Fernando Martínez Laínez
El náufrago de la Gran Armada
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Titivillus 23.10.15
Título original: El náufrago de la Gran Armada
Fernando Martínez Laínez, 2015
Editor digital: Titivillus
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A Carmen, hija en Irlanda.
Briand O’Rourke
By T. D. Sullivan
You ask me what defense is mine.
Here amidst your armed bands
You only mock the prisoner who is helpless in your hands.
What would defense avail me though it be good and true,
Here in the heart pf London town, with judges such as you?
On what wild day when near our coasts the stately ships of Spain
Caught in a fierce and sudden storm, for safety sought in vain;
When wrenched and torn midst mountain waves some foundered in the deep.
And others broke on sunken reefs and headlands rough and steep
I heard the cry that off my land where breakers rise and roar
The sailors from a wrecking ship were striving for the shore
I hurried to the frightful scene, my generous people too,
Men, women, even children, came, some kindly deed to do.
We saw then clutching spars and planks that soon were washed away,
Saw others bleeding on the rocks, low moaning where they lay;
Some cast ashore and back again dragged by the refluent wave,
Whom one grip from a friendly hand would have sufficed to save.
We rushed into the raging surf, watched every chance, and when
They rose and rolled within our reach we grasped the drowning men
We took them to our hearths and homes and bade them there remain
Till they might leave with hope to reach their native land again.
This is the «treason» you have charged! Well, treason let it be,
One word of sorrow for such fault you’ll never hear from me.
I’ll only say although you hate my race, and creed, and name,
Were your folk in that dreadful plight I would have done the same.
Briand O’Rourke
By T. D. Sullivan
Me preguntáis cuál es mi defensa.
Aquí ¡entre vuestra guardia armada!
Solo os burláis del prisionero que está indefenso en vuestras manos.
¿Qué me aportaría una defensa aunque fuera virtuosa y honrada,
Aquí en el corazón de Londres, ante jueces como vosotros?
En ese día feroz cuando cerca de nuestras costas los imponentes barcos de España,
Atrapados en una feroz y repentina tormenta, buscaron protección en vano;
Cuando arrancados y quebrados entre montañas de olas algunos se hundieron en las profundidades,
Mientras que otros se estrellaron contra arrecifes sumergidos hostiles y contra empinados cabos,
Escuché el clamor de mi tierra donde las olas ascendían y rugían,
Los marineros de un navío naufragado luchaban por llegar a la costa,
Me apresuré a la espantosa escena, y también mi bondadoso pueblo,
Hombres, mujeres, e incluso niños, acudieron a realizar generosas acciones.
Vimos entonces a algunos aferrados a mástiles y tablones que pronto se llevó el agua,
Vimos a otros sangrando en las rocas, gimiendo sordamente en el sitio donde yacían;
Algunos fueron arrojados a la costa y arrastrados hacia atrás devueltos por las olas refluentes,
Hombres a quienes la sujeción a una mano amiga habría bastado para salvarse.
Nos precipitamos al embravecido oleaje, observando cada ocasión, y cuando
Se elevaban y rodaban hasta nuestro alcance agarrábamos a quienes estaban a punto de ahogarse,
Los llevamos a nuestros hogares y casas y le ofrecimos amparo
Hasta que pudiesen marchar con esperanza de alcanzar su patria de nuevo.
¡Esta es la «traición» de la que me habéis acusado!
Pues dejémoslo así, que sea traición,
Una palabra de arrepentimiento por semejante delito jamás oiréis de mí.
Tan solo diré que aunque odiéis mi raza, mi credo y mi nombre,
Si vuestra gente hubiera estado en tal atroz sufrimiento, yo habría hecho lo mismo por ella.
LA BATALLA
Bruselas, 1589
«El infierno no puede ser peor», piensa.
—Escribidlo así, entonces, capitán.
Alejandro Farnesio, gobernador general de Flandes, parece indicar el final de la entrevista con un gesto impaciente, como si la presencia del capitán Cuéllar le resultara fatigosa, o quizá sea solo el desasosiego que le produce verse frente a un recordatorio vivo del fracaso de la empresa que alimentó tantos sueños, y ahora es solo huella borrosa de un gran desengaño.
—Escribid un informe y detallad vuestro infortunio —repite.
Cuéllar se encoge levemente de hombros. En su fuero interno quizá piense que el encargo no vale la pena. Relatar su propio sufrimiento con la pluma no es lo suyo. Él bastante ha tenido con aguantar la furia del cielo y el mar de Irlanda y salir vivo del averno que se tragó a la Armada. Es el capitán de todos los perdedores.
Escribir, ¿para qué? ¿Cómo describir el infierno? Sabe que el Dante lo intentó, aunque él no haya leído la Divina Comedia. Su vida ha sido la guerra y no ha tenido mucho tiempo para meditar o enfrascarse en líricas.
Lo piensa y así quisiera darlo a entender ahora, aunque las palabras no saldrán de su boca por no irritar a Farnesio. ¿Qué tiene que ver el infierno de la laguna Estigia con el mar de Irlanda? ¿Con esa oscuridad que emerge de los abismos del mar agarrada a las olas? ¿Con ese viento frío de plomo que agita los barcos como si fueran astillas? Caronte es mucho más piadoso que aquella soldadesca que acechaba como buitres entre las rocas de la costa para rematarnos a golpes o degollarnos.
—Escribidlo todo con detalle y entregádselo a mi secretario Ibarra. Él me lo hará llegar.
La voz de Farnesio parece llegarle ahora como un eco trivial de los gritos de rabia y agonía de sus compañeros ahogados, apaleados, apuñalados, despojados de sus ropas y las escasas pertenencias con las que consiguieron arrojarse al agua en busca de salvación.
El gobernador general cree percibir las dudas del capitán y le apremia para que dé curso al papel. Él mismo también acarrea su cruz, no hay duda, por no haber podido llevar a sus soldados a las playas inglesas de Kent, como el rey le había pedido.
—Capitán —le dice—, descansad y reponeos, pero necesito en unos días vuestro memorial, que enviaré al rey.
—Así lo haré, excelencia. Contad con ello.
Ahora sí, el gesto de despedida es definitivo. Cuéllar abandona la estancia mientras Farnesio se hunde en el sillón, ante el montón de documentos que inundan su mesa, y deja vagar la vista por las emplomadas vidrieras que apenas dejan traslucir esa perpetua atmósfera gris cargada de humedad de los inviernos de Flandes.
¿Quién que no tenga el corazón tan duro como el pedernal podrá soportar tiempos tan sombríos como los que se avecinan? Como una premonición, siente que su destino se ha torcido irremisiblemente tras el desencuentro de sus tropas con la Armada en las frías aguas del Canal. Una gran empresa, como es la de acabar con la rebelión de Flandes, nunca avanza directamente por dos sendas, y el que desea abarcarlo todo en nada triunfa. Los franceses seguirán saboteando cualquier acuerdo que pudiera alcanzarse para pacificar estas provincias. Él ya se lo dijo al rey cuando le dio ocasión. Primero, derrotar a Francia; y luego, Inglaterra. Ambas cosas a la vez es imposible, mientras todo el país flamenco, y aun la propia España, están al borde de un catastrófico derrumbe económico. Falta dinero para pagar al ejército y los bolsillos del pueblo y de los burgueses de esta tierra están exhaustos como las arcas de Castilla. Estrujarles más sería locura.