FABRIZIO MEJÍA MADRID
Ilustraciones
RICARDO PELÁEZ
Primera edición, 2019
[Primera edición en libro electrónico, 2019]
Coordinador de la colección: Luis Arturo Salmerón
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Ilustraciones de interiores y portada: Ricardo Peláez
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-6229-3 (ePub)
ISBN 978-607-16-6213-2 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
ESTA HISTORIA COMIENZA CON UN CADÁVER. Es la madrugada del 29 de agosto de 1996 en La Crucecita, Huatulco. Los militares levantan el cuerpo del polvo, se lo llevan y reaparece con el nombre de Fidel Martínez. Todo cobra sentido para la “inteligencia” militar: es el mismo nombre de quien apenas tres meses atrás había pedido licencia de su cargo como regidor de Hacienda en San Agustín Loxicha. Tres meses después es un comandante caído del Ejército Popular Revolucionario (EPR), el mismo que dirigió a los guerrilleros contra el cuartel de los marinos en Huatulco. Eso cuadra la policía. El cadáver vincula su suerte a la de toda la región Loxicha, a cientos de kilómetros del ataque eperrista y cuyas autoridades civiles, ese día, no pudieron estar haciéndose los guerrilleros porque justo era el día de San Agustín, principal festividad del lugar. Pero para el gobernador de Oaxaca, Diódoro Carrasco, y para el presidente Zedillo no había duda de que los zapotecos eran del EPR. El día siguiente, las tropas se desplazan a la región de la Loxicha y comienzan los arrestos masivos, las torturas en sótanos con música a todo volumen donde personas monolingües son interrogadas en español sobre los grupos armados, las casas de seguridad y las redes de apoyo. Todos, sin excepción, son obligados a estampar sus huellas digitales en hojas en blanco. La vaga certeza de que estos campesinos —quienes se cuentan entre los más pobres del país: 20 dólares de ingreso al mes— son guerrilleros se alimenta de la cantidad: el 25 de octubre del 96, en uno de sus excesos, 600 elementos policiacos arrestan a todas las autoridades civiles de San Agustín y San Francisco, entre ellas al presidente municipal electo, Agustín Luna, y aun a dos policías municipales. Todos bajo la misma acusación. Apenas cuatro meses después, los regidores suplentes, integrantes del comité de la Conasupo, un secretario de la Delegación de Educación Indígena, el presidente del Patronato de la Capilla de San Agustín y varios regidores auxiliares son apresados. El único verbo que se me ocurre es “barrer”. Tanto así que el 24 de febrero de 1997 la legislatura estatal decreta la desaparición de poderes en toda la región (26 comunidades) “por la falta absoluta de sus integrantes”. La Loxicha comienza ese día a testificar su propia disolución.
Su nombre, me dice, es Bernardo Luna. Un nombre hecho para aparecer en una novela de García Márquez, pienso. Pero es real. Estamos bajo unos árboles a la mitad entre la capital y el primer retén militar. Digo que Luna es real porque tiembla:
—Una noche unos encapuchados me llamaron. Yo andaba en el monte recogiendo leña. Y me llaman. Y fui con ellos. Estaban armados. Me dijeron que les ayudara en su grupo y que ellos le darían a mi comunidad dinero para que prosperáramos.
Luego, cortado como hablan el español los zapotecos (parece que se guiaran por los sonidos más que por la gramática), me cuenta cómo tres días después vuelve a encontrar a los encapuchados, pero esta vez lo golpean y lo arrestan. “Te torturan para que digas dónde tienes las armas y te enseñan unas fotos de gente que nunca viste.”
—Pero ¿eran los mismos? —le pregunto mientas él hace dibujos en el polvo con una vara.
—Yo qué sé. Todos andan encapuchados.
A Bernardo Luna lo obligaron a poner sus huellas en un papel y estuvo tres años recluido en la prisión estatal de Ixcotel, acusado de pertenecer al EPR. Salió por falta de pruebas. Regresó a su comunidad, Buenavista Loxicha, pero ya no cabía, sus amigos se habían ido o estaban desaparecidos y, por haber estado en la cárcel, los policías y los militares se sentían con el derecho de llevarse los animales y los víveres de su casa. En 1999 vio que el nuevo presidente municipal era el judicial que había organizado la represión en Loxicha, Lucio Vázquez. Por eso vive aquí, en medio de árboles, con su familia que tiene una tos hueca. No es fácil vivir fugitivo, sobresaltado por cada crujido de ramas, sosteniendo a mujer e hijos de la nada. Se lo digo.
—La comida no es muy distinta en la cárcel —se ríe—, allá también nos daban chipil con agua, a veces sin el chipil.
Llego a Oaxaca 15 días después de que el nuevo edil de San Agustín Loxicha, Jaime Valencia, fuera acribillado a las afueras del palacio. Para los campesinos su muerte no altera en nada lo que sienten desde agosto de 1996. Mientras voy platicando con ellos (tienen tanta necesidad de denunciar, que cada uno puede hablar tres, cuatro horas sobre lo que le ha sucedido en estos seis años de, como ellos mismos dicen, “ejércitos”), los medios insisten en que el EPR se está reorganizando en Oaxaca. El EPR es una pregunta en un interrogatorio que nunca ha tenido respuesta. “Es para todo —dice entre dientes Genoveva García en el local de la Unión de Pueblos contra la Represión y la Militarización de la Región Loxicha, donde charlamos a la luz de una velita porque les acaban de cortar la luz—. Yo creo que si se muere un animal, dicen que fue el EPR.” La razón por la que se escoge a la región zapoteca para probar la existencia de la guerrilla viene de mucho atrás, según me explican.
Todos lo dicen casi en los mismos términos: entre 1978 y 1984, los zapotecos de Loxicha logran expulsar de sus comunidades a los caciques Martínez y Vázquez. Eran dos familias que habían llegado en los sesenta provenientes de Sola de Vega y Ejutla, con un sistema ya probado de despojo: se hicieron dueños de los mercados y, en menos de dos años, ya cobraban deudas de los pobladores en forma de cosechas y de tierras. Diez años después, tenían pistoleros entrenados en un inicio por el padre y el tío de Lucio Vázquez, quien después sería el principal orquestador de la “lucha antiguerrillera” y, más tarde, en 1999, presidente municipal. Pero antes, en 1984, la Asamblea Loxicha logra elegir un primer cabildo libre, con Alberto Antonio a la cabeza (procesado en 1997 por ser miembro del EPR y disculpado por falta de pruebas). La Asamblea manda demoler los mercados, símbolo del poder caciquil, y en su lugar se levanta un palacio municipal construido con tequio. En ese año que se expulsa a los caciques nace la Organización de Pueblos Indígenas Zapotecos (OPIZ). Ese tiempo, del que ahora todos en Loxicha son nostálgicos, termina abruptamente con el surgimiento del EPR. El presidente electo para el trienio que comenzaba en 1996, Agustín Luna, es acusado de terrorismo y sentenciado a 30 años de prisión. “Desde 84 habíamos decidido no votar por el PRI y elegir a nuestras autoridades en Asamblea, sin campañas, sólo guiados por el escalafón de servicios voluntarios a la comunidad. Pero eso se terminó.”