LUDWIG PFANDL
Juana la Loca
Madre del Emperador Carlos V
su Vida - su Tiempo - su Culpa
PALABRA
Título original: Johanna die Wahnsinnige
Colección: Ayer y Hoy de la Historia
© VERLAG HERDER GmbH&Co. KG., 1930
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Diseño de ePub: Erick Castillo
ISBN: 978-84-9840-004-5
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presentación
La reina Juana de Castilla es un personaje menos conocido de lo que parece. Todo el mundo que ha leído o estudiado algo de historia de España se ha encontrado con el nombre de Juana la Loca, casi todos creen saber que se volvió loca por amor, algunos saben, además, que fue madre de Carlos V el Emperador, pero poco más.
Y es que el lugar que Juana ocupa en la Historia es muy particular: a primera vista, su importancia es mínima, pues aun siendo reina pasó 49 años de su vida –murió a los 75 años de edad– encerrada en el castillo de Tordesillas, casi sin contacto con el mundo en que vivía. En estas condiciones, se considera, naturalmente, que poco pudo influir en el desarrollo de los acontecimientos históricos en Castilla y, mucho menos, en los de Europa.
Sin embargo, observando con más detenimiento este peculiar personaje, inmediatamente se cae en la cuenta de que su papel no carece, ni mucho menos, de relieve. Y algunos historiadores, que le han dedicado su atención, han sabido poner de manifiesto su importancia.
Hija de los Reyes Católicos, recibió una educación muy cuidada, lo mismo que sus otros hermanos. Isabel la Católica tuvo siempre, junto a las enormes tareas de gobierno que le cayeron en suerte, una preocupación muy grande por la instrucción de sus hijos, y les proporcionó los maestros más insignes de la época; esto hizo de ellos, tal vez, los príncipes más instruidos del Renacimiento. Juana se casó con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, hijo del Emperador Maximiliano I; no estaba destinada a ser reina, pero ya desde los primeros años de su matrimonio, cuando vivía en Flandes con su esposo, una serie de desgracias familiares hicieron que sobre ella recayera la sucesión de la corona: murieron su hermano Juan, su hermana Isabel y su sobrino Miguel de Portugal, que habrían heredado el reino antes que ella.
Y he aquí que, sin haber puesto nada de su parte, Juana se convierte en la pieza clave y codiciada de la política europea, ya que en ella y en su esposo recae la herencia de los tronos más poderosos y ambicionados del mundo de entonces: por parte de Juana, Castilla, con las posesiones del Nuevo Mundo, y por parte de Felipe el Sacro Imperio Romano Germánico, en manos de la Casa de Habsburgo. Acuden los esposos a España y, en cuanto las Cortes de Castilla y de Aragón reconocen a ambos como herederos, Felipe el Hermoso regresa a Flandes y Juana de Castilla empieza a ser Juana la Loca. Ya desde el comienzo de su matrimonio, la vida ligera de su esposo provocó en ella continuos ataques de celos; ahora, al saber que él estaba lejos, aquellos ataques desvelaron la existencia de un mal más profundo, cuyas raíces hay que buscarlas en la herencia recibida de su abuela Isabel de Portugal y que ella misma transmitió a la rama de los Austrias.
Desde entonces, la vida de Juana parece una tragedia fruto de la imaginación más que una dolorosa y conmovedora realidad. A pesar de encontrarse en tan tremendas circunstancias, alrededor de la reina se iban tejiendo los hilos de la política maquiavélica propia de su época, con toda suerte de engaños y de intrigas, pues de su posible sucesión dependía el futuro acontecer histórico de Europa. Su propio padre, el rey Fernando –a quien Maquiavelo tomó como modelo cuando escribió su célebre Príncipe–, aprovechó la penosa situación de su hija, la apartó de toda intervención en el reino y la recluyó para siempre en Tordesillas.
Esta ausencia forzada de la escena europea, junto con el hecho de que Juana estuvo enmarcada en su época por dos de los personajes más relevantes de la historia de España –antes, su madre, la genial Isabel, y, después, la egregia figura de su hijo el Emperador Carlos V– son sin duda la causa de que la reina de Castilla nos aparezca como un personaje tan sin relieve, del que sólo se recuerda su locura. Su tiempo fue un sombrío interregno y tanto su personalidad como su vida se extinguieron sin más, sumergidas en una silenciosa noche de enajenación.
El extraordinario historiador hispanista Ludwig Pfandl ilumina ese oscuro rincón de la historia española y en parte europea. Con su personal sentido de investigador, nos ofrece un relato de la que fue abuela del gran rey Felipe II, en cuyos territorios no se ponía el sol, y bisabuela del príncipe Carlos, a quien el germen de la demencia, que ella le transmitió, convirtió en otro personaje controvertido que la Historia y la Leyenda Negra mantienen vivo en la memoria popular.
M. M.
I
LA HERENCIA DE LOS ANTEPASADOS
España a finales de la Edad Media. - Crisis en Castilla. Mecenazgo e incapacidad política de Juan II. - Caída del favorito Álvaro de Luna. - Perturbación creciente bajo Enrique IV. - El escándalo de su matrimonio. - Sublevación de la nobleza y derrocamiento público del monarca. - Isabel, heredera del trono de Castilla y esposa del príncipe heredero de la corona de Aragón. - Una boda pobre y continuas batallas. - La victoria del derecho y fundación del reino español. - Personalidad de cada monarca. - Cada uno a su manera, representante del Renacimiento. - El aumento de territorios y las reformas internas. - Rebeldía de los nobles y los salteadores de caminos. - La policía y las finanzas, el comercio y la industria. - Funcionarios y renovación del derecho. - Iglesia nacional, Iglesia reformada e Iglesia unificada. - Fuera de Roma en el sentido español. - Reforma antes de Lutero y antes de la Contrarreforma. - Ximénez de Cisneros. - La políglota de Alcalá. - Renovatio monastica. - El rey Fernando, más pasivo. - Algo sobre Lutero, Zwinglio y Calvino. - El problema religioso, un problema racial en España. - La expulsión de los judíos. - La conversión de los moros. - Debe y Haber después de 26 años. - Felicidad en el Estado y desgracias en la familia. - Muerte del heredero de la Corona.
A finales de la Edad Media, la península pirenaica hacía tiempo que había dejado de ser, como entidad nacional, una mezcla variopinta de pequeños reinos, condados y comunidades tributarias que, durante siglos de resistencia y lucha contra el invasor árabe, se había ido formando, para luego dividirse en diversos trozos y más tarde volver a conformarse. En los albores del Renacimiento y de la era de los descubrimientos, el territorio ibérico estaba ya dividido en tres importantes reinos: el reino de Portugal al oeste, el de Aragón al este y en el centro, el de Castilla y León. El reino de Aragón dominaba las Baleares, Cerdeña, Sicilia y Nápoles, la cuenca mediterránea, el Mare Nostrum de los romanos, y ambicionaba objetivos políticos de mayor expansión europea. Portugal también había dado sus primeros pasos de expansión colonial, conquistando y poblando parte de la costa septentrional de África. Sin embargo, el mayor y más poblado de los tres reinos del territorio ibérico, el reino de Castilla, tenía cerrado el paso a su mejor salida natural al Mediterráneo en el sur por el extenso y último baluarte árabe, el reino de Granada. Por si esto fuera poco, el reino de Castilla tenía además muchas condiciones adversas de naturaleza interna: su gran división política interior, codicia y despotismo por parte de nobles faltos de escrúpulos, la incapacidad de algunos reyes, y un absoluto desconocimiento del concepto de Estado. Todo esto le impedía tener más importancia en el exterior y más unidad en su interior. Pero en el último tercio del siglo XV, Castilla había madurado y concluido la conveniencia de tomar una decisión, esencial para su supervivencia: unirse dinásticamente con uno de sus dos más poderosos, y también más unidos, vecinos limítrofes a derecha e izquierda. Anexionándose uno de ellos, Castilla, además de evitar su desintegración, podría convertirse en una gran potencia, en una especie de unidad ibérica. Y eso fue lo que sucedió exactamente. Juan II de Castilla (1407-1454) subió al trono a la edad de dos años, y toda su vida fue rey sin dejar de ser niño, incapaz de valerse por sí mismo. A este rey se le conoce en la historia de la literatura como mecenas de una corte donde las musas de la poesía, el romance y la música de cuerda eran inagotables. Pero gobernando era un complaciente muñeco en manos de un favorito insaciable: el condestable Álvaro de Luna, hombre vividor, ambicioso y falto de escrúpulos. Todas las tentativas de los nobles descontentos para derrocar al encubierto dictador, fracasaban frente a la astucia y máxima autoridad del condestable; su poder era ilimitado y su proceder, insoportable. Convencido de que una infanta huérfana y descendiente de una línea colateral lusitana, nunca sería un peligro para el logro de sus ambiciosos planes, Álvaro de Luna aconsejó a Juan II tomara en segundas nupcias (1447) a la infanta Isabel de Portugal, sobrina de Enrique el Navegante. Pero se equivocaba, porque esta Isabel fue precisamente la causa de su ruina. Mujer excéntrica y fácilmente irascible desde su juventud, con el paso de los años fue empeorando y murió con enajenación mental. Aquí están las raíces de la degeneración física hereditaria que, con algún salto generacional de distinta duración, posteriormente reaparecerá, por desgracia, en doña Juana la Loca y en Carlos. Pero en sus buenos tiempos, Isabel fue una mujer orgullosa, enérgica y astuta, que no cejó hasta lograr que el rey diera oídos a las quejas y reclamaciones de sus vasallos. El proceso, una vez puesto en marcha, fue breve y cruento y Álvaro de Luna fue decapitado el 2 de junio de 1453 en una plaza pública, en Valladolid.
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