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A. Thorkent - Rebeldes en Dangha

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A. Thorkent Rebeldes en Dangha
  • Libro:
    Rebeldes en Dangha
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    Editorial Bruguera, S.A.
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Rebeldes en Dangha - image 1Rebeldes en Dangha - image 2 A. THORKENT

REBELDES EN

DANGHA

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 127

Publicación semanal

Aparece los VIERNES

Rebeldes en Dangha - image 3

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA — BOGOTA — BUENOS AIRES — CARACAS — MEXICO


Depósito legal: B. 49.187 -1972 ISBN 84-0241715-9

ISBN 84-0241715-9

Impreso en España —Printed in Spain

1.ª edición: enero, 1973

© A. THORKENT-1973 texto

© ANGEL BADIA -1973 cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Mora la Nueva, 2 —Barcelona —1973


Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.


ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS

EN ESTA COLECCIÓN

122. — Como mundos de cristal. — Curtís Garland.

123. — El monstruo de las profundidades. — Marcus Sidereo.

124. — Dinosaurio. — Curtís Garland.

125. — Los hijos de Selene. — Ralph Barby.

126. — Asesino cósmico. — Curtís Garland.


CAPÍTULO PRIMERO

El Gran Rector miró con marcado disimulo su reloj, primero, y luego al orador, quien no parecía iba a terminar nunca su pesado discurso.

Resopló suavemente, diciéndose que aquella despedida de nuevos oficiales le estaba resultando la más pesada de todas las que había asistido en su vida. Seguramente es que se estaba haciendo viejo. Sí, tenía que ser aquello. Pronto, tal vez dentro de dos o tres años, le llegaría el momento de ser relevado por otro Gran Rector, más joven.

Seguramente, cuando tal cosa llegase, lo sentiría. Se había acostumbrado a dirigir la Gran Academia Imperial, a gozar de una alta posición en la Corte, un buen sueldo, forma segura de conseguir suculentos extras, repartiendo pequeños favores y... otras cosas, en las que ni él mismo se atrevía a pensar, quizá temeroso de que algún envidioso leyese sus pensamientos.

Y el orador seguía con su inflamada charla, gritando a los miles de bisoños oficiales que debían derramar hasta la última gota de su sangre por el Gran Imperio y su Emperador, que pronto iban a partir a los más alejados lugares del vasto dominio para seguir tensando los lazos de seda que unían miles de planetas con la Tierra.

El Gran Rector se volvió a su ayudante, el comandante Oome, susurrándole al oído:

—No he leído previamente el discurso de ese idiota, Oome. Dígame, ¿le queda mucho tiempo? Me temo que voy a quedarme dormido si sigue así...

Oome era su hombre de confianza. Sonrió levemente y respondió:

—Ya termina, señor. Pronto le tocará a usted levantarse para exigir a los oficiales el juramento de fidelidad.

El Gran Rector asintió. Cruzó los brazos sobre el pecho y miró la enorme explanada, en la cual ocho mil nuevos oficiales permanecían en posición de firmes, escuchando, al parecer muy interesados, lo que el enviado personal del Emperador, un cortesano cretino, les estaba diciendo.

«Y, verdaderamente, debían de creérselo», pensó el Gran Rector. Con seguridad, la mayor parte de los jóvenes oficiales tenían un nudo en la garganta. Para ellos, aquel día era el más importante de su vida. Después de cinco años de intensa preparación, habían recibido el grado de teniente de las Fuerzas Imperiales. Y todos estarían impacientes por conocer su destino...

Al recapacitar en aquello, el Gran Rector recordó un asunto que no le traía buenos recuerdos.

Estúpidamente intentó descubrir, en medio de aquellos miles de rostros, al causante de una nueva molestia para él. Sin conocer su cara, le odió intensamente.

Estuvo tentado de preguntar a su ayudante por qué él no le había solucionado ya aquel asunto. Tuvo que contenerse porque el vanidoso cortesano acababa de terminar su discurso. Como los oficiales no podían aplaudir, se tuvo que contentar con los cansados aplausos de las personalidades que ocupaban la tribuna, fríos y ausentes.

Los familiares de los nuevos oficiales debían estar presenciando la ceremonia a través de los televisores, ya que las viejas normas de la Academia Imperial prohibían la asistencia de civiles no invitados oficialmente.

El maestro de ceremonia dijo a través de los amplificadores:

—Atención, oficiales del Gran Imperio; quien ha sido hasta estos momentos vuestro bien amado Gran Rector, os va a exigir el juramento de fidelidad al Gran Imperio, a su Grandeza, el Emperador y a las Sagradas Leyes de la Superioridad Terrestre.

Tronaron los acordes estridentes de las trompetas a través de los amplificadores. Se escucharon, por unos segundos, los briosos compases del himno imperial, y el Gran Rector se levantó con parsimonia de su asiento.

Oome ocultó una sonrisa irónica, viendo a su superior adoptar una postura arrogante, sabiendo que los objetivos le enfocaban y que en miles de hogares era observado con el aliento cortado, al mismo tiempo que aquellos ocho mil jóvenes, embotado el cerebro durante cinco años de adoctrinamiento, estaban a punto de desfallecer de emoción.

El comandante también estaba deseando que la ceremonia terminase de una condenada vez, aunque sus motivos eran distintos a los del Gran Rector. Introdujo su mano en el bolsillo de su guerrera y palpó el documento que cuidadosamente redactó la noche anterior.

Había tomado una decisión, y dispuesto se encontraba a llevarla a cabo.

Intuía que el Gran Rector iba a sentirse bastante molesto, cuando leyese el documento. Pero no tenía otra alternativa que callar y firmarlo también.

Oome había comprendido que el actual Gran Rector no iba a estar al frente de la Academia Imperial por mucho tiempo más, y las ventajas que él estaba obteniendo siendo su ayudante no iban a durarle mucho tiempo, una vez que el sustituto hubiese ocupado el cargo. Además, existían bastantes irregularidades en la administración actual. No tenía el menor deseo de que se descubriesen éstas. Para entonces deseaba estar lejos de la Tierra.

Unos años fuera de ella serían suficientes para que obtuviese cuanto ambicionaba.

Lo había calculado todo cuidadosamente. Gracias a que tenía total acceso a la correspondencia del Gran Rector, se había enterado de cierto asunto, precisamente lo que necesitaba para no cometer errores en el futuro.

Ante todo había decidido cubrirse convenientemente la espalda. Y tal cosa ya estaba solucionada.

El Gran Rector había terminado de pedir el juramento de fidelidad, que fue contestado por ocho mil gargantas afirmativamente.

Mientras las compañías formadas por los oficiales comenzaban a desfilar frente a la tribuna, Oome sacó de su cartera lentamente una plaquita de metal, en la que estaba escrito un nombre: Gresh Lemmy. Pocas personas existían en el Gran Imperio, que ignorasen lo que aquellas palabras significaban.

Pero aquel Gresh Lemmy no era la misma persona que veinte años antes conmovió a cientos de planetas con su gesto, causando la admiración lo mismo entre sus amigos que enemigos.

Aquel Gresh Lemmy murió cuando parecía ser capaz de escapar de la enconada persecución de los rebeldes, furiosos contra aquel hombre que, solo, había sido capaz de sofocar una de las más temibles revueltas habidas contra el Gran Imperio en la Galaxia.

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