José Luis Olaizola
Juana la Loca
© 1998
ALA SOMBRA DE LA REINA CATÓLICA
El cronista se asoma con prudencia a la vida de una reina de Castilla de quien dicen que de tal sólo tuvo el nombre, pues habiendo perdido el juicio por culpa de un mal de amores, ciñó corona, pero no gobernó como reina; se asoma con prudencia, pero no por eso menos dispuesto a hurgar en los entresijos de una locura que, por afectar a personaje tan principal, había de tener sonadas consecuencias para toda la cristiandad.
El pueblo llano la tituló «doña Juana la Loca de amor» y en eso no acertó el saber popular, pues siendo cierto que hay locuras de amor, éstas suelen ser de suyo gozosas ya que, aun penando, disfruta quien pierde el seso por tal motivo. Por contra, doña Juana la Loca fue en extremo desgraciada en este mundo, que para ella resultó valle de lágrimas amarguísimas, ya que le tocó apurar el cáliz hasta las heces.
Por estirpe y por las prendas naturales con que Dios la dotó al nacer, estaba llamada a ser la más dichosa de las criaturas; hija de los Reyes Católicos, fue educada con tal esmero que no sin justicia se dijo que era la princesa más instruida del Renacimiento. Se daba especial gracia para las artes musicales, y guardando el decoro que exigía la corte castellana, desde muy niña llamaba la atención por su encanto tanto en tañer el laúd, como en trenzar pasos de baile. De humanidades andaba sobrada, pues su madre se había cuidado de traer de Italia los mejores maestros, de manera que se expresaba en latín mejor que muchos canónigos. Pero por encima de todo destacaba por su hermosura, que apenas podía disimular la severidad en el vestir que impuso la reina Isabel en la corte, que exigía que los trajes fueran de paño de lana, hasta en los rigores del verano, y de color negro por ser éste más sufrido.
A los dieciséis años, siendo todavía doncella, en todo tenía el aire de una mujer, bien proporcionada, el rostro ovalado, con la frente muy despejada, el cabello recogido y trenzado, sobre la nuca, el cuello airoso, fino y alargado, y el busto bien dotado y poco recatado, según la costumbre de la época que vedaba a los caballeros el lucirlo, mas no así a las mujeres, pues como razonaba fray Hernando de Talavera, confesor que fuera de la Reina Católica, «verdad es que las mujeres que crían deben traer los pechos ligeros de sacar».
Los Reyes Católicos tuvieron cuatro hijas, más un hijo varón, pero así como éste salió en todo muy poco agraciado, escaso de luces, torpe en el hablar y con el labio inferior caído, las hijas fueron muy hermosas, estando concordes quienes las conocieron que, sobre todas, destacaba Juana, y a continuación Catalina, la que casó con Enrique VIII de Inglaterra, que enamoró a todos los ingleses y a su mismo y temible marido, que si más tarde se perdió fue por la concupiscencia de la carne, mal de la época en las testas coronadas, como habrá ocasión de comprobar. De ahí que la primera injusticia que cometa la historia con esta desgraciada reina sea titular a su egregio esposo como Felipe el Hermoso, cuando la verdaderamente hermosa fue ella.
En el 1492 se sucedieron tal cúmulo de acontecimientos en España, que el cronista no puede por menos de estremecerse al recordarlos. Los Reyes Católicos pusieron fin a la dominación árabe en la Península, haciéndose con su último reducto, el reino de Granada, lo cual permitió respirar a Europa entera y mirar hacia los inmensos territorios del continente africano, que tantas riquezas encerraban, al tiempo que almas que conquistar para la verdadera fe. Por la mar atlántica, un genovés visionario, gracias a la intuición femenina de la misma Reina Católica, descubre un mundo ignoto del que lo único que se sabía es que estaba habitado por unos seres primitivos, también necesitados de cristianización, que no tenían en estima los yacimientos de oro de sus tierras que tan útiles eran para las guerras entre cristianos a las que tan dados eran los monarcas en aquellos tiempos.
Conseguida la unidad de España, en las personas de los reyes de Castilla y Aragón, fueron tales los bienes que se derivaron en orden a la paz en los campos y la prosperidad en las ciudades, que sus católicas majestades tentaron en ese mismo año de reforzar la unidad mediante la uniformidad de las conciencias. A tal fin todas habían de convertirse a la religión católica, la única verdadera, de manera que en los territorios del reino todos los súbditos habían de ser católicos, bien por nacimiento, bien por conversión. Como colofón, en la misma Alhambra de Granada, el 30 de marzo de 1492, firmaron ambos monarcas el decreto de expulsión de los judíos que se negaron a bautizarse.
Admira al cronista que reina tan sesuda no atendiera en cuestión tan capital a las razones que le daban los teólogos de la Universidad de Salamanca, sapientísimos y de buena doctrina, que bien que le advertían cuán poco agradaban al Señor las violencias que se cometieran con las personas, so pretexto de convertirlas al cristianismo. Pero se hizo y de ello se derivaron no pocos males para España, ya que los judíos, pese a ser de suyo codiciosos de riquezas, con tal acierto sabían manejar los dineros que al tiempo que se lucraban ellos, beneficiaban a aquellos a quienes servían. Otro gallo le cantara al imperio español si hubieran sido judíos los que administraran las inmensas riquezas que llegaban allende los mares cuando reinaron los Habsburgo -a no mucho tardar-, que con una mano las cogían y con la otra las hacían llegar a Flandes, Nápoles o Sicilia, por un quítame allá estas pajas, de un linde de fronteras, que parecía que les iba la vida a los monarcas que estuvieran una cuarta más aquí o más allá, y pasados los siglos Francia sigue donde estaba, y lo mismo puede decirse de Alemania, Nápoles o Sicilia, por no citar las islas del otro lado del canal de la Mancha. Mientras tanto muchas madres se quedaban sin sus hijos, muchas esposas sin maridos, muchas doncellas sin honra, y muchas almas penando en el purgatorio o quién sabe si en los infiernos, pues habiendo dineros, guerras, mercenarios, saqueos, motines y violaciones, el demonio tiene grandes oportunidades de lucirse llevando a su redil a quienes en la sinrazón del combate olvidan toda justicia y caridad.
Por ser tiempos en los que los asuntos más capitales se resolvían, bien en los campos de batalla, bien en tálamos regios, los Reyes Católicos, deseosos de conseguir para Europa el fruto ya logrado para España, comenzaron a concertar matrimonios con los que soñaban obtener la unidad de los principales príncipes cristianos.
Al único hijo varón heredero de las coronas de Aragón y Castilla, se apresuraron a desposarlo a la temprana edad de dieciocho años con Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano, y casarse y morirse todo fue uno. Su maestro, el famoso dominico fray Diego de Deza, advirtió a la Reina Católica que si bien entendía oportuno el matrimonio por razones de estado, consideraba prudente dilatar su consumación, dado que el joven príncipe era de salud muy precaria. Pero la reina, bien por no separar lo que Dios había unido, bien por propiciar cuanto antes el nacimiento de un heredero que en su día ciñera la corona de ambos imperios, no consintió en la separación. Decidida la consumación, todos se aplicaron para que fuera fructífera y su ayo, Juan de Zapata, dispuso que se alimentara el príncipe de carne de tortuga por ser fama las virtudes de estos quelonios en orden a la procreación.
El príncipe Juan cumplió lo que se esperaba de él logrando dejar en estado de buena esperanza a su joven y encantadora esposa, pero falleció a los pocos días de unas fiebres muy súbitas, que poco tenían que ver con las del amor. No obstante, los cronistas de la época tejieron la leyenda de su pasión que ha llegado a nuestros días, por ser muy del gusto de poetas y juglares el escribir endechas sobre «un príncipe que murió de amor»; voces más autorizadas entienden que el mal estuvo en alimentación tan inadecuada, como fuera la de los citados quelonios. El caso es que murió, fue enterrado en el convento de los dominicos de Santo Tomás de Ávila, y poco después, muy cerca de él, recibió sepultura su ayo Juan de Zapata, que con tan buena intención tan mal le aconsejó.
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