A mis nietos Cristina-Alexandra y Carlos-Killian
y a la hominum divomque voluptas alma Venus
—Isabel II en anécdotas. —La vida de Catalina la Grande. —Algunas historias de nombres propios y, a la vez, comunes: amperio, baremo, boicot, cardan, colt, daltonismo, dédalo, diesel, eco, epicúreo, fauna, flora, galvanizar, hermafrodita, linchar, macadam, magdalena, maltusianismo, masoquismo, máuser, nicotina, pánico, pantalón, pasteurizar, pullman, quinqui, rolls, sadismo, sandwich, lesbianismo, saxofón, silueta… y otros muchos. —La invención de la silla eléctrica. —Cuando Madrid fue capital de Armenia. —La condesa sangrienta. —La higiene. —Teodora de Bizancio, prostituta y emperatriz. —Historia de una cortesana: la Paiva. —Algo sobre los médicos. —Historia del café. — Miguel Servet, médico, teólogo, hereje y mártir. —Los orates. —Ser cornudo no es ningún mérito. —¿Se puede vivir sin amor?
Estos y otros temas, junto con multitud de anécdotas, son tratados en esta tercera serie de Historias de la Historia.
Carlos Fisas
Historias de la Historia
Tercera serie
ePub r1.0
Arnaut30.11.13
Carlos Fisas, 1985
Diseño de portada: Redna G. sobre detalle de «Isabel de Portugal» de Tiziano
Editor digital: Arnaut
ePub base r1.0
CARLOS FISAS (Barcelona 1919-2010). Desde niño se dedicó ávidamente a la lectura hasta convertirla en vicio. Apasionado por la Historia, desarrolló una brillante carrera de conferenciante por universidades y centros culturales de toda Europa, y se especializó en el estudio de las manifestaciones amorosas, religiosas e ideológicas del occidente europeo a lo largo de la Historia.
Entró en el mundo de la radio de la mano de Luis del Olmo, con quien trabajó en RNE, entre muchas otras emisoras, siempre bajo la rúbrica de «Historias de la Historia», que dio título a sus libros. Todos ellos han encabezado regularmente listas de bestsellers y se han reeditado en multitud de ocasiones.
Notas
Un grupo de amigos de Tristán Bernard comentaba ante el maestro francés una serie de sus anécdotas, que eran acogidas con gran entusiasmo. El célebre comediógrafo sonreía acariciando su barba. De pronto, exclamó:
—Verdaderamente estas anécdotas tienen gracia, mucha gracia. ¡Y pensar que muchas de ellas no las conocía yo!
LA PORTADA
Libros y mujeres, mujeres y libros, libros y mujeres. He aquí las aficiones dignas de un hombre civilizado por este orden y según la edad. Alguien tildará estas afirmaciones de machistas, pero no se debe olvidar que soy varón y hablo desde este punto de vista. Espero que mis lectoras harán los cambios necesarios en las afirmaciones que preceden.
He querido que en la portada de este libro figurase una mujer y un libro. Hay cuadros célebres como el retrato de Isabel de Portugal, esposa de Carlos I, que se conserva en el Museo del Prado de Madrid; otro cuadro célebre es el de Boucher representando a madame de Pompadour, que se halla en la colección Rotschild de Viena, o el retrato de la condesa de Peñaranda perteneciente al duque de Tamames, de Madrid, obra de Goya.
Buena parte de la literatura producida por amantes del libro está destinada a denigrar a las mujeres tildándolas de enemigas de los libros. Ricardo de Bury, que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV , escribió refiriéndose a la mujer: «Apenas esta bestezuela, siempre nociva para nuestros estudios, siempre implacable, descubre los sitios donde estamos escondidos (son los libros los que hablan), protegidos por la tela de una difunta araña, con ceño arrugado nos arranca de allí insultándonos con los discursos más violentos». Ni que decir tiene que llamar bestezuelas a las mujeres es, además de un grave insulto, una estupidez, y dejo de lado el dato de que el libro protagonista de la invectiva afirme estar protegido por una telaraña porque ello demuestra el poco cuidado que de tan precioso objeto tenía su propietario.
Los libros son como las mujeres, y antes de abrirlos se les ha de acariciar la encuademación. Si no se conoce la voluptuosidad de descubrir un libro en las estanterías de una biblioteca o de una librería, si se ignora el placer sensual de abrir las páginas una a una y de regodearse glotonamente de antemano por el supuesto placer que se va a gozar en su lectura, no se podrá comprender la pasión de poseer una biblioteca que anima a los bibliófilos o a los simples lectores.
Este libro —o, mejor, esta tercera serie de Historias de la Historia— es, como los dos anteriores, producto del amor al libro. Por ello, no extrañe a nadie la continua sucesión de citas que contiene (las citas literarias, como las amorosas, deben caracterizarse por su exactitud y su pulcritud). No tiene esta obra otro mérito que el que se deriva de una sed insaciable de lectura, y como su origen debe buscarse en las emisiones en las que colaboro, en Radio Miramar de Barcelona y Radio Popular (Cadena de Ondas Populares de España, COPE), parece lógico que deriven más hacia la conversación que al lenguaje escrito formal.
Verán, queridos amigos: a mí no me gusta escribir; me gusta hablar, charlar, conversar, comunicarme con los demás a ser posible de viva voz. Ello explica el horror que, dejando aparte mi edad, me producen las discotecas, con su infernal ruido y sus demenciales luces. Buena parte de nuestra juventud, a la que me siento muy unido, pierde la ocasión de entrenarse en el clásico y delicioso arte de conversar. Una de las cosas que más me inquieta es la pobreza de vocabulario de ciertas personas jóvenes o mayores, el empleo constante de muletillas de moda, que por ello pasan en seguida de moda y son sustituidas por otras tan inanes y memas como aquellas que las precedieron.
Éste es un libro si no de Historia, sí de historias, que quiere y desea introducir al lector en el campo de la Historia con mayúscula. Uno de los grandes placeres de mi actividad radiofónica ha sido recibir cartas u oír por teléfono a amigos, pues lo son por el simple hecho de comunicar conmigo, pidiéndome datos complementarios sobre un personaje o un episodio histórico. No siempre mis interlocutores han estado acordes con mis afirmaciones, pero su discrepancia me ha impulsado a intentar conocer más a fondo el tema tratado, para averiguar si eran ellos o yo quien tenía razón. Muchas veces las divergencias son de tipo sentimental: he hablado peyorativamente de un personaje que mi contradictor encontraba simpático o he alabado un episodio que mi amigo creía nefasto. Ello no importa, pues la historia no puede ser nunca objetiva: la simpatía o antipatía por un personaje o un episodio surgirá siempre cuando menos se piense. Incluso cuando se lleva la objetividad, como a comienzos de nuestro siglo, al extremo de publicar única y exclusivamente los documentos históricos sin ningún comentario, el mero hecho de haber elegido unos concretos y no otros demuestra ya subjetividad.
Hay casos como el de una señora que me persigue cada vez que hablo de Isabel la Católica y digo que, a mi juicio, la legítima heredera del trono era la mal llamada Beltraneja, y no faltan los anónimos casi siempre insultantes. Tengo por costumbre mirar primero la firma de las cartas que me llegan, y si no es clara o se trata de un anónimo («un andaluz», «un catalán», «un admirador de Fernando VII», etc.) tiro la carta a la papelera sin leerla siquiera. Llamo a estos corresponsales «los bueyes», porque son como ellos impotentes y cornudos.