Prefacio
Puede que fuera el episodio más inusual del eterno duelo entre los dos gigantes del pensamiento económico del siglo XX . Durante la segunda guerra mundial, John Maynard Keynes y Friedrich Hayek pasaron muchas noches juntos, a solas, en la azotea de la capilla del King’s College de Cambridge. Tenían que mirar al cielo y vigilar que no hubiera ningún bombardero alemán tratando de lanzar bombas incendiarias sobre las pequeñas y pintorescas ciudades de Inglaterra.
En la primavera y el verano de 1942, como represalia al bombardeo británico de la ciudad medieval de Lübeck, refugio antiaéreo de submarinos, y de Rostock, sede de la fábrica Heinkel de material bélico, los aviones alemanes bombardearon una serie de ciudades británicas que no tenían ningún tipo de valor estratégico. Exeter, Bath y York soportaron ráfagas que pusieron en peligro sus edificios más antiguos. Los periodistas británicos acuñaron la frase «The Baedeker Blitz» porque daba la impresión de que los estrategas de la Luftwaffe seleccionaban sus objetivos consultando la guía alemana que clasificaba las ciudades en función de su valor cultural. Aunque Cambridge albergaba pocas industrias armamentísticas importantes, tenía asegurado un puesto en la lista de ciudades a devastar por los nazis gracias a la universidad que había sido fundada en la Edad Media.
Noche tras noche, profesores y alumnos del King’s, armados con palas, hacían turnos en la azotea de la recargada capilla gótica, cuya primera piedra puso Enrique VI en 1441. Los que hacían guardia en la catedral de San Pablo, en Londres, habían descubierto que si bien no era posible evitar los efectos de la explosión de una bomba, sí podían reducir al mínimo el daño provocado por los incendios. De este modo, Keynes, a punto de cumplir sesenta años, y Hayek, de cuarenta y uno, se sentaban a esperar el inminente ataque alemán, apoyando las palas contra la barandilla de piedra. Ambos compartían el miedo a no ser lo suficientemente valientes o hábiles para proteger su venerada azotea.
Resultaba particularmente adecuado que los dos economistas tuvieran que desafiar el peligro nazi, ya que ambos, en diferentes sentidos, habían anticipado la llegada de la tiranía nacionalsocialista y habían presagiado el auge de Hitler. Keynes era un joven profesor de economía del King’s cuando, al estallar la primera guerra mundial, fue reclutado por el Ministerio de Hacienda, el ministerio de finanzas británico, para recaudar dinero de Wall Street para financiar los esfuerzos de los aliados. Al terminar la guerra, en 1918, siguieron contando con Keynes para que les asesorara sobre la mejor forma de conseguir las máximas indemnizaciones de los derrotados alemanes.
Lo que Keynes descubrió en las conversaciones de paz de París le sorprendió. Mientras que los victoriosos líderes aliados, movidos por la venganza, soñaban con la miseria que esperaban provocar en el país alemán mediante penas financieras severas, Keynes veía las cosas de una forma ligeramente diferente. Creía que para provocar deliberadamente la miseria de un país como Alemania, había que imponer la pobreza total a sus ciudadanos, lo cual crearía las condiciones perfectas para el extremismo político, la insurrección e incluso la revolución. Keynes creía que el Tratado de Versalles, en lugar de propiciar un final justo para la primera guerra mundial, había preparado el terreno para la segunda guerra mundial. De vuelta a casa, escribió Las consecuencias económicas de la paz, una crítica devastadora a la locura de los líderes aliados. El libro fue un best seller en todo el mundo e impulsó a Keynes hasta lo más alto del panorama internacional, como economista que estaba en sintonía con el pueblo.
La mordaz elocuencia de Keynes no pasó por alto a Hayek, un joven soldado del ejército austríaco que había luchado en el frente italiano y que a su regreso encontró su ciudad natal, Viena, totalmente devastada y la confianza de sus ciudadanos absolutamente fracturada. Hayek y su familia sufrieron la acusada inflación que muy pronto golpearía la economía austríaca. Vio cómo los ahorros de sus padres se desvanecían, y esa experiencia le puso en contra de los que defendían la inflación como remedio para salvar una economía fracturada. Estaba decidido a demostrar que no había soluciones simples a los problemas económicos intratables, y que los que defendían los programas de gasto público a gran escala para acabar con el desempleo acabarían provocando no solo una inflación incontrolable, sino la tiranía política.
Aunque tanto Keynes como Hayek coincidían en los fallos que tenía el Tratado de Paz de Versalles, siguieron dedicando la mayor parte de los años treinta a hablar del futuro de la economía. Al poco tiempo, su desacuerdo incluía el papel que tenía que desempeñar el gobierno y la amenaza que suponía a las libertades individuales la intervención del mercado. El debate fue acalorado y descortés, y adoptó el espíritu de una disputa de tipo religioso. Cuando el crac del mercado bursátil de 1929 desencadenó la Gran Depresión, cada uno dio sus propios argumentos sobre cuál era la mejor forma de devolver la salud a la maltrecha economía mundial. Aunque eventualmente aceptaron estar en desacuerdo, sus ardientes disciplinas siguieron con su feroz batalla mucho después de su muerte.
En septiembre de 2008, Wall Street volvió a sufrir otro colapso, y volvió a estallar otra crisis financiera mundial. El presidente George W. Bush, claro partidario de la postura de Hayek y de las maravillas del libre mercado, tuvo que tomar una difícil decisión: quedarse mirando, mientras el mercado se iba ralentizando y llegaba a una depresión que podía rivalizar con la que había habido casi ochenta años antes, o adoptar rápidamente las soluciones keynesianas y gastarse miles de billones de dólares del gobierno para evitar que la fuertemente golpeada economía sufriera más daño. La perspectiva de dejar que el libre mercado hiciera de las suyas era tan alarmante que, casi sin pensárselo dos veces, Bush abandonó a Hayek y abrazó a Keynes. La elección de un nuevo presidente, Barack Obama, vino acompañada de la inyección de enormes cantidades de dinero prestado en la economía. Pero antes de que los fondos se hubieran gastado totalmente, se produjo una reacción violenta en contra de incurrir en estos niveles de deuda pública sin precedentes. El movimiento del Tea Party exigió un cambio de rumbo a la administración. «Hank, a los americanos no les gusta estar endeudados», reprendió la máxima representante del Tea Party, Sarah Palin, al secretario del Tesoro en octubre de 2008. Glenn Beck, comentarista político, reavivó la reputación de Hayek llamando la atención de los americanos hacia su Camino de servidumbre y hacia su olvidado ascenso a los primeros puestos de libros más vendidos de Austria. Ahora Keynes estaba fuera y Hayek dentro.
En este momento, las discusiones sobre las virtudes del libre mercado y la intervención del gobierno son tan acaloradas como en los años treinta. Pero ¿quién tenía razón, Keynes o Hayek? Este libro pretende responder a la pregunta que durante ochenta años ha dividido a economistas y políticos, y demostrar que las profundas diferencias entre estos dos hombres tan excepcionales han seguido marcando la profunda división entre las ideas de los liberales y los conservadores hasta nuestros días.
El héroe glamuroso
De cómo Keynes se convirtió en el ídolo de Hayek (1919-1927)
El mayor debate de la historia de la economía empezó con la simple petición de un libro. En las primeras semanas de 1927, Friedrich Hayek, un joven economista vienés, escribió a John Maynard Keynes al King’s College, Cambridge, Inglaterra, para pedirle un libro de economía escrito cincuenta años antes por Francis Ysidro Edgeworth, exóticamente titulado