INVENCIBLES
Una novela que recrea las hazañas de
aquellos heroicos españoles que derrota ron
a la Armada inglesa en 1589
JUAN A. PÉREZ-FONCEA
INVENCIBLES
Una novela que recrea las hazañas de aquellos españoles que derrotaron a la Armada inglesa en 1589
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© 2014, Juan A. Pérez-Foncea
© 2014,
Diseño de cubierta: Opal Works
Primera edición: noviembre de 2014
Composición: Francisco J. Arellano
Impresión: Cofás
Impreso en España — Printed in Spain
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ÍNDICE
Primera parte
LA GRAN ARMADA
— ¡A estribor! ¡¡Todo a estribor!! ¡¿No os dais cuenta de que intentan ganarnos el barlovento?!
»¡Fuego a discreción! ¡Hay que impedir que se nos escapen!
»¡A mí la arcabucería...!
A pesar de tantos años como han transcurrido, me parece estar todavía escuchando las autorizadas órdenes de Don Álvaro de Bazán en las islas Azores, cuando aplastamos a la flota conjunta franco inglesa, aun siendo el número de nuestros barcos sólo una tercera parte del de los suyos.
— ¡Mi alférez, Don Miguel de Oquendo ha hundido el costado de la Capitana francesa! ¡Parece que se dispone a abordarla...!
Conseguimos salvar las Azores de nuestros enemigos.
Y pocos años después pondríamos proa a Inglaterra, para, en palabras de Don Juan de Idiáquez: «meterles a los ingleses el fuego en su propia casa y, tan vivo, que les haga acudir a ella y retirarse de la casa de los demás».
Pues los ataques de los piratas se estaban convirtiendo en una plaga para nuestro imperio.
Pero vayamos por partes. Comencemos por el principio: entre las Azores e Inglaterra todavía tuve que pasar una larga temporada en Lisboa, entonces recién incorporada, como todo Portugal, a la Corona de España.
Recuerdo aquel día en Lisboa como si fuera ayer. Era primavera. Primavera de 1587. Una primavera especialmente desapacible.
También aquella mañana había amanecido destemplada y lluviosa. Desde luego, no era una mañana que invitara a pasear. Y, sin embargo, fiel a mi costumbre — pues siempre he sido un hombre metódico — , quise salir a estirar las piernas, dando una estimulante caminata hasta la bocana del puerto.
Tan pronto como hube abandonado las estrechas callejuelas de la ciudad, el viento racheado del mar me recibió huraño, azotándome con fuerza en la cara. Mi recio capote militar hizo que la sensación, por lo demás, no me resultara del todo desagradable.
A esas horas y con ese tiempo, no había un alma en el muelle.
Sin embargo, durante el trayecto de vuelta, me sorprendí al ver a un hombre que, al igual que yo, caminaba a lo largo del espigón, desafiando a la lluvia y al viento. Al cruzar junto a él me sorprendí aún más, pues el desconocido me reconoció en el acto, y me llamó por mi propio nombre:
— ¡Que me aspen si no estoy ante el mismísimo alférez Guriezo! ¡Ésta sí que es una sorpresa! ¡Y de las buenas!
— ¡Caramba, sargento Ibarra! — le respondí asombrado — . ¡Y que lo diga! ¡Cuánto tiempo...! No le había reconocido; además, no le hacía a usted en Lisboa...
— ¿A que no se lo imagina? ¡Acabo de retirarme! Hace sólo unos pocos días que salimos del puerto de Málaga, en donde cumplí mi último destino. Estamos aquí haciendo escala, de camino a casa.
— ¡Pero esto hay que celebrarlo! ¡Ahora mismo me acompaña usted a tomar una buena jarra de Oporto...! — le dije entusiasmado. Añadiendo — : ¡yo invito!
— ¡Con mucho gusto! ¡Para mí será un auténtico placer brindar con usted por los viejos tiempos...!
En efecto, el sargento Ibarra y yo teníamos mucho en común, y mucho que recordar, pues los dos habíamos participado codo con codo en la citada Batalla de la Isla Terceira, en aguas de las islas Azores, en julio de 1582, hacía ya casi cinco años.
Entonces yo era un simple alférez. Sin embargo, Dios quiso que tuviese una digna intervención en el desarrollo de aquella gesta. Mis acciones a bordo del galeón San Mateo me hicieron acreedor de los mayores elogios por parte de mis superiores. Y no sólo eso: a mi regreso a tierra, supe que mi comportamiento en la batalla me había merecido un ascenso a teniente.
Pero avanzar más en el relato creo que será necesaria una breve presentación de mi persona.
Baste decir por ahora que me llamo Santiago Guriezo, y que nací en la marinera villa de Santoña, a orillas del mar Cantábrico, en el año del Señor de 1560. Era yo por tanto, al tiempo de desarrollarse estos hechos, un joven de veintisiete años.
Si bien nunca he destacado por mi estatura, pues no soy ni alto ni bajo, sí lo he hecho — incluso ahora, a mis más de sesenta años — por mi vigorosa constitución.
Y para rematar el cuadro, añadiré que tengo los ojos garzos, de un mirar enérgico — según parece — , en vivo contraste con mi cabello: tan negro — le gustaba decir a mi madre — como una noche cerrada de invierno.
El caso es que los dos amigos nos encaminamos hacia «Na Estrela», una de las tabernas que abundaban en las cercanías del puerto, y que a esas horas se encontraba completamente vacía.
Nada más entrar, fuimos recibidos por el característico y penetrante olor a vino, que parecía impregnarlo todo.
El patrón, un hombre grande y rollizo, que trasudaba abundantemente por cada poro de su ancha cara, no tardó en presentarse ante nosotros:
— ¿Qué va a ser?
— ¡Dos jarras de buen vino...!
— Aquí no hay mal vino, sólo tenemos bueno... — nos respondió, con un aire ligeramente displicente y retador.
— Bien me parece. Pero traiga del mejor que tenga. ¡Tenemos muchas cosas que celebrar! — le respondí, sin conceder mayor importancia a su fanfarronería.
Tan pronto como el cantinero reapareció con las jarras del espléndido caldo, el sargento Ibarra bebió un largo y pausado trago, y exclamó:
— ¡Ah! alférez, ¡Qué gran dicha la de volver a encontrarle! ¿Recuerda usted cuando los franceses trataron de apoderarse de su galeón?
— ¿Cómo no voy a acordarme? Nos atacaron a un mismo tiempo desde su Capitana a babor, y desde la Almiranta a estribor... Además, dispusieron de otros tres navíos que nos disparaban a discreción desde proa y popa. ¡Cinco contra uno!
— Y sin embargo, ustedes lograron rendirles. ¡Quién lo iba a decir!
— Sí, qué duda cabe: aquélla resultó una memorable acción.
Continuamos repasando durante un buen rato, una por una, las más gloriosas hazañas de aquella batalla.
Así permanecimos un largo rato, bajo la atenta mirada del dueño de la cantina, que no nos quitaba ojo desde su puesto de observación a la entrada del establecimiento. Tal vez temiera que nos fuéramos sin pagar, lo cual, dicho sea de paso, era por aquel entonces una práctica frecuente entre algunos de nuestros soldados. Sobre todo cuando se hallaban escasos de recursos, que era la mayoría de las veces.
Una vez agotadas las últimas referencias al amplísimo repertorio de proezas consumadas por cada uno de los buques en liza, Ibarra pasó a interesarse por mis andanzas en tierra, a mi regreso a la península.
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