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A. Thorkent - La Guerra de Las Lunas

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A. Thorkent La Guerra de Las Lunas
  • Libro:
    La Guerra de Las Lunas
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  • Editor:
    Editorial Bruguera, S.A.
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La Guerra de Las Lunas: resumen, descripción y anotación

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A. THORKENT

LA GUERRA

DE LAS LUNAS

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.°

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

EDITORIAL BRUGUERA S A BARCELONA BOGOTA BUENOS AIRES CARACAS - photo 4

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA – BOGOTA – BUENOS AIRES – CARACAS – MEXICO


Depósito legal: B. 24.19 -1973

ISBN 84-02-02525-0

Impreso en España - Printed in Spain

1. ª edición: agosto, 1973

© A. THORKENT - 1973

texto

© ALBERTO PUJOLAR – 1973

cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.

Mora la Nueva. 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva, 2. - Barcelona – 197


Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situ a ciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imagin a ción del autor, por lo que cualquier semejanza con person a jes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coi n cidencia.


ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCI O N

— TERROR EN EL INFIERNO — J. Chandley

— EL PLANETA DE LOS HOMBRES PERDIDOS

A. Thorkent

155 — GAS NEUTRO — Marcus Sidereo

— PELIGRO EN EL «TIERRA-2» — J. Chandley

— EL URANIDA — Peter Kap ra


CAPITULO PRIMERO

Los labios de la mujer se alejaron de los del hombre. Entonces los ojos de ambos se unieron, sus pensamientos se unificaron y terminaron sonriendo.

Yacieron en silencio, uno al lado del otro, sin verse ahora, pero sintiendo su cercana presencia, saboreando aquellos instantes de relajamiento, de laxitud.

Ella, hermosa y joven, desnuda y de piel tersa y suave, dijo:

—Soy feliz contigo.

El hombre continuaba mirando hacia arriba, hacia los arabescos del techo. Pero escuchó a la mujer y respondió:

—Yo también.

—Desearía serlo siempre.

—Yo también.

Sus manos se encontraron, entrelazándose los dedos. Gozaron de la opresión. Aquel gesto pareció impeler a sus cabezas a girar hasta encontrarse, hasta mirarse.

Como si le dolieran sus palabras, el hombre susurró:

—Es tarde. Debo darme prisa.

Una sombra de preocupación pasó por el rostro de la mujer. Se llamaba Yana y mordióse los labios.

—Es posible qu e no vengan —dijo temblorosa. No creía en sus palabras. Trataba de engañarse a sí misma

Levantándose, el hombre, que se llamaba Ernut, a cari ció con sus manos el cuerpo femenino mientras lo hacía Incorporado, la miró una vez más antes de salir. Desde la otra habitación, mientras el agua caía sobre él, dijo:

—Vendrán. Sabrán encontrarme. Estoy seguro.

—Han pasado tres días.

—Sí. Pero vendrán de todas formas. Ahora estarán muy ocupados con los funerales.

Yana se incorporó del lecho y tomó un vestido suave, transparente, que se colocó. Entró en la habitación donde Ernut se bañaba.

—Deberías olvidarte —dijo Yana, reprochadora.

—No es posible.

—¿Por qué?

—Surgirán problemas. La continuidad...

—Tonterías.

—Es posible; pero ha de ser así.

Un largo silencio. Ernut salió del baño, completamente limpio y seco, perfumado. Sacó del armario una bata corta, de confortable tacto. Tomando a Yana por la cintura, la condujo a través del dormitorio hasta el salón.

Se sentaron ante una mesa donde humeaba café y algunos platos repletos de comida.

Después de mirar por el ventanal y hallar al otro lado la esperada negrura rutilante de luces, Ernut insinuó una sonrisa, queriendo hacerla pasar por irónica al mismo tiempo que divertida.

—Es hora de desayunar. Debemos seguir con el horario.

Empezó a comer, pero lo dejó pronto al ver que Yana parecía haber perdido el apetito.

—¿Por qué lo tomas así? —preguntó Ernut limitándose a sorber un poco de café. No terminó con el contenido de la taza.

—¿Puedo aceptarlo de otra forma? —protestó ella.

—Creo que me decepcionarías si así lo hicieras. Siento un extraño placer viéndote preocupada por mi inminente marcha.

—Eres egoísta...

—Simplemente humano, querida. Aunque millones de seres piensen de mí otra cosa.

—¿Qué piensan de ti los que vendrán?

—Eso me gustaría saberlo.

—Todo el mundo estará extrañado de tu ausencia en los funerales, ¿no?

Ernut negó con la cabeza.

—De ninguna forma. Es lo usual. Así aparento tranquilidad ante los acontecimientos, al mismo tiempo que pretendo dar a entender que trato de ocultar mi dolor.

—¿Sientes realmente dolor? —preguntó Yana recordando el día en que Ernut recibió el escueto comunicado desde la Tierra.

Ernut leyó el boletín después de un preludio de música estridentemente fúnebre con el rostro serio, sin mover un músculo facial. Cuando el locutor hubo terminado, se retiró a las habitaciones más alejadas de la vivienda y allí estuvo solo durante más de veinte horas. Yana no se atrevió a interrumpirle. Se limitó a llevarle comida, que luego comprobó que Ernut no había tocado.

Al día siguiente del suceso, Ernut regresó y se mostró como si nada anormal hubiera sucedido. Se acercó a ella y la besó como queriendo encontrar en su amor olvido.

Yana se entregó a la tarea de consolarle con más intensidad que nunca, porque sabía que lo necesitaba.

Transcurrieron las horas, hasta tres días. Ernut apenas demostraba contrariedad ni dolor alguno. Sólo era un poco menos hablador que de costumbre. Era un hombre de pocas palabras. Sus ojos, sus gustos, expresaban más que su boca. Siempre había sido así.

La mujer, cuando ya creía que no iba a recibir respuesta, escuchó a su amado:

—Lo que yo pueda sentir es distinto a lo de cualquier ser humano, Yana. Sabía que tenía que ocurrir algún día. Conocía todo el proceso de la enfermedad. Confidencialmente me informaron de la fecha aproximada en que iba a suceder. Tenía que ser esta semana. Ya no podían hacer más por mantenerlo vivo. En realidad era un muerto en vida, un cuerpo que se movía a impulsos de la ciencia. Ha sido mejor así.

—Debías quererle.

—Creo que sí. Forzosamente tenía que sentir afecto por él. Pero nunca nos tratamos lo suficiente, y no era culpa suya.

Se levantó y miró de cérca el negro espacio que comenzaba al otro lado del grueso cristal de la ventana. Vio el pequeño puerto, apenas una plataforma de cemento y acero a unos quinientos metros de la casa. Ernut contempló su pequeña nave anclada en un extremo. Había sitio aún para que se posaran varias más. ¿Cuántas vendrían? No podían ser muchas. Aquella visita sería algo casi privado. No habría escolta militar, supuso.

El y Yana estaban viviendo allí desde hacía dos meses, desde que supo el inminente desenlace de la enfermedad de su padre. No quería estar cerca cuando sucediese. El lugar era sólo conocido por algunos personajes muy allegados a su padre, quien le regaló aquella especie de refugio cuando cumplió los veinte años y podía manejar con la soltura suficiente la pequeña nave capaz de llevarle allí desde la superficie del planeta.

Ernut sonrió.

Su padre siempre fue original con sus regalos. Con aquél parecía querer expresar silenciosamente el amor que sentía por él y que no podía expresar más a menudo y públicamente.

Pocas veces había ido Ernut a la estación privada, cuya órbita era desconocida para todo el mundo excepto para un puñado de fieles colaboradores de su padre

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