Francisco Umbral ha escrito sus mejores prosas atormentándose en su potro íntimo, para exprimirse y contarse. Umbral, confesor: cuando lo es de sus últimas celdas, toca el cielo de nuestra mejor literatura. Así, en este Diccionario cheli, al que le induje por mero interés lingüístico. Pero ha hecho más. Ha descrito, sí, el significado de esas palabras acuñadas, para su pobre y encendido empleo, por los jóvenes náufragos del desarrollo: una jerga escasa de piezas y compleja de juego. Nos las ha traducido; pero, en cada una, se ha traducido él mismo. Y ha explicado cómo y por qué hablan y son así los supervivientes menos afortunados del naufragio.
Se ha acusado a Umbral de manchar el idioma —él, que suele alzarlo a cumbres— con el empleo del cheli. Los acusadores no saben qué es escribir con arte. Porque este delirio sólo es auténtico cuando se aman las palabras antes que nada en el mundo. Cheli incluido. Como amaron Quevedo y Valle-Inclán; y Joyce. (Léase en el texto el artículo Umbral).
Voltaire fue el primer escritor que compuso un diccionario para definirse definiendo; después, otros varios; el último, nuestro autor, tan vivo y resurrecto como en su reciente libro de hijo. Éste es de hermano mayor, que oye, entiende y ayuda a entender al fraterno escuadrón vencido de la malasaña.
Fernando Lázaro Carreter
Francisco Umbral
Diccionario cheli
ePub r1.0
Titivillus 01.04.2020
Francisco Umbral, 1983
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
A las púberes canéforas de la acracia,
que me han ofrendado cada noche el acanto
de una palabra nueva, espuria y perfumada.
Cuando el propio nombre se pone a brillar como un pseudónimo, puede considerarse que uno ha llegado. Y es el momento de escribir un diccionario, mayormente por aparentar que uno no tiene los conocimientos dispersos, perdidos, desabrochados, que es como los tenemos todos. Por darles, ya que no otra, la sencilla coherencia del orden alfabético.
Diccionarios no he consultado nunca ninguno. El de la Academia no lo he visto jamás. En una papeleta de este libro pongo un ejemplo de lo que es el Espasa: pendón: insignia cargada de historia, batallas y nobleza (dos apretadas columnas). Pendonear: putear. Así, más o menos, sin transición. No han pagado a nadie para que explique la intangibilidad de la cosa y la degradación de la palabra.
Visto que se hacen así los diccionarios, empiezo y termino los míos por uno muy modesto, este diccionario cheli, ya que se puede empezar a escribir por cualquier parte y de cualquier cosa, como han observado Sartre/Hemingway y otros. La escritura tiene leyes propias y tan poderosas que ya nos llevará adonde ella quiera y deba.
Uno, por otra parte, siempre ha preferido entrarle a los grandes temas por un costado, a traición. El Sistema obliga a un sistema. El ensayo no compromete a nada. Lo que aquí salga sobre el castellano todo, será casual/causal, ya que ese regato suburbano del cheli se mueve dentro de sus leyes y de las leyes poéticas generales. Sólo hablamos poéticamente.
Dedico el libro a las «púberes canéforas de la acracia» porque el cheli es un lenguaje verbal, no escrito, o apenas, como los mensajes de Sócrates y Cristo. Y porque uno siempre habla más con las mujeres, o las escucha más, aunque, como también digo en este libro, el cheli es un argot casto. El cheli es un argot casto porque es una empalizada de palabras, un sistema de señales (el verdadero dialecto de la juventud es la música), una jerga guerrera, ofensiva/defensiva, creada y utilizada por la generación marginal que se enfrenta a la ciudad adulta y metropolitana desde fuera o desde dentro: rebeldía de clase o rebeldía familiar. El cheli, en este sentido, es una camaradería, una clave de hombres, y por eso apenas encuentro en él palabras sexuales (las pocas que encuentro las enumero, naturalmente), aunque sí un trato deferente hacia la mujer/jai (jai: mujer joven y atractiva, no cualquier mujer), propio de los provenzales, y un culto de la hembra única propio de los surrealistas: Bretón/Nadja, Dalí/Gala, Aragon/Elsa Triolet. Mucho hay del surrealismo en las creaciones verbales del cheli (audaz distanciamiento entre palabra y cosa: zapatos/calcos), que reformula una ley surrealista: a mayor distanciamiento, más intensidad poética cuando la palabra y la cosa se reúnen en el poema. O en el cheli. Por todo esto abro el diccionario con una vieja cita de Gómez de la Serna, que no cree en la palabra como etimología, sino como milagro.
La etimología es el expediente que a posteriori le abrimos al milagro.
Ningún estructuralista (en este libro salen muchos) pudo probar otra cosa. Dice Nicolás Ruwet que la lingüística americana (en cabeza de la mundial), después de un largo desprecio respecto del lenguaje poético, volvió a él. Ahora, con Skinner, ese fascista blanco (respaldado, como toda USA, por algún fascismo negro del Cono Sur o de donde sea), lo poético vuelve a ser una conducta «racionalizable». Esto tiene algo que ver con el lenguaje como conducta, que también ha sido estudiado en los últimos años, y de cuyos estudios saca uno la conclusión de que sólo son lenguajes calientes los que antes o después que lenguajes son conductas: el slang, el spanglish, el cheli, el castellano de Sudamérica (que yo he llamado, en cheli, latinoché), las lenguas periféricas españolas, ahora renacientes con las autonomías. En cambio, el gran inglés, el gran castellano, el gran francés, van siendo lenguas muertas, porque ya no tienen nada urgente que comunicar, porque no podemos somatizarlos como conducta los hablantes respectivos.
El inglés muere con el Imperio. El alemán, con la filosofía. El francés, con la diplomacia. El castellano, con cuarenta años de censura. Mientras las grandes lenguas se enfrían, los dialectos, los argots, las jergas calientes de la revolución, la marginalidad, la juventud, la droga, el sexo, las neonacionalidades y la delincuencia afloran por todas partes o influyen y revitalizan el habla oficial y cotidiana, y crean nuevas literaturas. No otro me parece el boom de la novela sudamericana, en los 60/70, en Europa: se trata de un discurso caliente, de un idioma como conducta, erigido en unas áreas del planeta donde todavía «pasan cosas».
Poco después, los grandes europeos comienzan a mimetizar el discurso irracional y caliente de ese castellano traducido y trasatlántico: Günter Grass hace El rodaballo. Lindsay Kemp monta a Genet y García-Lorca: busca discursos calientes y mediterráneos para escenificarlos mediante el barroquismo, el expresionismo alemán de su origen y su arte personal. Su texto teatral es mudo porque está lleno de palabras visuales. Por lo que se refiere al inglés, hubo en Bloomsbury un enfrentamiento mudo y crudo, que desmiente el tópico de aquella Arcadia intelectual donde reinaba Virginia Woolf. Bloomsbury vivía regido por el racionalismo insuficiente de Moore y el positivismo brillante de Bertrand Russell. El idioma inglés, olvidando que venía de Shakespeare y Marlowe, quería ser allí imparcial y preciso como el alemán. (Un victorianismo intelectual que creía enfrentarse al victorianismo, por las costumbres, pero que iba a su favor: este puritanismo trasladado del significado al significante es lo que da la sequedad de Faulkner y Henry James. La escritura no puede ser un ludismo —ni la lectura—, sino un esfuerzo: mística del trabajo). Virginia Woolf, con su inglés impreciso, intuitivo, arborescente, dubitativo, bellísimo, ambiguo, ondeante, es mirada como «ridícula» en Bloomsbury. Y ella lo acusa y esto contribuye a su locura y su muerte. Está nada menos que reactualizando el inglés elisabethtiano, con todo su ruido y su furia. Virginia Woolf son los dos polos tácitos, enfrentados, irreductibles, cruentos, de Bloomsbury. Hoy sabemos que tenía el poder la debilísima Virginia Woolf.
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