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Manuel Vázquez Montalbán - Contra los gourmets

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Manuel Vázquez Montalbán Contra los gourmets

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¿Es la gastronomía el arte de hacer de la necesidad (de alimentarse) virtud? ¿O es simplemente una metáfora ejemplar de hipocresía de la cultura? Entre el instinto humano y la más sutil referencia culturalista, la gastronomía ocupa un amplio espacio de saberes y sabores, de reflexión intemporal y fugacidad histórica: la gastronomía, como la misma religión, es una cultura.

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¿Es la gastronomía el arte de hacer de la necesidad (de alimentarse) virtud? ¿O es simplemente una metáfora ejemplar de hipocresía de la cultura? Entre el instinto humano y la más sutil referencia culturalista, la gastronomía ocupa un amplio espacio de saberes y sabores, de reflexión intemporal y fugacidad histórica: la gastronomía, como la misma religión, es una cultura.

Manuel Vázquez Montalbán Contra los gourmets ePub r10 Titivillus 070115 - photo 2

Manuel Vázquez Montalbán

Contra los gourmets

ePub r1.0

Titivillus 07.01.15

Título original: Contra los gourmets

Manuel Vázquez Montalbán, 1990

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

I Contra los gourmets Una antiquísima tribu los yanomamis que habitan la - photo 3

I. Contra los gourmets

Una antiquísima tribu, los yanomamis, que habitan la selva amazónica, lugar de sudor y moscas, practican un extraño canibalismo: se comen entre todos a sus propios muertos, pero tras reducirlos a ceniza, en una fogata que consume no sólo el cuerpo del muerto sino cuanto le pertenecía, desde el arco al sucinto taparrabos. Mezclan las cenizas con plátano y se las van tragando, a la vez que procuran olvidar el nombre del muerto, que jamás debe ser pronunciado por nadie; hay que borrar todo rastro de su ser y toda memoria de su persona, para que «el olvidado» pueda traspasar el umbral de «La casa del Trueno», es decir, el cielo, el Paraíso.

MARÍA DEL CARMEN SOLER, Gracia y justicia en los manjares

El gourmet jamás olvida el nombre del muerto. Es más, mientras se lo come hace expresa mención de él, sea jabalí o alcachofa, y recuerda otros asesinatos y devoraciones anteriores, porque el placer de comer suele ir acompañado del de la memoria de pasados festines. Entre la arbitraria e hiperbólica adjetivación del gourmet abunda el término «memorable». El gourmet devora dos veces al mismo tiempo, lo que come y lo que ha comido. La cocina es una metáfora ejemplar de la hipocresía de la cultura. El llamado arte culinario se basa en un asesinato previo, con toda clase de alevosías. Si ese mal salvaje que es el hombre civilizado arrebatara la vida de un animal o de una planta y comiera los cadáveres crudos, sería señalado con el dedo como un monstruo capaz de bestialidades estremecedoras. Pero si ese mal salvaje trocea el cadáver, lo marina, lo adereza, lo guisa y se lo come, su crimen se convierte en cultura y merece memoria, libros, disquisiciones, teoría, casi una ciencia de la conducta alimentaria. No hay vida sin crueldad. No hay historia sin dolor.

Nacido como intermediario entre la necesidad y el placer de comer, el gourmet fue siempre un crítico cultural in pectore, formó pues una vanguardia orientadora del gusto en la parcela que precisamente da sentido a la palabra gusto. Como institución, nace y se instala en los siglos XVIII y XIX, paralelamente a la institución de la crítica en todas las manifestaciones de la creatividad. El crítico era y es un orientador del gusto que vendía su propia necesidad, que se autolegitimaba como un guru indispensable, situado por encima del paladar común. La divulgación del saber, la socialización del patrimonio, han relativizado el papel del crítico en todos los territorios de creatividad. Pero donde el crítico de la cultura sigue al parecer ejerciendo de intermediario indispensable es en el territorio de la gastronomía, tal vez porque el saber gastronómico se ha masificado más tardíamente que el literario o el artístico, tal vez porque en gastronomía es casi imposible la buena obra reproducida en serie y en cambio la reproducción en serie ha afectado ya a las artes plásticas, divulgando códigos y goces que en un inmediato pasado sólo estaban al alcance de los coleccionistas y los sibaritas. Todavía a comienzos de este siglo buena parte de la convulsión reformadora de las artes fue posible porque ricos coleccionistas abrían sus salones a los artistas prometedores, antes de convertir sus trofeos en piezas socializadas de museo. Ni la industria conservera ni la de la congelación ha conseguido crear una cocina de calidad masificada y tal vez por eso el gourmet puede seguir investido de su sacerdocio.

No diré yo que el sacerdocio del gourmet sea tan peligroso como otros sacerdocios. Evidentemente es menos peligroso que el sacerdocio político o religioso, pero es sacerdocio al fin y al cabo y nuestro tiempo, aunque a fines del segundo milenio finja una dirección contraria, se caracteriza por la constatación de la inutilidad de las religiones y sus profesionales, por la apología de una cultura de la participación frente a una cultura escindida entre la prepotencia del emisor y la sumisión del receptor. El gourmet ha creado mitos gastronómicos, deificado cocinas nacionales, introducido modas que a veces se convierten en hábitos no replanteados y fomentado, tal vez en su aportación más positiva, una curiosidad del paladar, tan necesaria como la curiosidad de la retina que ha hecho posible que el mismo ojo degustador de Goya pueda degustar un Bacon o un Henry Moore. Dado que el rito gastronómico se basa en el fuego, conserva, como la cerámica, algún parentesco con la magia y la imprevisibilidad del resultado, aunque se produzca a partir de ingredientes fijos y programados: dos bacalaos al pilpil jamás son exactamente iguales entre sí, ni dos oreillers à la belle Aurore. En nombre de un ritual aparentemente inocente, el gourmet convierte en delicadeza actos de crueldad que puedan extremar la futura sensación de placer en el paladar. Bastará una breve enumeración de crueldades normalmente admitidas en cocina: cocer vivos a los caracoles después de haberlos lavado con agresivos vinagres; mutilar langostas y echarlas vivas a la olla llena de agua hirviendo; ahogar pajaritos en vino para que todas sus células se emborrachen, así como el breve aire que almacenan sus pechos asfixiados. Hastiado de carnes convencionales, el gourmet se jacta del gusto fuerte de los animales cazados, no sacrificados, porque la muerte en huida endurece el músculo y sólo mediante la maceración posterior las carnes atemorizadas acuerdan un justo punto. También se glosa la gloria de la matanza del cerdo, acto bárbaro en el que el animal es conducido al degüello mediante un garfio clavado en su hocico, sin que sus alaridos aterrorizados provoquen otra cosa que la urgencia crispada del matarife, muchas veces inexperto, amateur.

Brillat-Savarin, padre espiritual de tan bárbaros cultos, sostenía que el papafigo o becafigo es el más delicioso de los pajarillos. Pero no le extasiaban sus trinos o sus graciosos ladeamientos de cabeza, sino sus suaves carnes, que proponía comer sólo apenas saladas y con maneras sumamente expeditivas: «Pocos saben comer estos pajarillos; he aquí el método tal como me ha sido transmitido, confidencialmente, por el canónigo Charcot, gourmand por estado y gastrónomo perfecto, treinta años antes de que se conociera su nombre. Tómese por el pico uno de estos pajarillos gordos y espolvoréese con un poco de sal; quítesele el buche; métase diestramente en la boca; muérdase y córtese diestramente con los dientes muy cerca de los dedos, y mastíquese con rapidez. Se obtiene así un jugo tan abundante que envuelve todo el órgano y se obtiene así un placer desconocido por el vulgo». Mejor connotación de la miseria y grandeza de un gourmet, imposible. Complicidad confesional de secta entre el canónigo y el gastrósofo y conciencia de paladar exquisito, por encima del vulgo. Excepto el canibalismo y la utilización del hombre como manjar de bestias, Brillat, y cualquier gourmet, lo acepta todo. Aquel gran cínico ilustrado reprochó en su

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