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La insurrección anhelada
Guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta
EDGARDO MONDOLFI GUDAT
EDGARDO MONDOLFI GUDAT (Venezuela, 1964). Individuo de número de la Academia Nacional de la Historia. Licenciado en Letras (UCV); magíster en Estudios Internacionales (The American University, Washigton D.C.); doctor summa cum laude en Historia (UCAB). Es autor de El lado oscuro de una epopeya. Los legionarios británicos en Venezuela; El día del atentado. El frustrado magnicidio contra Rómulo Betancourt y Temporada de golpes. Las insurrecciones contra Rómulo Betancourt. Ha publicado también Miranda en ocho contiendas y General de Armas Tomar: la actividad conspirativa del General Eleazar López Contreras durante el trienio 1945-1948. Entre 2008-2009 fue Andrés Bello Visiting Fellow en el Saint Antony’s College, Universidad de Oxford.
A la memoria del poeta Juan Liscano (1915-2001), por el simple hecho de que su voz sonara tan alto frente a la «insurrección anhelada».
Con la Lucha Armada (...) golpearemos permanentemente a todos los enemigos de la causa (...) y, más aún, vamos a extender la guerra, al igual que lo dijo el dictador argentino [Juan Manuel de Rosas], hasta aniquilar a los facciosos, a los cómplices (...), a los espectadores y a los indiferentes. [N]adie en el país político estará a salvo del castigo de no haber participado y comulgado con nuestra causa.
Entrevista con el comandante LUBEN PETKOFF.
Revista Sucesos (México). Diciembre de 1966
[N]uestra revolución la vemos como la revolución cubana, la nuestra se ha venido desarrollando como la revolución cubana, con un desarrollo del socialismo, al igual que el desarrollo del socialismo de Cuba, todas enmarcadas en las ideas del Partido Comunista, en las ideas del comandante Fidel Castro, con una interpretación verdaderamente revolucionaria de lo que es el internacionalismo proletario, un verdadero ejemplo para todo el mundo revolucionario y, en especial, para el campo venezolano.
Entrevista con el comandante FRANCISCO PRADA BARAZARTE.
Revista Sucesos (México). Diciembre de 1966
No supimos apreciar la complejidad de una situación como la venezolana, en la cual la democracia apenas se estrenaba (...) y, sin embargo, me dejé ganar de nuevo por el voluntarismo característico de la época.
TEODORO PETKOFF en conversación con Agustín Blanco Muñoz.
Caracas, circa 1980
Metafóricamente hablando, yo digo que nosotros acumulamos un poco de cosas y después agarramos y las tiramos por la ventana.
POMPEYO MÁRQUEZ en conversación con Agustín Blanco Muñoz.
Caracas, circa 1980
También nosotros asumimos con pasión el marxismo-leninismo y nos lanzamos al asalto.
AMÉRICO MARTÍN, 2001
Prefacio
En estos confusos tiempos de la Revolución Bolivariana resulta fácil advertir una marcada propensión a enaltecer y rendirle culto a la dinámica insurgente que tuvo lugar durante la década de 1960. Muchos medios alternativos y páginas web de contundente fidelidad al proceso chavista así parecieran atestarlo. Cabe observar de paso que ese culto cumple a la vez con un doble propósito: por un lado, para demeritar de la actuación de las autoridades democráticas durante las presidencias de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni; por el otro, para buscar en la llamada «lucha armada» la cuna genésica que sirva para vincular las tesis insurreccionales de un pasado no tan remoto con los avatares revolucionarios del presente.
Desde luego, frente a lo que pudiésemos considerar un escenario mediatizado a ultranza, como el que los venezolanos hemos experimentado en estos tiempos, la forma de percibir el pasado más o menos reciente que significan los años sesenta no puede verse situada dentro de un terreno excepcional. Después de todo, la historia es fuente de controversia, y si en algo contribuye ese fenómeno de polarización extrema que hemos padecido durante las últimas dos décadas ha sido en exacerbarla. Pero también, como se ha hecho cargo de precisarlo la historiadora María Elena González Deluca, conviene aclarar que no se trata de un fenómeno exclusivamente venezolano: a su juicio, la historiografía registra numerosos presentes (o pasados recientes) que no dejan de generar controversia. Pero lo que tal vez complique cualquier análisis que pretenda hacerse de los años sesenta sea la extrema presión que, en este caso, ejerce la narrativa oficial. No en balde, como actor principalísimo en medio del debate, el alto Gobierno ha pretendido construir una saga que justifique la trascendencia de una causa que quedó truncada en el camino a raíz de que, supuestamente, los quinquenios que se sucedieron durante el período 1959-1969 terminaron cerrándole el paso al tipo de cambio, radical y violento, que reclamaba la época. Resulta innecesario ir muy lejos para advertir que entre las distintas operaciones que le son propias a la retórica bolivariana en su afán de autolegitimación, y especialmente a la hora de controlar el discurso histórico, está la fuerza con que, desde el asiento central del poder, se habla de condenar ese pasado inmediato que fuera producto de los entendimientos alcanzados a partir del fin del régimen de Marcos Pérez Jiménez.
Quizá todo esto fue lo que me llevó a volver la mirada sobre el período en cuestión y, al mismo tiempo, dar por cumplido el compromiso que tenía contraído con la editorial Alfa de ofrecer una trilogía relacionada con la recuperación del ensayo democrático en el contexto de la violencia de los años sesenta. Precisamente, el volumen que ahora se ofrece pretende poner punto final a esa intención que comenzó con el atentado contra Rómulo Betancourt, en 1960, y siguió luego con las insurrecciones militares que debió afrontar el mismo mandatario entre 1960 y 1962. Estimé, al completar las dos primeras obras, que la comprensión de esa época luciría incompleta si no se abordaba en un tomo aparte lo que significó la prosecución de la estrategia insurgente en clave urbana durante el año y medio restante de esa primera gestión constitucional (1962-63) y el inicio de la violencia, ya en clave de guerrilla rural, durante prácticamente los cinco años de mandato de Raúl Leoni entre 1964 y 1969.
Varias cosas saltan a la vista cuando comienza a transitarse el tema: primero, la falta de una narrativa de consenso en torno al conflicto armado; segundo, el hecho de que la dinámica guerrillera sea, con frecuencia, pasto de la mitomanía; tercero, una marcada propensión a idealizar la violencia que caracterizó la coyuntura y, cuarto –pero no por ello menos importante–, su carácter de historia reciente, lo cual hace que mucho de cuanto se haya ofrecido hasta ahora se vea tomado por pasiones y prejuicios que corren de manera profunda. Frente a lo último existe algo que no sé cuán cierto resulte a la postre pero que, a pesar de todo, tiene el mérito de marchar por cuenta de quien le dedicara dos gruesos volúmenes a un período que se expresaría en distintos tonos de violencia, como lo fue la Revolución francesa. Hablo en este caso de Adolphe Thiers, quien hacía observar lo siguiente en 1843, al dar por concluida su obra: «Acaso el momento en que los actores de una revolución [entran en el ocaso] es el más propio para escribir la historia, pues entonces se puede recoger la historia de ellos sin participar de todas sus pasiones». A Thiers lo separaban cuarenta y cuatro años del fin de los hechos protagonizados por girondinos y jacobinos, casi la misma distancia, en número de años, de la que existe entre el 2016 y el último año de la presidencia de Leoni.