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Stanley Payne - El colapso de la República

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Stanley Payne El colapso de la República
  • Libro:
    El colapso de la República
  • Autor:
  • Editor:
    La Esfera de los Libros
  • Genre:
  • Año:
    2006
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El colapso de la República: resumen, descripción y anotación

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Las reformas republicanas de 1931-1933

Para los republicanos de izquierda y los socialistas, la República no iba a consistir tan sólo en un sistema político democrático abierto a la representación de todos los intereses sociales y culturales sino, más bien, en una matriz institucional para una serie de reformas de largo alcance incluso aunque ambos sectores estuvieran en desacuerdo, en ocasiones de forma profunda, acerca del carácter y la extensión de tales reformas. Aquellas que se aprobaron entre 1931 y 1933 afectaron ante todo a siete áreas: 1) la Iglesia y el Estado; 2) la expansión de la educación; 3) el ejército; 4) la autonomía regional; 5) las relaciones laborales; 6) la reforma agraria; y 7) la ampliación de las obras públicas.

Durante varias generaciones, el principal odio de la izquierda española se había dirigido con mayor frecuencia hacia la Iglesia católica, tanto o más que contra los intereses políticos y económicos conservadores. Al completarse la revolución cultural del siglo XIX, los principales objetivos de los republicanos de izquierda fueron la laicización y un cierto concepto de modernización cultural que sostenía que España nunca podría llegar a ser del todo moderna y armónica sin que se produjera la auténtica subordinación de toda la influencia de la Iglesia.

Conforme aumentaba la secularización, el anticlericalismo se convirtió en el principal denominador común de la izquierda. En 1930, España había llegado a ser un país en parte secularizado y así había penetrado en la «zona peligrosa» del cambio cultural en el que el conflicto religioso sería más intenso. Una sociedad generalmente secularizada ya no discute demasiado acerca del papel de la religión tradicional, mientras que en una sociedad cuya secularización es limitada, como en la España decimonónica, los intereses seculares y anticlericales sólo podían presentar un reto limitado. Como de hecho ocurrió, las guerras de religión, que nunca afectaron a la España de los siglos XVI y XVII, llegaron en su forma moderna en la década de los treinta en forma de venganza. Es probable que en ningún otro país tantas ideologías diferentes hubiesen tomado parte al mismo tiempo en una competición directa, política y cultural como ocurrió en España en los años treinta. Las propias ideologías seculares más radicales funcionaron si no a modo de «religiones políticas» sí al menos como sustitutos políticos e ideológicos de la religión.

Sólo es posible comprender la intensidad del conflicto entre lo clerical y lo anticlerical a modo de una guerra de religión. Gran parte de la doctrina anticlerical procedía de Francia, y condenaba al catolicismo por toda clase de maldades: la excesiva posesión de riquezas de muy diversos tipos, la opresión de los pobres, el mantenimiento de una estructura interna autoritaria, la supuesta posesión de una arrogante influencia política, la prédica de doctrinas políticas desde los pulpitos, la perversión y los abusos sexuales y el encadenamiento de las gentes corrientes a la ignorancia y la pobreza. También se culpó a la Iglesia de abusos históricos y de los fracasos de España y su imperio.

De igual forma, los anticlericales parecieron presentar un reflejo exacto de aquello que denunciaban, haciendo exhibición de una extrema intolerancia y un deseo de dominación que podría haber estimulado una respuesta equivalente entre los católicos. El anticlericalismo también mostró una pronunciada tendencia a sustituir el papel litúrgico y de sacrificio de la Iglesia, invirtiendo la Pasión de Cristo en rituales y orgías anticlericales al tiempo que la izquierda obrera avanzaba sus propios conceptos del papel redentor y de sacrificio de las gentes corrientes.

De hecho, a principios del siglo XX y a pesar de su fidelidad, el Vaticano no tenía a la Iglesia española en muy alta estima. Siempre se sintió más impresionado por todo aquello que se escribía acerca de la doctrina y la teología católicas en francés, y España estaba dispuesta a aceptar la separación formal entre Iglesia y Estado siempre que existiera una mínima aceptación quid pro quo del principio de existencia de una Iglesia libre en un Estado libre. Esto era algo que los anticlericales no estaban dispuestos en modo alguno a conceder, argumentando que semejante libertad permitiría a la Iglesia demasiado poder e influencia. Rechazaron la alternativa del «secularismo negativo», que dejaba en libertad a todas las religiones e ideologías, a favor del «secularismo positivo» a modo de fe alternativa que exigía la subordinación de la religión. Los anticlericales no hicieron esfuerzo alguno por restringir la ordinaria libertad religiosa dentro de los confines de la Iglesia, pero insistieron en la importancia de controlar y restringir todos los aspectos de su expresión pública, sobre todo en la educación. Finalmente, se aprobaría una legislación que denegaría a todos los clérigos el derecho a impartir enseñanza —una de las más fundamentales violaciones de la libertad religiosa y de los derechos civiles—. Azaña reconoció que la persecución de los intereses católicos era antiliberal y antidemocrática pero la declaró una cuestión vital de «salud pública». La actividad económica de la Iglesia fue otra de las limitaciones, prohibiéndose también la pública manifestación de la religión. Se disolvió la Compañía de Jesús; en ocasiones, los sacerdotes fueron multados por pronunciar «sermones políticos»; y algunos de los ayuntamientos más entusiastas llegaron a multar a las mujeres que lucían crucifijos en torno al cuello. Muy al comienzo del nuevo gobierno, las iglesias católicas y los edificios religiosos pasaron a ser objetivos de incendios provocados y destrucción a manos de las masas en la famosa «quema de conventos» del 11-12 de mayo de 1931, en la que se incendiaron y saquearon más de cien edificios en Madrid y en varias otras ciudades del sur y el este, destruyéndose de paso bibliotecas de valor incalculable así como obras de arte. Las autoridades dieron entonces el primer ejemplo de la costumbre republicana de izquierda de «culpar a la víctima», arrestando a los monárquicos y conservadores más que a los autores de la destrucción. Más tarde, durante la primavera de 1936, los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga pasarían sencillamente por alto las incautaciones ilegales de edificios y propiedades religiosas. Ninguno de los partidos izquierdistas adoptó en ningún momento la posición de que los intereses y propiedades de la Iglesia merecían, en un Estado de Derecho, una absoluta protección.

La izquierda española estaba obsesionada con la convicción de representar la irresistible marcha de la Historia y de que la correlación de las fuerzas políticas se había inclinado de manera decisiva a su favor. No negaba que los sectores conservadores de la sociedad todavía existían pero juzgaba que habían alcanzado un estatus irremediablemente minoritario que no merecía reconocimiento alguno en la legislación y el gobierno de España. Aunque era cierto que, en aquel momento, el voto a aquellos grupos políticos que de forma abierta apoyaban al catolicismo se había reducido a la mitad, no dejaban de representar a una gran minoría de la población. La izquierda consideró este último hecho como irrelevante, ya que la opinión católica no sería capaz de movilizarse y desempeñar un papel importante en los asuntos públicos una vez que se enfrentara al poder de la izquierda.

Mientras tanto, el nuevo gobierno se embarcó en la mayor de las ampliaciones de instalaciones educativas en la historia de España, con el objetivo de proporcionar educación pública y gratuita a todos los niños en el plazo de una década o menos. Sin embargo, a corto plazo, la planificada eliminación de la mayor parte de la educación católica sólo incrementaría el déficit existente, lo que requirió en el futuro una expansión todavía mayor de las instalaciones estatales.

Como ministro de la Guerra en el nuevo gobierno, Azaña inició la más seria reforma del ejército que hubiese tenido lugar en dos siglos, con el doble campo de actuación de su modernización técnica y su reforma política o «republicanización». El principal objetivo fue la hipertrofia del cuerpo de oficiales, cuyos 21.000 miembros daban como resultado la mayor proporción a nivel europeo entre oficiales y tropa. Azaña hizo extensiva una generosa oferta de retiro inmediato, conservando la paga íntegra, que aceptaron unos 8.000 oficiales. Así, por primera vez en más de un siglo, el cuerpo de oficiales se redujo de modo significativo aunque con un gran coste y dejando apenas dinero para la reforma técnica, donde los logros fueron limitados. Apenas se consiguió más en cuanto a la «republicanización», ya que desde el principio, el áspero Azaña estableció gratuitamente una relación de enemistad con el ejército, al que prefería censurar e insultar en las ocasiones públicas, despertando un fuerte sentimiento de antipatía entre un grupo que, anteriormente, se había negado a alzarse en armas en defensa de la monarquía.

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