MANUEL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ (Madrid, 7 de noviembre de 1921-Salamanca, 19 de abril de 2010) fue un historiador español, considerado como autoridad en la España del siglo XVI.
Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid (1942). Doctor por la Universidad Central con una tesis sobre Felipe II e Isabel de Inglaterra (1947). Doctor por la Universidad de Bolonia (junto con el Premio Vittorio Emanuele, 1950). Investigador del CSIC. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca (1965). Fundó el Colegio Universitario de Zamora (1976). Premio Nacional de Historia de España (1985). Miembro de la Real Academia de la Historia (1987). Académico de Mérito de la Academia Portuguesa de Historia (1992). Profesor emérito de la Universidad de Salamanca y del Colegio Libre de Eméritos.
Dedicó más de cincuenta años al estudio del siglo XVI, fruto de los cuales son su obra magna Carlos V, el césar y el hombre (VI Premio Don Juan de Borbón al libro del año en 2000), el monumental Corpus documental de Carlos V (Salamanca, 1973-1981) o Cervantes visto por un historiador, Premio Quijote del Año de la Sociedad Cervantina de Esquivias.
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EN TIERRAS ASTURES: AL FONDO, GIJÓN
Dice un dicho popular —y si no lo dice, debería hacerlo— que si quieres entender a un gran hombre debes conocer ante todo la tierra en que ha nacido. Así pues, y plenamente convencido de ello, me decidí a regresar a Asturias, no porque no conociera ya su tierra y su cielo, sus ciudades y hasta sus aldeas, sino porque quise evocar aquel Gijón de 1744, en cuyo seno había nacido nuestro gran patricio. Y quise hacerlo en una mañana de enero, tal como aquella en que había sido el alumbramiento de Gaspar Melchor de Jovellanos.
En la meseta, el día era frío, pero luminoso. Al pasar por León, la ciudad era como un fanal de luz. Franqueado Pajares, el puerto nos saludó con un temporal de nieve del que a duras penas pudimos salir; pero al llegar a la costa, el tiempo cambió y otra vez el sol hizo su presencia; un sol, eso sí, tímido y como convaleciente, entre neblinas.
Gijón, al fin. Pero ¿cómo era la villa a mediados del siglo XVIII? ¿Cómo era el Gijón de Jovellanos? Hoy, Gijón es posiblemente la urbe más populosa del Principado y, desde luego, la más activa, con un puerto de primera magnitud. Pero en 1744 las obras del Musel, para cerrar debidamente el puerto, no eran sino un proyecto, y la villa distaba mucho de poder codearse con la capital ovetense, e incluso con la villa vecina de Avilés. En el censo mandado hacer por Felipe II en 1591 aparece con tan solo 180 vecinos; esto es, entonces no era sino una pequeña aldea de pescadores, con algún edificio noble. Algo que fue creciendo, con la relativa prosperidad que aportó a todo el Principado en el siglo XVII el cultivo del maíz —la gran novedad; con la patata, el regalo de las Indias.
Un cierto bienestar, en contraste con la crisis por la que pasaba entonces la meseta, se extendió por toda Asturias. Gijón no fue una excepción. En 1646, su concejo contaba con 1184 vecinos, que a finales de la centuria había alcanzado los dos millares, como se desprende de los datos recogidos por Tomás González, el benemérito archivero de Simancas, pionero de los estudios demográficos del siglo XIX. En el siglo XVIII, Gijón contaba ya con unos 4000 habitantes, cantidad modesta todavía, pero que le hacían despuntar ya en el resurgimiento urbano del Principado.
Por fortuna, se conserva todavía el noble caserón donde nació Jovellanos. Está en el corazón del casco antiguo, en una plaza tranquila. Es una casona-palacio, con su portalón de arco de medio punto y su torreón con el escudo solariego. La casona tiene al frente sus siete hermosos balcones, como quiere la tradición de la tierra para estas moradas de los rancios linajes. Está flanqueada por unos árboles, que en esta mañana de enero enseñan sus ramas esqueléticas.
En la madrugada del 5 de enero de 1744, cuando todavía no clareaba el día, daba a luz en esta vieja casona nobiliaria doña Francisca Apolinar, hija de los marqueses de San Esteban del Puerto, a un hijo varón, a quien sus padres, en honor de la festividad del día en que se bautizó, pondrían los nombres de Baltasar, Gaspar, Melchor y María. Era como un regalo de los Reyes Magos. Lo habría de ser para el país entero, con ese don especial que deparan siempre los personajes ejemplares.
En la noche del 5 de enero de 1744 el mar golpearía cerca, sobre los acantilados de la costa, como ahora lo está haciendo. Yo oigo sus golpes rítmicos, que acompañarían entonces también a la parturienta, como si se tratara de una orquestación singular. Algo como si se quisiera señalar que aquel parto de doña Francisca Apolinar tenía algo de especial, que el niño que alumbraba no iba a ser uno más entre los muchos hijos de aquel matrimonio de hidalgos asturianos. Su madre había tenido otros diez hijos, de forma que ya sabía lo que era canela fina. Aún tendría otros dos más, si bien cuatro de ellos darían tributo a la fuerte mortandad infantil de la época. De todas formas, una lucida tropa infantil de cinco chicos y cuatro chicas, en cuyo pelotón militó la infancia de Jovellanos.
Tenemos la fortuna de poder evocar aquellas batallas infantiles por los amplios pasillos y por las espaciosas salas de la casona donde se unían dos viejos linajes: los García de Jove y los Llanos de Tejera; batallas infantiles a que pondrían fin, con algún correctivo que otro, los padres de la tropa, don Francisco Gregorio y doña Francisca Apolinar. La casona de los Jovellanos tenía una clara ventaja: que por lo espaciosa, siempre había en ella algún rincón más escondido y tranquilo, bueno para un muchacho soñador.
¿Fue por esa razón por la que don Francisco Gregorio empezó a pensar que su undécimo vástago podría hacer carrera en la Iglesia? ¿Arrancó todo de la dura realidad de que era preciso ir dando salida a tanta tropa, sin quebranto mayor de la fortuna familiar, sujeta por otra parte a mayorazgo? Es muy posible. Tal era, bajo el Antiguo Régimen, la suerte que esperaba a los segundones, que debían labrarse su propia fortuna o por la mar o por la Iglesia o por la Casa Real. Como el muchacho Baltasar Gaspar Melchor María —al que pronto denominarían, abreviando, Gaspar Melchor— era demasiado reposado para los trajines de la mar, y como la corte estaba demasiado alejada de aquella casona astur, solo se podía pensar, de momento, en un porvenir vinculado a la Iglesia.
Pero eso sería después.
Por lo pronto, entre 1744 y 1756, Jovellanos jugaría, como otro muchacho cualquiera, por las callejas y plazas del viejo Gijón, ante la casona familiar, ante el palacio de Revillagigedo, o ante los muros de la memorable colegiata del siglo XV. Y, sin duda, cuando a sus doce años empezara a soñar con el futuro, le gustaría deambular por el barrio de pescadores, el barrio de Cimadevilla, de viejo sabor marinero, teniendo el mar, azul a veces, gris y plateado otras, a su frente.
Era una época de paz. Una paz provinciana dentro de una paz nacional. Jovellanos tuvo la rara fortuna de vivir su infancia en un reinado cuyo rey aborrecía la guerra. A partir de la paz de Aquisgrán, que cerraría en 1748 una penosa guerra heredada de su antecesor, Fernando VI, bien auxiliado por su mujer, la portuguesa Bárbara de Braganza, iba a hacer bueno el lema de los ilustrados: que era preciso huir de la guerra como del fuego y que más barato salía fundar dos ciudades nuevas que conquistar una ajena.
Esa vida tranquila, en el seno familiar, acabó para Jovellanos cuando cumplió los trece años. Hasta entonces había hecho sus primeros estudios, incluidos, naturalmente, la Gramática, el Latín y las cuatro reglas, en el mismo Gijón. Sus padres habían podido comprobar que destacaba fácilmente entre sus condiscípulos y que tenía la mente abierta para el estudio. Su mirada era inteligente y su memoria, buena.