racionamiento, las fiestas no parecían tener fin. Quienes pagaban deseaban que les brillara en el cuello o en la muñeca un recuerdo de la historia de amor más importante del siglo.
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