INTRODUCCIÓN
I. El capitalismo en los Estados Unidos
Para el capitalismo, los Estados Unidos son el Canaán: la tierra prometida. Porque sólo allí se han cumplido todas las condiciones que necesita para llegar al desarrollo pleno y puro de su carácter. Como en ningún otro lugar del mundo, el país y su gente eran propensos a favorecer su desarrollo hasta alcanzar su máxima expresión.
El país: como ningún otro ofrece las condiciones para la acumulación de capital, empezando por su riqueza en metales preciosos. Norteamérica produce una tercera parte de toda la plata y una cuarta parte de todo el oro mundial. También el suelo contiene muchas riquezas: la planicie del Mississipi contiene un humus aproximadamente cinco veces mejor que el de las tierras negras del sur de Rusia y de Hungría. También tiene grandes yacimientos de minerales útiles, que todavía hoy día dan tres veces más rendimiento que cualquier yacimiento europeo. Por la misma razón, el país puede facilitar al capitalismo todas las armas para la creación y evolución de la técnica inorgánica que pueden conquistar el mundo entero: los Estados Unidos producen en la actualidad casi tanto hierro como todos los demás países del mundo juntos (23 millones de toneladas en el año 1905 frente a los 29,5 millones de producción del resto del mundo). Es el país idóneo para la expansión capitalista: la planicie del Mississipi es ideal para el cultivo «racional» del suelo y para el desarrollo de una red de comunicaciones sin límites: una zona de 3,8 millones de kilómetros cuadrados, es decir, siete veces el Imperio alemán, sin ningún «obstáculo para el tráfico» y, además, provisto de vías de transporte. En la costa atlántica existen 55 buenos puertos, que pareciera que esperasen desde hace milenios su explotación capitalista. Se trata, por lo tanto, de una zona de mercado que comparada con cualquier Estado europeo hace que éste parezca una ciudad medieval. Aquí, en las tierras sin fin de Norteamérica, puede funcionar libremente por primera vez la característica intrínseca de toda economía capitalista: el afán de una expansión sin límites —un afán que se veía limitado en todo momento en las estrecheces de Europa, que a todas las doctrinas de libre comercio y a toda política contractual de comercio se les antojaría una mala imitación—. Realmente, si uno quisiera construir el país ideal para el desarrollo capitalista sobre el fundamento de las necesidades de expansión de ese sistema, éste sólo podría asemejarse a los Estados Unidos.
Las personas: durante cientos de años, como si participasen en un curso de formación, los hombres parecen haber sido elegidos, en una fase de la humanidad para abrir la senda del capitalismo. «Al haber acabado con Europa» se trasladaron aquí, al «Nuevo Mundo», queriendo construirse una nueva vida basada en unos elementos puramente racionales: habían dejado atrás todo el lastre de la vida europea, todo el romanticismo superfluo y el sentimentalismo, todos los aspectos artesanales-feudales, todo el «tradicionalismo», llevándose consigo lo que fomentó y sirvió al avance de la economía capitalista: una energía extraordinaria y una visión del mundo que llevaba a actuar con espíritu capitalista como si se tratara de una ley emanada de Dios y de una obligación del creyente. Max Weber ha dado pruebas en nuestra Revista de que existe una relación estrecha entre las reglas de la ética protestante y las exigencias de la economía racional-capitalista. Y a estos elementos dirigentes del nuevo sistema económico, se les ofreció ahora también como objeto, es decir, como asalariado, una población que a su vez también parecía idónea para llevar a su máximo florecimiento el capitalismo. Desde hace siglos la mano de obra había sido escasa y, por eso mismo, cara. Esto obligaba a los empresarios a pensar en un aprovechamiento racional de la mano de obra y, por lo tanto, a perfeccionar la organización de su actividad y sus empresas, y a implementar sistemáticamente formas de hacer superflua la mano de obra mediante la labour-saving-machinery (maquinaria que ahorra mano de obra). De esta manera surgió la necesidad de la máxima perfección tecnológica, que de otra manera nunca podría haber surgido con igual fuerza en un país de la vieja cultura. Y una vez que se había formado la organización económica y tecnológica, alcanzado su máximo esplendor, empezaron a llegar riadas interminables de hombres a los cuales se podía emplear fácilmente como mano de obra al servicio de los intereses capitalistas, ya que las posibilidades de subsistir fuera del nudo capitalista eran cada vez menores. Es bien conocido el hecho de que en las últimas décadas han emigrado a los Estados Unidos por lo menos medio millón de personas al año, y que algunos años la cifra de los inmigrantes llegó a tres cuartos de millón, e incluso a más.
De hecho, en ninguna parte del mundo la economía capitalista y el capitalismo se han desarrollado tanto como en Norteamérica.
En ninguna parte la búsqueda del beneficio se muestra más puramente que aquí; en ninguna parte el empeño en la obtención de ganancias es el punto de partida y de llegada de toda actividad económica tan exclusivamente como lo es aquí: cada minuto de la vida se llena con este empeño, y solamente la muerte pone fin a este esfuerzo voraz por el logro del beneficio. El estrato de los rentistas, tan poco capitalista, es prácticamente desconocido en los Estados Unidos. Al servicio de este logro del beneficio encontramos un racionalismo económico de una pureza completamente desconocida en las sociedades europeas. El interés capitalista se impone sin consideración alguna: aunque sea por encima de la vida humana. Un mero símbolo de ello lo constituyen las cifras de los accidentes de ferrocarril en los Estados Unidos. El Evening Post estimó el número de muertos en 21.847 entre 1898 y 1900. Esto viene a ser aproximadamente el número de los ingleses muertos en la guerra de los Boers durante el mismo espacio de tiempo, incluyendo a los muertos en los hospitales debido a enfermedades. En el año 1903 el número de defunciones acarreadas por los ferrocarriles ascendió a 11.006 en los Estados Unidos, y sólo a 172 en Austria. Si se recalculan las cifras tomando como base los 100 km y un millón de pasajeros, se llega a la conclusión que en Norteamérica había 3,4 accidentes por cada 100 km, mientras que en Austria sólo 0,87, y por cada millón de personas transportadas, 19 accidentes allá y 0,99 aquí (cifras de la comparación hecha por Phillipovich). Por lo tanto, sin ningún tipo de consideraciones, se lleva adelante aquel tipo de organización de la empresa y de tecnología que promete más beneficio. Mientras que entre nosotros se pone el grito en el cielo si una u otra mina de carbón tiene que cerrar, la dirección del trust norteamericano dispone todos los años en gran medida qué fábricas pueden continuar trabajando y cuáles deben cerrar. El capitalismo crea la organización económica libremente según su voluntad: la ubicación de la industria, la forma de cada una de las empresas, la estructura y tamaño de las fábricas, la organización del comercio y del tráfico, la articulación entre la producción y las ventas de la mercancía; ya se sabe: todo está creado de la manera más «racional», es decir, adaptándose a los intereses capitalistas.
El fruto no ha tardado en madurar: a pesar de su juventud, ya hoy día los Estados Unidos están muy por delante de los demás países en lo tocante al poder financiero y de acumulación del capital. Los informes de los bancos así lo demuestran, al darnos una idea de la masa de capital. El año 1882 informaron al Controller of the Currency (véase su informe núm. 42) 7.302 bancos; en 1904 la cifra se elevó a 18.844. En el primero de los años reseñados tenían un capital de 712.100.000 dólares; en el segundo, 1.473.904.674. El año 1882 los depósitos declarados por los bancos eran de 2.785.407.000 dólares; el año 1904, de 10.448.545.990. Según el mismo informe, el poder financiero total de los EE.UU.